Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)


Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)

LA IGLESIA DEL DIOS VIVIENTE

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LA IGLESIA DEL DIOS VIVIENTE

 

 

            Es imposible comprender algo de la Iglesia, sin conocer a Aquel que es, a la vez, el Edificador de la casa de Dios (Mateo 16:18), y el Jefe, o "Cabeza" de su "Cuerpo" místico (Efesios 1: 22,23), es decir, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Pero, en vista de la necesidad de ocuparnos de los que componen la Iglesia, fijemos primeramente nuestra atención sobre la dis­tinción que hacen las Escrituras entre los Judíos, los Gentiles y la Iglesia de Dios (1 Corintios 10:32).

         Los Judíos son el pueblo escogido de Dios, según las promesas hechas a sus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob, estando así en una relación terrenal con Él, relación que Su nombre de JEHOVÁ indica (Éxodo 6: 3-8). Para este propósito fueron llamados por Él para salir de Egipto y entrar en el país de Canaán; dándoles Dios promesas para la tierra, con la esperanza de una herencia terrenal, como la nación más preciosa a sus ojos.

         Los Gentiles no se han hallado en esta relación con Dios, como pueblo, y, según la descripción que de ellos tenemos en Efesios 2:12, estaban sin Cristo y eran extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza, y sin Dios en el mundo.

         Por lo tanto, ni los Judíos, ni los Gentiles, antes del nacimiento de Jesu­cristo en el mundo pudieron conocer la manera cómo Dios, en su divina gra­cia, se ocupa de los hombres, dando al presente la vida eterna con la esperan­za del cielo y de la gloria venidera a cada uno que cree en el Unigénito Hijo de Dios.

         Ahora bien, los creyentes de entre los Judíos y los Gentiles, no solamente tie­nen remisión de los pecados, el don de la vida eterna, y son hechos justos e hijos de Dios; sino que, por el don del Espíritu Santo, están unidos a Cristo, la Cabeza en el cielo; y, los unos con los otros, como miembros de un solo cuerpo, son así introducidos en una posición enteramente nueva, que no es un Judaísmo mejorado, sino una nueva creación, una cosa del todo dife­rente de lo que fue antes, a causa de que nuestras bendiciones, dádivas y he­rencia son espirituales, celestiales y eternas. Se habla en las Escrituras de la Iglesia o Asamblea, como de "su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo." (Efesios 1: 22 y 23).

         Antes de la muerte de Cristo, la unión con El no era posible. El ha dicho a este respecto: "si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo" (Juan 12:24); mas, después de su resurrección de entre los muertos, le fue posible hablar de nosotros como hallándonos en una nueva relación con Él, hechos ya hijos de su Padre. Les envió el mensaje: "ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17). Además, sopló en ellos, y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Juan 20:22), no siendo esto el don del Espíritu Santo, cosa que se efectuó más tarde en el día de Pen­tecostés, sino la comunicación de una vida de resurrección, vida en abundancia para ellos, la cual no hubiesen podido conocer antes de su resurrección (Juan 20: 17 y 22; Hechos 2: 1-4). En aquel tiempo aún no había llevado a cabo la formación oficial de la Iglesia o Asamblea. Cristo había dicho: "Edificaré mi iglesia" (Mateo 16:18). Habiendo cumplido la redención para nos­otros, se precisaban todavía dos cosas más antes de que la Iglesia pudiese ser for­mada sobre la tierra:

1.- La glorificación del Hijo como hombre, para ser establecido en la posición de Jefe.

2.- La venida del Espíritu Santo, para llevar a cabo esta unión; porque nuestra unión con Cristo, y la de los unos con los otros en Él, no se logra por la fe, ni aun por la vida, sino por el Espíri­tu Santo: "Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo." (1 Corintios 12:13).

 

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         Está muy claramente revelado que todas nuestras bendiciones son en y por Cristo, y que están fundamentadas sobre su muerte en la Cruz. Caifás, sumo sacerdote, profetizó que Jesús había de morir por la nación de Israel, "Esto no lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos." (Juan 11: 51, 52). La oración del Señor a su Padre fue también por la unidad presente y eterna de los creyentes (Juan 17: 21-23).

         Cristo no olvidará la nación por la cual murió, sino que, según su propósito, la pondría en posesión de todas las bendiciones prometidas sobre la tierra, y entre tanto que llega ese momento, llama y edifica su "Asamblea". Ningu­na cosa puede ser más íntima y preciosa para su corazón que ella. Así es que leemos que "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha." (Efesios 5: 25-27).

        

         Él la sustenta y cuida como su propia carne; y cuando penetramos Sus pen­samientos, Sus compasiones, Sus afectos para con Su Iglesia, Su cuidado para cada miembro del cuerpo, Su provisión perpetua para nosotros, y que toda la bendición que viene a cada uno que forma la Asamblea, procede de El, la Cabeza, entonces la Iglesia o Asamblea vendrá a ser para nosotros un objeto de sumo interés sobre la tierra, como lo debe ser hasta que veamos Su rostro.

         Pero, aunque todas nuestras bendiciones se hallen establecidas sobre el sa­crificio de Cristo, la Iglesia no fue conocida como cuerpo de Cristo en la tierra, hasta que Jesús hubo sido glorificado. La Iglesia, siendo celestial por su llamamiento, sus bendiciones actuales, y su herencia futura, viene a quedar muy en evidente contraste con el llamamiento, las bendiciones, el sacerdocio y la herencia terrenal de la elegida nación de Israel. Satanás se ha esforzado desde el principio para mezclar con el cristianismo, las cosas y prácticas anteriores propias del Judaísmo, y estropear, por este medio, las bendiciones de los santos que forman la Iglesia de Dios.

 

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         La primera indicación que tenemos, en el Nuevo Testamento, de la for­mación de la Iglesia, es cuando el Señor, hablando a los discípulos de Su muerte que debía efectuarse en Jerusalén, les dijo que El mismo edificaría la casa espiritual de su Padre (Mateo 16: 16-18, y véase 1 Crónicas 17: 12-14). Más tarde, encontramos el pensamiento del «Cuerpo de Cristo» - otra manera de considerar la Iglesia - cuando Cristo fue glorificado y se sentó a la diestra de Dios en los cielos, sobre todo principado y potestad, y po­tencia, y señorío, etc., que Dios le dio por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, "la cual es su cuerpo" (Efesios 1: 19, 23). Cristo, siendo allí hombre glorificado, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, lo envió sobre sus amados discípulos, en el día de Pentecostés, para unirlos a El, la Cabeza, en los cielos - a todos los creyentes de la tierra, formando de este modo un solo "cuerpo" (Hechos 2:33). Entonces, el Señor pensaba en la Iglesia como en Su propio cuerpo, viéndose esto por las palabras dichas a Saulo de Tarso, perseguidor de sus discípulos: "Saulo, Saulo, ¿por qué ME persigues?" (He­chos 9:4).

         Cuán precioso es para nosotros el pensamiento de que ahora somos, a pe­sar de toda nuestra flaqueza, los objetos de su tierno cuidado, dejados en el mundo por un poco de tiempo, para servir y honrar a Cristo, y velar espe­rando su regreso del cielo, pues: "Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos." (Efesios 5:30). ¡Unión y bendiciones maravillosas!

         Tal es la Iglesia o Asamblea por la gloria de Dios, «el cuerpo de Cristo». También es un edificio sobre la tierra para Dios, "morada de Dios en el Es­píritu." (Efesios 2:22).

 

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         La Iglesia, considerada como casa de Dios, nos es presentada en las Escrituras bajo dos aspectos:

1.- Como obra exclusiva de Cristo.

2.- Coo­perando los hombres a esta obra, siendo responsables de su trabajo.

         En el primer caso todo es divinamente perfecto; en el segundo, hay muchas defi­ciencias que provienen de la ignorancia e infidelidad de los que sobreedifican. El Apóstol, escribiendo a los Corintios, les llama "la iglesia de Dios que está en Corinto", no obstante, encontramos allí muchas cosas opuestas al Espíritu del Señor (1 Corintios 1:2; 1 Corintios 3: 10-15). Si no hacemos la distinción entre lo que es la obra de Cristo, y lo que edifican los hombres, nunca tendremos un pensamiento justo de la Iglesia o Asamblea de Dios; porque su Palabra nos señala muchas veces la diferencia.

         Considerando «el cuerpo de Cristo» formado por el Espíritu Santo, este es siempre la cosa verdadera delante de Dios, y leemos que "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella." Pero, cuando los que trabajan en la casa de Dios sobre la tierra pretenden obrar juntamente según la verdad del un cuerpo, se ve con frecuencia cuán poco su obra se parece a la del Señor. Por ejemplo, el apóstol escribió a los santos en Corinto: "Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular" (1 Corintios 12:27); mientras que había en medio de ellos disensiones y otras cosas malas, presentando un espectáculo muy opuesto a esta verdad.

         Por otra parte, pensando en la Iglesia de Dios como "casa de Dios" ac­tualmente sobre la tierra (1 Timoteo 3:15) descubrimos que, cuando las piedras vivas son edificadas por el poder y la gracia de Dios, "va creciendo para ser un templo santo en el Señor" (Efesios 2:21); pero, contemplándola en la tierra, bajo la responsabilidad del hombre, está contaminada por el mal. No cesa de ser el templo de Dios porque el hombre haya introducido lo que no es verdadero, y por esto dice el Espíritu a los de Corinto: " ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? (1 Co­rintios 3:16).

         De paso, haremos observar aquí que cada cristiano, en su cuerpo, es templo del Espíritu Santo, habiendo recibido el Espíritu en su corazón (1 Corintios 6:19; Gálatas 4:6). No debe confundirse esta verdad con la otra que sólo corresponde a la Iglesia entera, de la cual Jesucristo es el único fundamento (1 Corintios 3:11).

         El apóstol Pedro habla también de los creyentes como de "piedras vivas" que son edificadas como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pedro 2:5); y, en la misma Epístola, dice que el juicio ha de comenzar por la casa de Dios. (1 Pe­dro 4:17).

         La obra de cada hombre que edifica debe ser manifestada finalmente por el juicio. Luego la exhortación es para cada uno, a fin que vea como so­breedifica; porque por el fuego será manifestada, "pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará." (1 Corintios 3: 10-15).

         ¡Quiera el Señor, en su grande gracia, conducirnos a comprender más y más nuestra responsabilidad, y a seguir guardando sus intereses, buscando el bien espiritual de todos los suyos, y pensando en su amor eterno!

 

H. H. Snell

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1953, No. 6.-

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