Revista VIDA CRISTIANA (1961 a 1969)


Revista VIDA CRISTIANA (1961 a 1969)

EL HOMBRE PERFECTO (J. G. Bellett)

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EL HOMBRE PERFECTO

 

(Enseñanzas sobre las relaciones mutuas)

 

 

Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso

 

 

Hay, en el carácter del Señor, numerosos detalles que deben llamar nuestra atención. Como se ha dicho, «ninguno entre los hombres manifestaba más gracia y misericordia, ni era más accesible a todos.» Considerémosle a continuación; se nota, en Su manera de ser una mansedumbre y una bondad que el hom­bre es incapaz de manifestar, y, sin embargo, se siente que era siempre un "extranjero" sobre la tierra; era un extran­jero, alejado moralmente de la humanidad rebelde, pero se acercaba a ella compasivamente cuando el sufrimiento o las necesidades le reclamaban. La distancia moral en la cual se mantenía, y la intimidad que manifestaba, eran ambos perfectos. El Señor hacía más que considerar la miseria que le rodeaba, participaba de ella con una simpatía que tenía su fuente en sí mismo; hacía más que rechazar la corrupción que le rodeaba; mantenía la separación de la misma santi­dad con todo contacto con el mal o pecado.

 

El capítulo 6 del evangelio según Marcos nos lo ense­ña manifestando esta combinación de distancia y de proxi­midad. Los discípulos vuelven hacia El después de un largo día de servicio; simpatiza con ellos, pues los ve cansados; se ocupa de ellos proveyendo a lo necesario: "Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco." (Marcos 6:31). Pero la mul­titud vio que se iban y los siguió, y Jesús volviéndose hacia ella con el mismo amor, compasivo, se informa de su estado, y después de haberse ocupado de ellos como de ovejas que no tienen pastor, les enseña. En todo esto, vemos a Je­sús ir al encuentro de las necesidades que se presentan a Su alrededor; ya sea que se trate del cansancio de los discípulos, del ham­bre o de la ignorancia de la multitud, Él está presente para proveer... Pero los discípulos, descontentos al ver los cuida­dos de Jesús para con la multitud, le aconsejan que la des­pida; pero el corazón del Señor está lleno de pensamientos muy distintos, y, al instante, se establece entre El y Sus discípulos una distancia moral que se deja ver, poco después, por la orden que les da de subir en el barco y de ir al otro lado, entre tanto que despedía a la multitud (Marcos 6: 45-47). Esta separación tiene como resultado suscitar nuevas inquietudes en los discípulos. El viento y las olas del mar les son contrarios, y reman con ansia, pero, en su angustia, Jesús se halla de nue­vo a su lado para socorrerles y animarles.

 

¡Qué armonía más admirable en esta combinación de santidad y de gracia! Jesús está cerca de nosotros cuando estamos fatigados, cuando tenemos hambre, cuando estamos en peligro; pero está muy alejado de nuestras inclinaciones naturales y de nuestro egoísmo. Su santidad hizo de Él un extranjero en un mundo corrompido por el pecado; Su gra­cia le mantuvo siempre activo en un mundo de sufrimiento y de miseria. La vida del Salvador aparece, pues, bajo un as­pecto muy notable de gloria moral ya que, obligado a man­tenerse separado, a causa del carácter de la esfera corrom­pida en la cual se movía, la miseria y la aflicción que en ella reinaban, le llevaban siempre a obrar. Y esta actividad se ejercía para con toda clase de personas, y en consecuen­cia, revestía formas muy diversas. Cristo se hallaba frente a Sus adversarios, frente al pueblo, a un grupo de discípulos (los doce), y a hombres individualmente, y todos le mante­nían en una actividad no sólo continua, sino también diversa. Y Él sabía perfectamente cómo debía obrar en cada caso.

 

Consideremos ahora otras escenas llenas de enseñanza pa­ra nosotros. En ciertas ocasiones, vemos a Jesús sentado a la mesa de varios señores, y nos aparecen entonces nuevos ras­gos de Su perfección. Cuando está invitado a la mesa de un fariseo, no aprueba ni censura la escena de familia: pero, invitado bajo el carácter de maestro, que ya había adquirido y sostenido en público, obra en conformidad con este ca­rácter. No es simplemente un convidado, que goza de las atenciones y de la hospitalidad del amo de la casa: ha ve­nido en Su propio carácter de maestro, y, por consiguiente, puede enseñar o reprender. Él es siempre la Luz, y obra como la luz; pone en evidencia las tinieblas que hay dentro de la casa, como lo había hecho fuera. (Compárese la escena de Lucas 7: 36-50, y la del capítulo 11: 37-54, donde reprende a los fari­seos y a los doctores de la ley repitiendo varias veces "¡Ay de vosotros!").

 

Pero si el Señor entraba y obraba como maestro en casa del fariseo, reprobando el estado de cosas que encontraba, era como Salvador que entraba en casa del publicano. Leví le hizo un gran banquete en su casa, e hizo sentar juntamente con Él a publicanos y pecadores. Naturalmente, los jefes re­ligiosos murmuraban y censuraban; entonces, Jesús se revela como Salvador, diciéndoles: "Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento." (Mateo 9: 12-13; Marcos 2). ¡Qué palabras más sencillas, pero notables y significativas a la vez! Simón, el fariseo, desaprobaba que una pecadora entrara en su casa y se acercase a Jesús; Leví, el publicano, reúne a pecadores como esta mujer para ser convidados con el Señor. En con­secuencia, el Señor manifiesta Su reprobación en casa del uno, mientras que en casa del otro se muestra en las rique­zas de gracia de un Salvador.

 

Vemos a Jesús sentado también en otras mesas. Sigá­mosle a Jericó y a Emaús, con el relato de Lucas 19 y 24. En ambos casos fue acogido por los deseos de los corazones, deseos despertados, sin embargo, bajo influencias diferentes. Zaqueo había sido hasta entonces un pecador, un "hombre natural", y, como tal, corrompido en sus móviles y en su actividad. Pero, precisamente en aquel momento el Padre, había obrado en él, y Jesús venía a ser el objeto de su alma. Deseaba verle, y en su anhelo había pasado a través de la multitud y se había subido a un sicómoro para tratar de verle a su paso. El Señor le vio, y El mismo se invitó a su casa, de modo que se nos presenta este caso muy notable: Je­sús, convidado, no invitado, porque se invitó a Sí mismo a la casa del publicano de Jericó.

 

Los primeros movimientos de la vida divina en un pobre pecador, los deseos despertados por el Padre estaban allí, en esa casa, para acoger a Jesús; y el Señor, de modo tan benévolo como significativo, se invita a Sí mismo y entra. Entra en el carácter que conviene, y satisface la necesidad del momento, para avivar y fortalecer la vida recientemente recibida, la cual se manifiesta bajo una forma, o un fruto, de su poder, "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado." (Lucas 19:8).

 

En Emaús es un caso diferente: no es el deseo de un pecador recientemente atraído por la gracia, sino el deseo de creyentes restaurados en su caída. Los dos discípulos habían sido incrédulos: regresaban a su casa con la dolorosa impre­sión de que Jesús había defraudado sus esperanzas. El Se­ñor viene a su encuentro en el camino, y les reprende, pero lo hace de tal manera que su corazón ardía dentro de ellos; y cuando llegan a la aldea donde iban, Él hace como que iba más lejos. No quería invitarse a Sí mismo, como lo ha­bía hecho en Jericó, porque estos discípulos no se hallaban en la condición moral de Zaqueo; sin embargo, cuando le invitan a entrar, entra, pero solamente para fortalecer el deseo que les había llevado a invitarle, y para satisfacer plenamente este deseo. Y los discípulos, impulsados por el gozo, vuelven aquella misma noche a Jerusalén, a pesar de la hora avanzada, para contarlo todo a sus hermanos.

 

¡Qué variedad de hermosura y de perfección en estos escenas, donde vemos a Jesús huésped del fariseo, del pu­blicano, de los discípulos, convidado unas veces, invitándose Él mismo en otras, siempre en el lugar que le corresponde, siempre el hombre perfecto! Podríamos considerarle sentado en otras mesas; pero nos limitaremos a una sola: Jesús en Betania. Allí Le vemos asociándose a una escena de familia. Si hu­biese desaprobado la idea de una familia cristiana, no hu­biera podido hallarse en Betania, como la Palabra nos lo enseña; y esta escena nos revela en Él un nuevo rasgo de Su belleza moral. Jesús está en Betania como un amigo de la familia, hallando en este ambiente lo que nosotros también hallamos: una casa propia. Bien nos lo dicen las palabras: "Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro." (Juan 11:5). El afecto de Jesús por la familia de Betania no era el de un Sal­vador, ni de un Pastor, aunque sabemos que era lo uno y lo otro para ella: era el afecto de un amigo de la familia. Pero aun siendo un amigo, un íntimo amigo, que podía, cuando lo deseaba, hallar una cordial acogida bajo este techo hos­pitalario, no le vemos nunca intervenir en los asuntos do­mésticos. Marta era la que se ocupaba de los quehaceres de la casa, la persona más ocupada de la familia, útil e im­portante en su lugar, y Jesús la deja allí donde la encuentra. No le correspondía modificar o arreglar esas cosas. Lázaro toma su sitio al lado de sus huéspedes, en la mesa de la fami­lia; María está absorbida y retirada en su dominio de ac­tividad, en el reino de Dios, en su corazón, Marta está ata­reada y sirve: está bien. Jesús deja todo esto tal como lo en­cuentra. Aquel que no quería entrar en casa ajena sin ser invitado, al entrar en la casa de aquellas hermanas y de su hermano, no quería intervenir en el orden y en los arreglos que reinaban en ella, y esto es de una perfecta conveniencia moral. Pero cuando uno de los miembros de la familia, en vez de estarse en su lugar en el círculo familiar, sale de él para enseñar en presencia de Jesús, Jesús debe reivindicar, y reivindica sus derechos superiores, y restablece las cosas divinamente; aunque quería ocuparse de ellas sin tocar el orden doméstico de la casa. (Lucas 10).

 

Meditemos ahora la actitud del Hombre Perfecto en otras ocasiones. Jesús no se dejaba llevar al terreno senti­mental cuando la ocasión requería firmeza y fidelidad, y, no obstante, pasó por muchas circunstancias que la sensibilidad humana hubiese sentido, y que el sentido moral del hombre hubiera juzgado bueno sentir. Jesús no quería atraer a sus discípulos por los miserables y humanos recursos de un carácter amable. Tanto la "miel" como la "levadura" eran excluidas de las ofrendas encendidas. No había miel en las ofrendas de Levítico 2:11; y Jesús, la verdadera ofrenda, tampoco la te­nía. No eran simplemente palabras amables o corteses las que los discípulos oían de la boca de su Señor; no había en El aquella cortesía que consulta con las preferencias ajenas y pro­cura satisfacerlas; Jesús no buscaba el ser agradable, y no obstante, cautivaba los corazones, suscitando profundos afec­tos, y esto es una muestra evidente de poder. Es siempre una prueba de fuerza moral, cuando la confianza es ganada sin ser buscada, porque entonces el corazón ha comprendido la realidad del amor. Como dijo alguien «todos sabemos dis­tinguir entre el afecto, el amor, y lo que no es más que ama­bilidad en forma de adulación, y bien puede haber en un hom­bre muchas manifestaciones de cortesía, de adulación, sin que haya nada de afecto verdaderoSe me contestará que las ma­neras o actitudes amables deben ganar la confianza; pero bien sabemos que sólo el amor, el afecto verdaderos pueden ha­cerlo. La amabilidad, si no es más que amabilidad, es miel, y hemos de confesar que este ingrediente no falta en nos­otros. Somos propensos a creer que todo está bien en muchas circunstancias en las cuales no hacemos más que quitar la levadura, impregnando de miel la masa. Si somos amables, si desempeñamos convenientemente nuestro papel en la escena bien ordenada, civilizada y cortés de la sociedad, buscando agradar a los demás, y haciendo lo posible para que estén satisfechos de sí mismos, estamos contentos y satisfechos, y los otros lo están de nosotros. Pero, pensémoslo, ¿es esto ser­vir a Dios?, ¿es esto una ofrenda a Dios?, ¿tiene acaso algo que ver con la gloria moral del Hombre Perfecto? ¡por cierto que no! Tal vez, podríamos estimar que esta manera de obrar es la que conviene, la mejor para alcanzar el objeto deseado, de paz y armonía; no obstante, acordémonos que uno de los secretos del santuario es que no se usaba miel para dar un olor agradable a la ofrenda.

 

* * *

 

Deseo presentar ahora algunas consideraciones más, que nos harán volver a las escenas de Lucas 7 y 11, cuando el Señor está en la mesa de los fariseos. Estas Escrituras nos enseñan que el Señor no juzgaba a los otros, en relación con Sí mismo, falta en la cual caemos todos. Somos naturalmente llevados a juzgar a los otros según su manera de portarse para con nosotros, y el interés que les llevamos es para nosotros la medida de su carácter y de su valor. El Señor no obraba así. Dios es un Dios de conocimiento, y pesa las acciones; comprende plenamente cada una de ellas, y sus motivos. Y nues­tro Señor Jesucristo, imagen del Dios de conocimiento, obra­ba de la misma manera durante Su ministerio. El capítulo 11 de Lucas nos da un ejemplo significativo. Había, en el fari­seo que le rogó que comiera en su casa, una apariencia de cortesía y de buena voluntad; pero Jesús era el "Dios de todo conocimiento", y, como tal, pesaba esta acción según su verdadero carácter.

 

La miel de la cortesía, que es el mejor ingrediente para la vida social del mundo, no podía pervertir el juicio de Cristo, ni tampoco su apreciación de las cosas. Jesús aprobaba las cosas excelentes; pero la cortesía o urbanidad que le invitaba no podía influenciar el juicio de Aquel que llevaba los pesos y las medidas del santuario de Dios. La cortesía, la amabilidad del mundo se encuentra en esta escena con el Dios de todo conocimiento, y no puede subsistir ante Él. ¡Qué lección más profunda para nosotros!

 

Esta invitación del fariseo ocultaba un intento premedi­tado: tan pronto como el Señor entró en su casa, el dueño obró como fariseo, y no como simple invitante; se maravilla de que su convidado no se había lavado antes de comer, y este carácter del fariseo aparece en toda su fuerza al fin del relato. El Señor obra, pues, en consecuencia, como lo mues­tran Sus palabras (Lucas 11: 37 al 52). Estimarán algunos que la atención de que era objeto al ser invitado, hubiera debido imponerle silencio, pero Jesús no podía considerar este fari­seo solamente en relación con Sí mismo. El halago no podía hacer desviar Su juicio: Jesús pone al descubierto y censura. Y el fin de la escena le justifica. "Cuando salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarle en gran manera, y a interrogarle minuciosamente sobre muchas cosas, tramando contra El para atraparle en algo que dijera." (Lucas 11: 53, 54 - LBLA).

 

En Lucas 7, el Señor obra de modo muy diferente en casa de Simón, otro fariseo que también le había invitado a su mesa, pues Simón no tenía un designio oculto al invitar a Jesús. Es verdad que parece obrar también como fariseo, hablando dentro de sí para acusar a la pobre pecadora, y para censurar a su invitado, que permitía que se acercara a él; pero las apariencias no pueden servir de base para un justo juicio, y muchas veces las mismas palabras, pronuncia­das por labios diferentes, tienen un sentido muy diferente. Por eso, el Señor, el juez que pesa todos los motivos según Dios, al reprender a Simón y mostrarle lo que es, le conoce y le llama por su nombre, y deja su casa, como un huésped debe hacerlo. Distingue entre el fariseo de Lucas 7 y el de Lucas 11, aunque se haya sentado a la mesa de ambos.

 

Otros dos casos son de mucha edificación para nosotros, al considerar cómo obraba el Hombre perfecto. Por ejemplo, en el capítulo 16 de Mateo, vemos a Pedro lleno de un tierno afecto hacia su Maestro: "Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca." (Mateo 16:22); pero Jesús juzga las pala­bras de Pedro solamente por su valor moral. A nosotros nos es difícil obrar de esta manera hacia los que buscan agradar­nos. Una naturaleza simplemente amable no hubiese dicho: "Quítate de delante de mí, Satanás"; se hubiera expresado de otra manera. Pero, lo repito, el Señor no escucha las pala­bras de Pedro simplemente como siendo la expresión de una bondad y de un afecto personales hacia Él; las juzga, las pesa en la presencia de Dios, y discierne inmediatamente que pro­ceden del enemigo; porque aquél que puede transformarse en "ángel de luz" se esconde a menudo bajo palabras llenas de suavidad y de amabilidad.

 

El capítulo 20 de Juan nos muestra que el Señor obró del mismo modo para con Tomás. Tomás venía de rendirle ho­menaje, le había dicho: "Señor mío y Dios mío". Pero, aun palabras como estas no podían hacer descender a Jesús de la altura moral en la cual estaba, y desde la cual oía y consi­deraba todas las cosas. Sin duda alguna, las palabras pro­nunciadas por Tomás eran verdaderas, y provenían de un corazón que, después de haber sido iluminado por Dios, se había arrepentido, y había vuelto al Señor resucitado, aban­donando sus dudas para adorar. Pero Tomás se había mante­nido alejado tanto como había podido; había ido demasiado lejos en su incredulidad. Todos los discípulos habían sido incrédulos en cuanto a la resurrección, pero Tomás había de­clarado que persistiría en la incredulidad hasta que la vista y el tacto vinieran a convencerle. Tal había sido su condición moral. Y Jesús la juzgaba así, y pone a Tomás en su verda­dero sitio, como lo había hecho con Pedro: "Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron." (Juan 20:29).

 

En semejantes casos, ¿no hubieran sido atraídos por sor­presa nuestros corazones? ¿Hubiesen resistido a los asaltos del afecto de Pedro o alabanza y del homenaje de Tomás? Pero el Hombre Perfecto, nuestro Maestro estaba allí por Dios y por la verdad, y no para agradarse a Sí mismo. Pen­semos en el caso de los Israelitas, cuando honraban al Arca del Pacto y le llevaban a la batalla (1º. Samuel 4), como para obligarle, por su presencia, a darles la victoria. Pero no se puede obligar de este modo al Dios de Israel. El pue­blo es vencido por los Filisteos, a pesar de la presencia del Arca. Y Pedro y Tomás se ven reprendidos, aunque Jesús – que es siempre el Dios de Israel – haya sido honrado por ellos.

 

¡Sí!, todo era perfección en los modos de obrar del Hijo del Hombre. Meditemos esas escenas que destacan Su hermosura y Su glo­ria moral.

 

J. G. Bellett

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1964, Nos. 71 y 72.-

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