Revista VIDA CRISTIANA (1961 a 1969)


Revista VIDA CRISTIANA (1961 a 1969)

EL VIEJO PROFETA

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EL VIEJO PROFETA

 

 

Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso

RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano)

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)

 

 

"No me arrebates juntamente con los malos, y con los que hacen iniquidad, los cuales hablan paz con sus prójimos, pero la maldad está en su corazón." (Salmo 28:3).

 

"Tú, oh Jehovah, los guardarás. Guárdalos para siempre de esta generación." (Salmo 12:7 – RVA).

 

Los libros de los Reyes y los de las Crónicas son, en el fondo, la historia del testimonio de Dios, dejado bajo la res­ponsabilidad de Su pueblo, pueblo ya caído y por ende dividi­do. El capítulo 17 del libro segundo de los Reyes, contiene una recapitulación bien triste del progresivo endurecimiento del pueblo de Dios, desde la salida de Egipto hasta el momento en que "desechó Jehová a toda la descendencia de Israel, y los afligió, y los entregó en manos de saqueadores, hasta echarlos de su presencia." (2º. Reyes 17:20). El cisma de las diez tribus, o la división del reino, fue un castigo justo infligido por Jehová a Salomón y a los hijos de Israel (1º. Reyes 11: 7-11, 33). Desde entonces, has­ta la venida del Cristo, Dios soportó a este pueblo advirtién­dole continuamente mediante el ministerio de Sus profetas; y si re­cogió una débil porción en Judea, después de la cautividad de Babilonia, este favor, dando lugar a la manifestación del Cristo, no sirvió para otra cosa que para manifestar el endu­recimiento de la nación que, menospreciando la paciente longanimidad y la gracia de su Dios, dio muerte al Príncipe de la vida.

 

El profeta Natán había servido de lazo de unión entre los reinos de David y Salomón, pero su oficio cesó, desde que todo quedó bien establecido y arreglado, según el pensamien­to de Dios. Ningún profeta ejerció su ministerio bajo el rei­nado de Salomón, entre tanto este rey permaneció fiel; y du­rante su largo reinado, no vemos milagro alguno por medio de los profetas. Debiendo ser las relaciones de Dios con Su ungido, como regla, inmediatas o directas, Jehová había aparecido dos veces a Salomón, así como la Palabra nos lo recuerda de manera bien interesante en 1º. de Reyes 11:9.

 

Cuando Salomón hubo abandonado la alianza y las orde­nanzas de Jehová, el profeta Ahías no fue enviado ni al rey, ni al pueblo, sino solamente a Jeroboam: "Y estaban ellos dos solos en el campo" (1º. Reyes 11:29). Fue preciso que el futuro rey de Israel oyera de la boca del profeta lo que le concernía, mientras que el Señor había declarado directamente a Salomón la sentencia de Su juicio. Ungido según la promesa, el hijo de David, sólo era responsable ante Dios de un estado de cosas que le habían sido confiadas y que Dios había establecido siguiendo Sus pro­pósitos para la bendición de todo Su pueblo que Él reconocía plenamente en ese estado.

 

Después del cisma de las diez tribus hasta el Señor Jesús, su historia así como la de Judá y la de la casa de David, nos es presentada como un último tiempo de prueba concedido por Dios en Su longanimidad a Su pueblo dividido.

 

Siendo Israel quien anduvo primero en la apostasía, fue también el primero en ser rechazado. Mas tarde, Judá, fue al­canzado bajo el juicio, porque en lugar de guardar los man­damientos del Señor su Dios, anduvieron en las ordenanzas que Israel había establecido. El único y verdadero testimonio del Señor consiste en la presencia de los profetas suscitados por Jehová que están allí, con el pequeño remanente dócil a Su voz, en pie entre las miserias y la ruina de Judá y de Israel, del reino y del sacerdocio... Sin embargo, estos profetas fal­taron a menudo en su misión, tal como sucede siempre con todo testimonio confiado a la responsabilidad del hombre. Tal es, a todas luces, me parece, la instructiva lección que podemos recoger con la ayuda del Señor, de la meditación del libro primero de Reyes, capítulo 13. El testimonio sale de Judá, cuando aún era fiel al Dios fuerte (Oseas 11:12); mas en el fondo, la justicia de Dios que gobierna Su pueblo debió obrar contra todos los actores de esta escena, para salvaguardar la gloria de Jehová.

 

En ese tiempo de desorden, el ministerio de los profetas tenía por objeto obrar sobre la conciencia del pueblo de Dios, a fin de que se apartaran del mal y de introducirlos, si era posible, en los caminos de la bendición. Entonces los mi­lagros acompañaban la palabra de los hombres de Dios; anun­ciaban de antemano los medios extraordinarios que un Dios soberanamente justo y bueno había resuelto emplear, para in­clinar el corazón de los hijos de Jacob a la obediencia. Así, toda la paciente bondad de Dios era ejercida en medio del mal de una manera excepcional, es decir, fuera de lo normal de los caminos ordinarios de Su gobierno, tales que Su consejo los había determinado y revelado para el caso de que Su pueblo permaneciera en esta misma senda.

 

Jehová no cesaba de requerir a Israel y Judá ya caídos "por medio de todos los profetas y de todos los videntes, diciendo: Volveos de vuestros malos caminos, y guardad mis mandamientos y mis ordenanzas, conforme a todas las leyes que yo prescribí a vuestros padres, y que os he enviado por medio de mis siervos los profetas." (2º. Reyes 17:13). Pero no habían escu­chado y se habían vendido para hacer lo malo a los ojos de Jehová e irritarlo... "por tanto, se airó en gran manera contra Israel, y los quitó de delante de su rostro; y no quedó sino sólo la tribu de Judá. Mas ni aun Judá guardó los mandamientos de Jehová su Dios,…" (2º. Reyes 17: 18, 19).

 

Judá no guardó su fidelidad, antes por el contrario, siguie­ron en las ordenanzas que Israel estableció. El resultado fue que el Señor rechazó toda la nación. Un ligero resumen sobre la historia de estos dos reinos, nos demostrará que la apostasía y la ruina de Judá fueron consecuencia del fruto amargo de las alianzas, parentescos y amistades que los sucesores de Da­vid establecieron con los impíos reyes de las diez tribus.

 

El Señor había dividido el reino en tiempos de Roboam, hijo de Salomón, y diez tribus habían de ser puestas bajo el cetro de Jeroboam. El profeta Ahías le llevó un mensaje de parte del Señor (1º. de Reyes 11: 37-38). El futuro rey de Israel tuvo bastante tiempo para meditar estas gloriosas promesas durante su exilio en Egipto, pero una vez establecido sobre su trono, en lugar de poner su confianza en Jehová, empezó a temer que el pueblo lo matara para devolver el reino a su señor, Roboam rey de Judá. Su incredulidad, le inclinó a to­mar consejo de la carne y para evitar lo que temía, instituyó una religión cuyo origen estaba en Egipto, en donde también tenía su corazón. Así inclinó a todo el pueblo a la apostasía, lo mis­mo que Aarón había hecho al pie del Sinaí. ¡Oh los recuerdos de Egipto! ¡cuánto poder tienen estos recuerdos en los corazones en que la fe no se ha arraigado profundamente y en donde no hay costum­bre de cultivar asiduamente las magníficas promesas de Dios...!

 

El fin del capítulo 12 del libro primero de Reyes, nos muestra al rey ofreciendo vícti­mas e incienso sobre el altar que había erigido a los dioses de su invención. Todo acto de sacerdocio, de parte de este rey, era en sí, si hacemos abstracción de las demás circunstancias, un pecado, que más tarde cometió el rey Uzías en Jerusalén, y por el cual fue castigado instantáneamente por la erupción de la lepra a consecuencia de la que tuvo que ser secuestrado hasta el día de su muerte (2º. de Crónicas 26:16, etc.). En lo demás, todo el culto de Jeroboam, en todos sus aspectos, no era otra cosa que un invento de su imaginación, un culto arbitrario al que ningún verdadero israelita hubiese jamás asistido. Es por lo que de forma positiva queda dicho que los sacerdotes y levitas que estaban en Israel, se pasaron a Roboam dejando sus villas y posesiones; vinieron a la tribu de Judá y a Jerusalén, porque Jeroboam y sus hijos los habían rechazado para que no sirvieran más como sacerdotes de Jehová (2º. de Crónicas 11: 14-17). Lo mismo las fiestas, en cuanto a que el lugar de su celebración fue imaginada por Jeroboam para reemplazar la fiesta de los Tabernáculos. La fijó el día quince del mes octavo, "mes que él había inventado de su propio corazón", dice la Palabra. (1º. de Reyes 12:33). "Hizo también casas sobre los lugares altos, e hizo sacerdotes de entre el pueblo, que no eran de los hijos de Leví… y a quien quería lo consagraba para que fuese de los sacerdotes de los lugares altos." (1º. de Reyes 12: 27 al 33 y 13:33).

 

Como siempre, esto no es otra cosa que la voluntad del hombre puesta en lugar de la de Dios, cosa abominable a todas luces, pero sobre todo cuando esta voluntad se arroga el dere­cho de organizar el culto del Señor.

 

El pecado de Jeroboam se hace merecedor de los juicios de Dios, y en este capítulo 13 del primer libro de Reyes, vemos la proclamación de estos juicios que contra el altar hace el profeta.

 

En tanto que el siervo es testigo para Dios, Dios lo sos­tiene, y todo el poder del mundo viene a expirar a sus pies. Y es así que debiera haber sido acerca de la Iglesia. Mas ¡es lamentable!, en vez de esto ha usado de las gracias que Dios le acordó, para volverse mundana, olvidando la gloria del Señor.

 

El varón de Dios imploró a Jehová y la mano del rey fue restituida como antes (1º. de Reyes 13:6). Entonces el rey dijo al varón de Dios "Ven conmigo a casa, y comerás, y yo te daré un presente", pero el profeta resiste con fuerza y simplicidad a la invitación y a los ofrecimientos del rey; guarda y pone ante todo la pura palabra de su Dios que le sirve de guía, de luz y de escudo; por otro lado el endurecimiento del rey dio lugar a una manifestación nueva de los pensamientos de Dios sobre el estado de Israel y sobre la conducta que Sus testigos debían tener en relación con este pueblo (1º. de Reyes 13: 9, 17, 22). Todo lo que quedaba ligado a este sistema de invención humana era reprobado por Jehová, puesto que Él había dicho a su testigo: "No comas pan, ni bebas agua ni regreses por el camino que fueres". Su mensaje había empezado por la advertencia que esclarece las almas, según los pensamientos de Dios, sobre el estado de cosas de las cuales participan. La separación absoluta llegó a consistir, desde entonces, en un deber y una necesidad para todos los fieles, deseosos de glorificar al Señor y evitar las plagas predichas por Su Palabra, sobre todo lo que estaría en comunión con el mal manifiesto. Fue preciso que desde ese mismo instante, el varón de Dios, en su calidad de testigo en medio de la casa rebelde de Israel, evitara aún el encuentro de un israelita al cual hubiese podido hablar cuando se dirigía a Bet-el a dar cumplimiento a la misión que le fue encomendada.

 

¡Sí!, hasta aquí el varón de Dios ha sido fiel al Señor. Ha proclamado la palabra de Jehová; ha dado testimonio, con co­raje, por Dios y a la vez en contra del altar idólatra; una bru­tal oposición no le ha espantado y también ha rechazado con decisión los presentes de un rey impío. Ha mantenido su posi­ción de separación de todo mal, como testigo de Dios contra la impiedad. Sin embargo, "no se jacte el que se ciñe las armas como el que se las desciñe." (1º. de Reyes 20:11 – LBLA). Por un lado, se ven creyentes bien débiles salir victoriosos del mundo, sin dejarse intimidar por sus amenazas, ni cautivar por sus presentes. Por otro, los hay, que siendo fuertes, sucumben a las tentaciones que les vienen de parte de aquellos que, aunque siendo "de dentro", no guar­dan su lugar. Lo más peligroso no suele ser la oposición pronunciada, ni la seducción grosera. Lo peligroso es cuando el mal toma la forma de buenas apariencias y cuando somos inci­tados por hombres, que por lo demás son respetables, es enton­ces cuando existe verdadero peligro para nuestras almas. Es cuando Satanás se disfraza de ángel de luz que él es más de temer y que se precisa de mayor discernimiento para desenmasca­rarlo. ¡Cuánta necesidad tenemos pues, de una constante de­pendencia de Dios y de una comunión habitual con los pensa­mientos del Señor! "Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga." (1ª. Corintios 10:12). Esta es la lección que nos ofrece la historia del varón de Dios.

 

Habiendo salido de Judá fiel aún, se halló hasta el mo­mento en una posición bastante simple. Su trabajo había con­sistido en mantenerse entre Dios que le enviaba y las diez tri­bus abiertamente apóstatas. Ahora, su posición se complica al hallar a un Viejo Profeta que pone su discernimiento y su obe­diencia a una prueba en que el resultado fue su caída, pero que dio al Señor la ocasión de confirmar Su Palabra por el castigo que debió aplicar a su testigo (1º. de Reyes 13:32).

 

Permita el Señor que, en lo que sigue, podamos sacar una instrucción, necesaria, si como no dudamos, la posición de los verdaderos testigos del Señor, en los tiempos actuales es pare­cida, en muchos puntos, a las circunstancias mencionadas en este capítulo.

 

La Iglesia, siendo un sólo cuerpo de rescatados, cuerpo que debiera ser visible sobre la tierra, por su unión en una marcha común según Dios, apartada del mundo, tiene por misión manifestar aquí abajo, su gloriosa unidad con Jesús, su Esposo ausente. Reunida y formada en uno, por el Espíritu Santo enviado del cielo, debería haber guardado – en la práctica – en el vínculo de la paz, esta unidad que es obra del Espíritu de su Cabeza escondida en el cielo. Pero la mundanalidad que se ha introducido en la Iglesia ha dividido exteriormente este sólo y único cuerpo en dos campos principales. El altar del pueblo de Israel quebrado y recubierto de sus cenizas en señal de duelo, pero restablecido bien pronto por Jeroboam y lo bastante sólidamente para que haya podido durar aún algunos siglos ¿no se habrá ofrecido al espíritu de algunos de mis lectores, como un espejo profético de ciertas cosas que nuestros ojos han podido ver y nuestros oídos oír?

 

En el estado de cosas de las cuales he­mos hablado precedentemente, el Señor siempre fiel es quien queda como único recurso de Su pueblo y fiel a Su promesa: "y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo." (Mateo 28:20). Su Palabra y Su Espíritu congregan, alrededor del único Testigo Fiel y Verdadero, el remanente que no escucha otra voz que la Suya, el cual queda insensible, por una parte, por los avances de Jeroboam y, por el otro, de los discursos del viejo Profeta de Bet-el. Lo que importa, ante todo, a los testigos que se hallan entre los dos campos, es tener cuidado, primero de su propia posición, y después de las personas con quienes guardan relación. "Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que tiene, se le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se le quitará." (Lucas 8:18).

 

¿Acaso el Señor, en Su paciencia hacia la Iglesia caída, no ha suscitado testigos cuya luz proporcionada al estado y a las necesidades de Su Iglesia es actualmente apropiada a estos últimos tiempos en que nos ha tocado vivir? Ahora bien, la dificultad más grande que encuentran aquellos que son llamados a dar este testimonio, proviene de las relaciones que son llama­dos a sostener con los viejos profetas, es decir, con siervos de Dios que en lugar de dejar Israel, se han establecido en Bet-el, dejando las montañas de Samaria (2º. Reyes 17:28; 23:18), y buscando e intentando hacer entrar a sus hermanos fieles en sus casas, para destruir tanto como sea posible, el poder de su testimonio.

 

El mero personaje que aparece en esta historia era Viejo y Profeta; hombre de experiencia y de autoridad, y sobre todo siervo de Dios (1º. de Reyes 13: 11, 20; 1º. de Reyes 13: 30-32; 2º. de Reyes 23:15-18), pues un profeta debe ser la boca de Jehová: "Yo también soy profeta como tú", dice en 1º. de Reyes 13:18... Pero le estaba mintiendo cuando pretendía darle una orden de Jehová contraria al testimonio del varón de Dios. La astucia de Satanás es la misma desde el principio (Génesis 3: 1, 4).

 

La relación del pasaje en 1º. de Reyes 20: 35-37 con el que nos ocupa, muestra que tenemos – o mejor aún – que necesitamos discernimiento en nuestra obediencia, pues el mismo juicio por un león alcanza en un caso a un hijo del profeta por no haber obedecido a su compañero, así como en el otro a un profeta por haber obedecido a su hermano. Aquí, el hombre de Dios, siguiendo al viejo profeta, tomaba consejo de la car­ne y de la sangre; escuchaba a un hombre en la carne; recibía otro evangelio que el que venía de anunciar; participaba del altar que había juzgado y en los pecados contra los cuales se había levantado en testimonio (Compárese 1º. de Reyes 13: 9, 17 con Deuteronomio 12: 5-14; Gálatas 1: 8 y 9; Gálatas 2:18).

 

Ahora bien, era evidente que el viejo profeta no debía vivir en Bet-el. Y es evidente, que cuando menos, debía haber partido de esta ciudad, cuando sus hijos le contaron todas las cosas que el varón de Dios había hecho aquel día y todas las palabras que había dicho al rey. La Escritura nos enseña, en efecto, que desde el principio de la apostasía de Jeroboam, todos los sacerdotes y levitas, y también todos los Israelitas piadosos y rectos de corazón, habían quedado en Judá o habían huido de las comarcas sometidas a Jeroboam, para reforzar al reino de Judá (1º de Reyes 12: 17,23; 2º de Crónicas 10:17; 11: 13-17; 13: 10, 12; 15: 8, 9, 13, 15, etc.). El varón de Dios, que había venido de Judá a Bet-el, puede que fuese uno de esos fieles emigrados; pero, independientemente de cómo ello fuese, fue pre­ciso que tuviera muy poco cuidado acerca de un hecho tan conocido e importante, como para haberse dejado convencer por el viejo pro­feta que habitaba en Bet-el. La resolución que éste último ma­nifestaba, de permanecer en su casa de Bet-el y de conservar así su falsa posición, en un momento tan decisivo, le colocaba, desde cualquier punto de vista, en el rango de aquellos con los cuales el varón de Dios no debía tener comunión alguna. Pues si el viejo profeta no hubiese estado cegado por sus pro­pios pensamientos, no habría hecho enalbardar su asno sino para salir de Israel tras su hermano que había venido a pro­nunciar palabras de juicio de parte de Jehová. Entonces, en vez de engañar a éste con mentiras, haciéndole venir a su casa como aquel que prepara a uno una celada, habría terminado su carrera en la comunión de los santos en Jerusalén, gozan­do, sin interrupción, de la paz que da la aprobación del Testigo Fiel y Verdadero.

 

Pero este profeta, en lugar de ser un modelo a seguir, era un ejemplo a evitar; en efecto, vino a ser un ángel de tinie­blas y un mensajero de muerte para el testigo del Señor. Su presencia en Bet-el, por otra parte, utilizaba el peso y la influencia de su santo carácter para colorear la apostasía de Israel de un tinte religioso y de una apariencia respetable. Las mismas verdades que habría podido predicar en medio de Israel perdían toda su fuerza divina, a causa de la comu­nión que conservaba con éste pueblo apóstata. Era desde afuera hacia adentro, era de Judá que Jehová había intentado elevar Su voz contra el altar, siendo evidente que el altar no se hubiese quebrado, ni contaminado, y que el rey no habría manifestado ninguna irritación contra éste hombre que participaba, cuan­do menos por su permanencia en Bet-el, de las cosas que de­bería haber juzgado.

 

Nada más funesto que la religión que bajo pretextos cap­ciosos se detiene en Bet-el. Tampoco hay nada más peligroso que el escuchar y seguir a los viejos profetas que habitan ahí.

 

El hombre de Dios es advertido de que debe retirarse de los que piensan que la piedad es un asunto de ganancias mate­riales, de consideración o bienestar en la carne, pues sus de­seos insensatos y perniciosos les hacen caer en lazos que les hunden en la ruina, mientras que el hombre de Dios debe pro­seguir la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón.

 

En vez de participar en las obras infructuosas de las ti­nieblas, debe redargüirlas: "porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia. No seáis, pues, partícipes con ellos", dice el Señor (Efesios 5: 6, 7, 11; compárese con Romanos 2: 3, 17-22). Y "si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: !Bienvenido! Porque el que le dice: !Bienvenido! participa en sus malas obras." (2ª. Juan 10, 11).

 

El testigo de Dios, venido de Judá, había resistido sin va­cilar la influencia natural del favor real, sin ceder ni un segundo al atractivo de las ventajas y favores del rey de Israel; pero en cambio, toda la decisión de éste fracasa contra la autoridad, el peso y la influencia del viejo profeta, y así Satanás comienza a empañar su testimonio y alterar tanto como es posible, su poder y su valor. "Entonces volvió con él, y comió pan en su casa, y bebió agua." (1º. de Reyes 13:19).

 

Si comparamos la conducta de nuestro profeta con la de Samuel, en su primer libro, capítulo 15: 24-35, veremos que las dos narraciones se parecen en cuanto a sus principales circunstan­cias. Pero difieren en lo que toca al desenlace, y la causa de esta diferencia me parece digna de examen.

 

Dos reyes, rebeldes a Jehová, el cual los ha establecido sobre Su pueblo, están en presencia de dos profetas que tes­tifican contra ellos. Cada uno de estos reyes empieza por in­vitar al varón de Dios, los cuales rehúsan seguirles. Desde en­tonces la fidelidad de Samuel permanece, en cambio el varón de Dios de Judá tropieza al obedecer al viejo profeta, que le dice: "Yo también soy profeta como tú" (1º. de Reyes 13:18). Samuel no resistió solamente a la primera invitación de Saúl y a su primera pro­mesa de adorar a Jehová, sino que la violencia que el rey le hizo, rasgando su manto al intentar detenerle, fue, para el fiel mensajero, una ocasión de confirmar simbólicamente su testi­monio precedente. De todas formas habiéndole dicho Saúl de nuevo: Vuelve conmigo "para que adore a Jehová tu Dios" (1º. de Samuel 15:30), Samuel siguió al rey. Al dar así al rey rebelde el tiempo y la ocasión de arrepentirse sinceramente, para glorificar realmen­te a Jehová en su corazón, Samuel obraba según la mente de Dios a quien también conocía. Probablemente no se fiaba ente­ramente de la apariencia de las buenas disposiciones que ma­nifestaba Saúl, pero Samuel era prudente, paciente y fiel si­guiendo al rey, observando su culto, pero sin tomar parte al­guna. Lejos de entrar en alguna especie de comunión con el rey rebelde rechazado, lejos de honrarle 'en presencia de los an­cianos de su pueblo y en presencia de Israel', el embajador de Jehová hace nacer una nueva ocasión de humillar el orgullo del rey y de dar contra él un sangriento testimonio al partir en piezas, por sus propias manos y delante de Jehová, al rey Agag, que fue causa del juicio de Dios sobre Saúl y su casa.

 

"Y nunca después vio Samuel a Saúl en toda su vida" (1º de Samuel 15:35), solamente en su muerte subió de su sepultura, para declarar aún una vez que Jehová se había retirado de él y que era su enemigo (1º. de Samuel 28). Samuel obraba siguiendo a Dios sin tener para gobernarse, ninguna orden formal para aceptar o rehusar la invitación del rey. Su posición, en el fondo, era más difícil que la del varón de Dios de Judá, que se hallaba dirigido por órdenes precisas y positivas y situado, no en presencia de un hipócrita como Saúl, sino de un rebelde manifiestamente en­durecido. La parte realmente difícil de la misión del varón de Dios de Judá, estaba ya cumplida en el momento que sucumbió, mientras que Samuel terminó fielmente su tarea en medio de dificultades cada vez mayores. Y es que Samuel solo escu­chaba al Señor, en comunión con el cual vivía, en tanto que el otro prestaba oídos a los discursos del profeta viejo de Bet-el.

 

La finalidad de este inciso será alcanzado si mis lectores concluyen conjuntamente conmigo, que la influencia y la auto­ridad religiosas, en las manos de hombres que no andan en la luz, son el más pérfido y temido escollo sembrado en la ruta del cristiano que aspira a realizar el hermoso título de "varón de Dios".

 

También Jeremías fue un hombre sometido a debates y expuesto sin cesar al sufrimiento a causa de su fiel adminis­tración de la palabra profética. Este profeta, tan obediente como inteligente, no tomó mujer ni tuvo hijos ni hijas en su país; no entró en casa alguna para lamentar y llorar con ellos porque Jehová había retirado su paz de Judá: "Asimismo no entres en casa de banquete, para sentarte con ellos a comer o a beber." (Jeremías 16:8). Jeremías había aprendido a conten­tarse solo con Dios en medio de la ruina y la general miseria. Retenía firme esta promesa que se le había dirigido, cuando se lamentaba de estar solo y abandonado, maldecido y menospre­ciado de todos: "Ciertamente te libraré para bien; ciertamente haré que el enemigo te haga súplica en tiempo de calamidad y en tiempo de angustia." (Jeremías 15:11 – LBLA; compárese con Apocalipsis 3:9). Solo un Jeremías fue capaz de apreciar la obediencia de los Recabitas habitando como extranjeros y nazareos en Canaán, según los mandamientos de su padre en la carne. Supo oponer esta fidelidad al estado de rebelión de los Judíos, y su palabra fue confirmada tanto por las bendiciones acordadas a los Recabitas como por los castigos que sobrevinieron sobre el pueblo de Dios según lo que Jehová había hablado (Jeremías 35).

 

Bienaventurado aún hoy, aquel que escucha las últimas ad­vertencias que el Señor da a su Iglesia por medio de los dones que Él suscita y que ejercen el ministerio del Espíritu confor­me a la Palabra. Bienaventurados los testigos que, por una conducta opuesta a la imprudencia del varón de Dios de Judá, no se encontrarán en el caso de hacer, demasiado tarde, triste descubrimiento del peligro a que se exponen: "Y aconteció que estando ellos en la mesa, vino palabra de Jehová al profeta que le había hecho volver. Y clamó al varón de Dios que había venido de Judá, diciendo: Así dijo Jehová: Por cuanto has sido rebelde… no entrará tu cuerpo en el sepulcro de tus padres… Y yéndose, le topó un león en el camino, y le mató…" (1º. de Reyes 13: 20-24). Después, su cuerpo fue sepultado en los lugares de los que debía haber huido, y en donde también más tarde fue enterrado el viejo profeta que lo había arrastrado fuera del sendero del testimonio de Dios.

 

Es así que el que siembra para su carne, segará también de su carne corrupción, mientras que aquel que siembra para el Espíritu, segará del Espíritu la vida eterna. Por lo cual es tiempo de velar y que cada cual tome buena cuenta de cómo edifica sobre el fundamento, pues si su obra permanece, reci­birá la recompensa.

 

La boca del viejo profeta había seducido a su hermano y su boca pronunció también su condenación. Había herido su carrera y el curso de su ministerio; debió levantar su cadáver con sus propias manos, después enterrarlo llorando su común falta y posteriormente puesto a su lado cuando él murió, en el sepulcro que se había levantado en Israel. El fin de estos dos hermanos, que es un ejemplo del uso de la autoridad humana en las cosas de Dios, puede que estuviera presente en la mente del Señor Jesús cuando éste decía: "si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo." (Mateo 15:14 – LBLA).

 

"Con todo esto", dice 1º. de Reyes 13:33, "no se apartó Jeroboam de su mal camino…" (Compárese con 1º. de Reyes 13:34; 14:10; 15:29). El Señor se había glorificado en el castigo infligido a Su siervo, pero aunque este castigo y la boca misma del profeta viejo confirmaran también Su Palabra, la obra del varón de Dios de Judá fue como consumida; quedó sin fruto y debió llevar la pérdida, y aunque Jehová debió ser forzado a cas­tigar a Su siervo como prevaricador, Su gracia supo nada menos que honrarle y legitimar Su Palabra en la conservación y en la sepultura del cuerpo de Su mensajero (1º de Reyes 13: 27-32; 2º. de Reyes 23: 17-18).

 

A diferencia de los leones que Jehová envió cerca de tres­cientos años más tarde, contra los Samaritanos idólatras, el león de nuestro capítulo no había comido el cuerpo del varón de Dios, ni despedazado el asno que le llevaba. Los guardó tranquilamente hasta que todo pudo ser recogido: "Y él fue, y halló el cuerpo tendido en el camino, y el asno y el león que estaban junto al cuerpo" (1º. de Reyes 13:28). El más soberbio y el más humilde de los animales estaban allí, como dos testigos vivientes, de acuerdo, para señalar, por su sumisión a la Providencia de Dios, la locura del hombre, rey caído de esta creación, por un efecto del orgullo que lo ha sujetado a la muerte.

 

"Toda la Escritura es inspirada por Dios, … a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra."; y "las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza." (2ª. Timoteo 3: 16-17; Romanos 15:4). Cuánto alivio halla el lector fiel en la Biblia viendo, en medio de las tristes circunstancias que re­lata el libro primero de Reyes capítulo 13, al león rugiente, este magnífico ins­trumento de la venganza del Señor, forzado, a pesar de sus ins­tintos destructores, a guardar el cuerpo del siervo de Dios des­pués del juicio que Él ha realizado sobre la carne. Satanás puede, si Dios lo permite, franquear el muro que Él mismo ha formado alrededor de las circunstancias exteriores de los Suyos. El Señor puede llegar incluso a librar el cuerpo de uno de Sus siervos rebeldes, pero esto es solamente para la destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesucristo. Si es terrible ver un hombre de Dios caer en las manos del Dios vivo, por otra parte, esta misma disciplina ¿no es acaso la paga de los paternales cuidados de Su miseri­cordia? Dios glorifica así la santidad de Su gracia y la per­fección de Su santa y paternal justicia en Su casa. Tales son, me parece, las solemnes advertencias que deben inspirarnos y la calma de esta escena de nuestra historia y los honores que Jehová hizo rendir, más de tres siglos después, a los restos de nuestros dos profetas, por Su siervo, el rey Josías. (2º. de Reyes 23: 16-18).

 

Como testigos del Señor debemos evitar dos escollos principales: la ligereza y la pereza. Si el justo con dificultad se salva, porque el juicio comienza por la casa de Dios; si aún hay obreros imprudentes del Señor que si son salvados del juicio de Sodoma, lo son a través del fuego, si la vara de la disciplina paterna no nos alcanza jamás sin que todas las di­vinas e inefables simpatías de nuestro glorioso Salvador no sean conmovidas; si, en fin, tenemos, en relación con todo, la mente de Cristo, ¡cuánto debemos velar y orar para aprender, en la comunión de Jesús, a sobreponernos en nuestra ligereza carnal y la culpable indiferencia de nuestros pobres corazo­nes, en relación con todo lo que toca a la gloria de Dios, por medio de la Iglesia! Ahora bien, esta misma mente de Cristo, que habita en nuestros corazones por la fe, nos guardará de la pereza del negligente que dice: "¡Afuera hay un león! ¡En medio de la calle seré descuartizado!": me quedo en casa y no salgo. (Proverbios 22:13 – RVA).

 

Es de desear que cada miembro del cuerpo de Cristo esté revestido del Espíritu y carácter de un testigo verdaderamente de­seoso de obtener la corona que le es propuesta, y las serias en­señanzas de nuestro capítulo podrían animarnos si buscamos ante Dios una clara respuesta a las preguntas siguientes: La Iglesia, en tanto que un sólo cuerpo, vaso del Espíritu Santo que la une y la forma en unidad sobre la tierra, ¿responde a lo que Jesús desea de los Suyos que es, a saber, que su unión práctica conduzca al mundo a creer que Dios envió a Cristo? (Juan 17:21). ¿O bien ella está en relación con esto, y otras muchas cosas aún, en estado de decadencia completa y cerca­na, por tanto, al juicio, en tanto que es un cuerpo de testigos en medio de las tinieblas de este siglo? Su invisibilidad, su mundanalidad, sus divisiones, ¿no atestiguan claramente la infide­lidad de la Esposa de Cristo?

 

¿Escuchamos con docilidad, con humildad como conviene a miembros solidarios y responsables del triste estado de todo el cuerpo, la voz del testimonio de Jesús o del Espíritu de profecía, que nos anuncia en Su Palabra lo que la Iglesia es en la mente de Dios; lo que ella debía haber sido sobre la tierra bajo la responsabilidad de sus miembros; y en fin, lo que ha venido a ser, por la falta de todos sus miembros, sin duda, pero sobre todo por la falta de aquellos que se han puesto delante para conducirla?

 

¿Guardamos cuidadosamente la palabra de la paciencia de este Josías que viene infaliblemente y pronto; y del cual se dice que "no hubo otro rey antes de él… ni después de él nació otro igual."? (2º. de Reyes 23:25).

 

¿Somos del Judá aún fiel o del Bet-el con su altar, sus sa­cerdotes, sus fiestas, sus ofrendas, sus inciensos y todos los mandamientos y ordenanzas que el rey Jeroboam había ima­ginado para pervertir a Israel y hacerle cometer un gran pe­cado? (2º. de Reyes 17:21).

 

¿Somos nosotros de los hijos del viejo profeta que habién­dose quedado a medio camino de Jerusalén, vivía en Bet-el en intimidad con los enemigos de la casa de David, y terminó por seducir a aquel que debía ser un testigo de Dios? Y si estando en una posición tal pueden decirse impunemente duras verdades a Israel y aun a Jeroboam, estas verdades permanecen sin poder, por el hecho de salir de la boca de un hombre que come pan y bebe agua en su casa de Bet-el. Tal profeta, por venerable que parezca, solamente tiene fuerza contra la ver­dad, en cuanto se halla faz a faz de un venerable testigo del Señor.

 

¡Cuán precioso es el testimonio de una buena conciencia ante aquellos que nos vituperan, que nos maldicen y calum­nian nuestra buena conducta en Cristo cuando, con todo y recono­ciendo nuestras miserias y debilidades, podemos decirnos dis­cípulos del sólo Testigo, fiel y verdadero! Unámonos en la verdad y en el amor para mantener, con todas las fuerzas de la fe, las luces preciosas que nos han sido confiadas por la gracia y la fidelidad de Jesús. Es posible que alguna vez seamos llamados a andar solos, a pie, fatigados y desconoci­dos, menospreciados, puede que seamos llamados por más de un viejo profeta. Mas no volviendo atrás en el camino de ellos, evitaremos el fatal encuentro con el león, que está a la expectativa en la ruta del varón de Dios, después que haya vuelto de comer pan y beber del agua en Bet-el.

 

Quiera Dios, amados hermanos, que esto sea así para vos­otros y para mí, y para todos, a fin de que podamos entrar gozosos y triunfantes, en la santa ciudad.

 

No creo, en manera alguna, que haya existido simultánea­mente entre el pueblo de Dios, dos (o más) testimonios que fueran el uno y el otro el testimonio del Señor, según las necesidades de Su casa y de acuerdo con los cuidados de Su sumo Ponti­ficado para la travesía del desierto. Hablo aquí considerando nuestro capítulo desde el punto de vista de la gloria de Dios en medio de circunstancias internas de Su pueblo. No hablo del testimonio más o menos individual, rendido a la reden­ción y a la expiación o de la evangelización, sino de la posición y de la marcha colectiva de la Iglesia como cuerpo, mos­trando la luz de la Palabra en medio de las tinieblas y de este presente siglo malo.

 

Hay ya dos (o más) campos principales en importancia, y esto es de por si un mal, en que cada cual puede contar con di­versas banderas en las que puede alistarse bajo sus estandar­tes correspondientes, y esto es aún un mal peor. Pero sola­mente existe un testimonio en medio de la infidelidad del pueblo de Dios. Este testimonio no sería uno si no viniese de Dios. Se dirige a todos los campos (o denominaciones), según la luz de la Palabra y la inteligencia del Espíritu, con el objeto de señalar las nece­sidades e indicar los recursos que hay en Jesús, según la actividad del espíritu de sacerdocio o según las riquezas del amor y de la santidad de Cristo, Cabeza y Salvador de la Iglesia.

 

El testimonio de Dios es invitado a juzgar el mal, pero su ocupación más dulce y más preciosa es dirigir un llama­miento a los santos para que se separen de este mal, huyen­do de la mundanalidad, lo mismo que de todo lo que busca una gloria que provenga del hombre.

 

Es mostrando la verdad, la gloriosa y bienaventurada es­peranza, y la celestial vocación de la Iglesia, antes que estar ocupado del mal, que el testimonio advierte a los rescatados de no seguir los falsos profetas, así como de guardarse de cualquier culto arbitrario y de toda organización de inven­ción humana, por muy hermosa que pueda parecer.

Seremos ricamente recompensados, aunque indignos en nosotros mismos, si guardamos en la paz y en el nazareato, la palabra de la paciencia de Aquel que ha dicho al ángel de la Iglesia de Sardis: "Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; y guárdalo, y arrepiéntete. Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti." (Apocalipsis 3:3).

 

Es el mismo también que ha dicho a la tibia Laodicea: "Te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…" (Apocalipsis 3: 16, 17). Así pues, hermanos, aquél que oye, mire como oye. ¿Acaso no hemos visto ya usarse más de una calumnia y no la hemos visto caer también a medida que la luz ha hecho progresos por la gracia de Dios? Y si esas calumnias se reproducen aquí y allá, provienen siempre de la misma causa. Es porque eran un fruto involuntario (debemos creerlo) de la manera de oír, es decir, de la posición de los que leen y entienden mal.

 

Que cada rescatado, buscando la comunión del Señor en la vigilancia, en la oración y en el ayuno, muestre el precioso carácter de testigo de Jesús. Yo creo, al repetir este deseo, no ser otra cosa que el eco de la mayor parte de los cristia­nos vivientes de nuestra época, donde tantas y diversas nece­sidades se hacen sentir en la querida Iglesia del Señor.

 

"…lo que tenéis, retenedlo seguro, hasta que yo venga", dice el Señor (Apocalipsis 2:25 – VM). "Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona." (Apocalipsis 3:11 – LBLA.

 

J. B. R.

(Escrito en 1850)

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1963, Nos. 62, 63, 64 y 65.-

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