COMENTARIOS DE LOS LIBROS DE LA SANTA BIBLIA (Antiguo y Nuevo Testamento)

ACERCA DEL EVANGELIO DE JUAN, Capítulos 11 al 21 (J.N.Darby - Escritos Compilados)

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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

BJ = Biblia de Jerusalén

LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso

NTHA = Nuevo Testamento Versión Hispano-Americana (Publicado por: Sociedad Bíblica Británica y Extranjera y por la Sociedad Bíblica Americana, 1ª. Edición 1916)

RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano; conocida también como Santa Biblia "Vida Abundante")

RVR1865 = Versión Reina-Valera Revisión 1865 (Publicada por: Local Church Bible Publishers, P.O. Box 26024,  Lansing, MI 48909 USA)

RVR1909 = Versión Reina-Valera Revisión 1909 (con permiso de Trinitarian Bible Society, London, England)

RVR1977 = Versión Reina-Valera Revisión 1977 (Publicada por Editorial Clie)

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)

ACERCA DEL EVANGELIO DE JUAN

 

Capítulos 11 - 21

 

 

J.N.DARBY

 

Collected Writings (Escritos Compilados) Vol. 32, Miscellaneous

 

 

CAPÍTULO 11

 

         En el capítulo 10 finaliza la parte histórica, propiamente llamada así, del Evangelio de Juan. El Señor había dejado Judea en el capítulo 4; pero la historia de Su ministerio habitual en Galilea no está registrada para nosotros en este Evangelio; en los capítulos 5 al 7, el Señor, por el contrario, está con los Judíos en Jerusalén, presentándoles las cosas nuevas que están conectadas con Su Persona, Su muerte, y el hecho de Ser glorificado. Estas comunicaciones finalizan por el rechazo de Su Persona, de Su testimonio, y de Sus obras, todo lo cual cierra la cuestión acerca de la responsabilidad de ellos. Luego, en el capítulo 10, tenemos su obra real en Israel, y lo que seguiría, conforme a los consejos de Dios, y mediante Su poder en Su Persona. Los capítulos 11 y 12 contienen el testimonio que Dios da de Jesús, y eso en cada respecto, cuando el hombre le rechaza; luego tenemos la declaración del Señor, de que la muerte es necesaria, para que pueda tomar Su título de Hijo del Hombre; el capítulo 13 le contempla como volviendo a Dios nuevamente.

 

         El capítulo 11 presenta a Jesús como Hijo de Dios: resucitar y  dar vida a un hombre muerto es el testimonio de ello.

 

         Lázaro, miembro de una familia amada por Jesús, estaba enfermo. El propio Jesús, lejos de Jerusalén, se había retirado al otro lado del Jordán (Juan 10:40). Las hermanas de Lázaro, una de las cuales, cuando Él frecuentó la casa, había permanecido sentada a Sus pies para escucharle, en tanto la otra se preocupaba con los quehaceres de la casa, y se había quejado de que la habían dejado sola (Lucas 10: 38-42), enviaron a decir al Señor que su hermano estaba enfermo. Jesús respondió: "Esta enfermedad no es para muerte, sino la para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella." (v. 4 - RVR1977); después de esto, Él se quedó dos días más en el lugar donde estaba; luego dijo a Sus discípulos, "Vamos a Judea otra vez." (v. 7). Los discípulos plantean la objeción de que los Judíos, hacía poco, habían procurado matarle. La respuesta del Señor nos revela los principios que gobernaban Su conducta. Durante estos dos días Él no había recibido ninguna instrucción de Su Padre para ir a Betania, y, a pesar del afecto que Él tenía por esta familia, el cual le fue recordado por las dos hermanas, Él se queda allí donde estaba, sin agitarse. Luego, al serle revelada la voluntad del Padre, Él se marcha sin vacilación al lugar de peligro que había dejado anteriormente. La luz del día estaba en Su senda, la luz de la voluntad de Su Padre. Él siempre caminó allí.

 

Después de esto, Jesús dijo a Sus discípulos, "Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle del sueño." (v. 11 - VM). Jesús habló así, debido a que la muerte tomaba este carácter en Sus ojos, al estar en Él el poder de resurrección y de vida. Los apóstoles aplican Sus palabras literalmente al sueño natural, palabras que Él les explica. ¡Cuántas cosas pasaron en el corazón de Jesús que no salieron a la luz! Para Su andar, la voluntad de Su Padre era suficiente, y Él tenía el discernimiento de esa voluntad. Pero estaban ante Sus ojos:

- Su propia muerte,

- el dominio de la muerte sobre el hombre,

- el poder de vida en Él,

- la gloria de Dios manifestada en el ejercicio de este poder,

- el hecho de que Él era el Hijo de Dios en quien la resurrección y la vida habían venido,

- los caminos de Dios que le habían traído de regreso allí,

donde, en efecto, le esperaba la muerte,

- el afecto de la familia del que había muerto, el cual, siendo real como era, ni por un momento hizo descartar Su espera en la voluntad de Dios,

- Su aislamiento - pues Sus discípulos no le comprendían,

- todas las inmensas consecuencias de su jornada, hacia donde estaba

el dominio de la muerte sobre el hombre,

- la presencia de la Resurrección y la Vida,

- el sometimiento a la muerte de Aquel que era tanto lo uno como lo otro, y eso por el hombre,

         todas estas cosas pesaban en el Espíritu del Salvador, ¡Su espíritu solo en medio del mundo! Pero para Él, repito, la voluntad de Su Padre era suficiente para alumbrar Su senda; Él no necesitaba nada más que esto. Enseñanza de incalculable valor para nosotros, y para nuestros débiles corazones, pero que tiene el poder divino con ellos en esa senda. Uno no tropieza allí. El precioso Salvador nunca falló en ella, ya sea en vida o en muerte; Él llevó una vida escondida con Su Padre, una vida que se mostró en obediencia y amor perfecto por Él, pero cuya voluntad constituyó Su vida donde el odio y la muerte reinaban, cosas estas, no obstante, que sólo le condujeron al fin que Él estaba procurando, a saber, la perfecta obediencia a Su Padre, y la absoluta gloria de Su Padre. ¡Oh! ¡que nosotros podamos seguirle a Él; y, si es de lejos, por lo menos que pueda ser a Él a quien seguimos mientras andamos en Sus pisadas, en la vida interior que mira a Él, y en obediencia, y buscando lo que Él desea!

         "Vamos a él", dijo Jesús (v. 15). Él se va a encontrar con la muerte como un poder que ejerce su dominio sobre el hombre; y a sufrirla Él mismo, Él que era la Resurrección y la Vida, en vista de nuestra salvación y para la gloria de Dios. En Su andar de obediencia aquí abajo, el Padre siempre le oye, y Él ejerce así poder divino, incluso para resucitar a un muerto; pero Él anda en esta senda de obediencia para obedecer hasta el fin, encontrando que no podía ser oído hasta que la copa, de la cual Él tenía un santo temor, hubiera sido bebida; esa copa que Él iba a beber, al ser abandonado por Dios en Su alma, siendo luego oído, sin duda, y glorificado, pero después de haber experimentado hasta el fin lo que era no ser oído.

         Pero, cualesquiera que puedan haber sido los pensamientos del Salvador y la presión de la circunstancias sobre Su alma, ellos nunca le vencieron, ni impidieron el ejercicio del más perfecto amor. "Por causa de vosotros me alegro de no haber estado allí." (v. 15 - LBLA). Si Él era probado por parecer estar careciendo de afecto hacia estas pobres mujeres, no sólo estaba Él obedeciendo perfectamente la voluntad de Su Padre, lo que es confirmado aquí, sino que - en medio de profundos ejercicios de Su corazón, el poder de vida y todo el peso de la muerte concurriendo en Su mente - Él se regocijó ante el provecho que los discípulos estaban a punto de obtener de ello.

        

         (V. 16). Otro testimonio de la gracia de Dios es hallado aquí, en el hecho de que la devoción de Tomás, a quien, más tarde, le faltó fe, está registrada, de modo que nosotros no podemos dudar de su lealtad a Jesús. Pero sigamos esta importante historia de la resurrección de Lázaro.

 

         El hecho de la muerte de Lázaro fue claramente establecida, por la demora que la sabiduría de Dios había causado a la intervención del Señor; Lázaro había estado cuatro días en el sepulcro. Aquello que no es sino obediencia a la voluntad de Dios en el momento cuando de someterse a ella se trata, despliega después la sabiduría de Dios. Jesús había sanado muchas otras personas; pero aquí, cerca de Jerusalén, ante los ojos de los Judíos, el poder de vida, el poder divino en Jesús fue manifestado en el momento en que Él estaba por morir, y eso de una manera muy asombrosa. Era un poder desconocido para todos, aunque Él, quien lo ejerció, y quien era este poder, ya había devuelto la vida a los muertos. Jesús, entonces, habiendo llegado, encuentra que Lázaro había estado ya cuatro días en el sepulcro (v. 17). Al estar Betania cerca de Jerusalén, muchos Judíos habían ido allí, para testificar sus condolencias a las hermanas del hombre muerto, y para consolarlas; una multitud de testigos fue traída así sobre el terreno, para verificar la maravillosa obra del Señor, para extender el informe acerca de ella en la ciudad santa, y establecer su autenticidad sin contradicción posible, y conducir así a la crisis que pronto iba a tener un resultado solemne en la muerte del Salvador, conforme a los consejos y al determinado propósito de Dios.

 

         La noticia de la llegada de Jesús llegó a Betania, y Marta la oyó, y se levantó inmediatamente y fue a encontrar al Señor (vv. 19, 20). El corazón de Marta estaba gobernado por las circunstancias, y la llegada tardía del Señor la pone en acción de inmediato. ¿Qué diría Jesús? En Marta había confianza en Él, pero nada se sopesó. María fue más seria; ella estaba acostumbrada a sentarse a los pies de Jesús, para oír el testimonio divino que brotaba de Su boca; había, quizás, más perplejidad en su corazón en cuanto a porqué el Señor no había venido antes, pero con más reverencia para con Su Persona, ella fue más influenciada por el sentido de Su carácter divino; ella permanece tranquilamente en casa, esperando que Dios le ordenara que tenía que encontrarse con Jesús; su corazón lleno, listo para derramarse, todavía contaba con Jesús y confiaba en Él, un  corazón abatido, no lo dudo, pero sabiendo que en el Señor había un corazón más profundo, más pleno de amor que el suyo propio. Marta, habiendo ido a encontrar a Jesús, está preparada con una palabra; ella le reconoce verdaderamente como Señor, ella cree en Él verdaderamente, pero con una fe que poco conoce lo que Él es. "Señor, si hubieses estado aquí", ella dice, "mi hermano no habría muerto" (v. 21), pero con todo, ella sabía que como Mesías, lo que Jesús pidiera a Dios, Dios se lo daría. No se trata aquí de un asunto del Padre, o del Hijo que tenía vida en Sí mismo; sino que Marta sabía muy bien lo que Jesús había hecho como para suponer que Dios no le oiría. Todo este pasaje es interesante, pues nos muestra un alma que creía en Jesús, un alma que le amaba, pero una fe - y uno ve muchas almas así - donde todo era vago, una fe que reconocía en Jesús a un Mediador, a quien Dios oiría, pero que no sabía nada de Su Persona como venido a este mundo, ni del poder dador de vida que se hallaba en el Hijo de Dios, venido al medio de la escena donde la muerte reinaba. La respuesta del Señor plantea este asunto y da lugar al testimonio público de Dios acerca de este tema. "Tu hermano resucitará" (v. 23), dijo Jesús. Marta, una Farisea ortodoxa, responde, "Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero." (v. 24); ella podría haber dicho otro tanto de los mayores enemigos de Cristo. Estos ciertamente resucitarán, el poder de Dios lo llevará a cabo. La respuesta de Marta no dijo más de ello, no dijo ni una palabra de lo que el Salvador era. Jesús dice, "Yo soy la resurrección y la vida." (v. 25). Al igual que en todo el Evangelio, tenemos aquí lo que Jesús es como luz y vida, en Su Persona, como venido al mundo, en contraste con todas las promesas hechas a los Judíos, aunque ellas habían sido justamente apreciadas. Aquí, ellas eran escasamente apreciadas, por lo menos eran apreciadas de una manera muy vaga.

         El Señor habla aquí (vv. 25, 26) como estando ya presente para llevar a cabo el gran resultado de Su poder, aún oculto en Su Persona, pero del que iba a dar prueba en la resurrección de Lázaro. Cuando Él ejerza este poder, aquel que cree* en Él, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive, y cree en Él, no morirá jamás.

 

{* Literalmente, "el creyente", se trata de su carácter.}

 

         El poder está en Su Persona; la prueba presente de ello se halló en la resurrección de Lázaro; el cumplimiento de ello será cuando Él regresará para ejercer este poder en su plenitud. En el entretanto, la cosa se lleva a cabo conforme al lugar que Cristo ha tomado; Él levantó a Lázaro para que viviese en este mundo donde Él estaba. Ahora que Él está ausente, el alma que es vivificada por Su poder va a Él adonde Él está; cuando Él vuelva, resucitará en gloria a los creyentes muertos; los creyentes que estén vivos no morirán. Evidentemente hallamos en esto el poder de vida que está en la Persona del Salvador, en contraste con el vago pensamiento de Marta, tan común también entre los Cristianos, de que Dios resucitará a todos los hombres al final de los tiempos. Las Palabras del Señor son aplicables solamente a creyentes.

         Observen que, aquí, la resurrección precede a la vida, pues la muerte estaba delante de los ojos de Jesús, y pesaba sobre todos los corazones. Pero Jesús tenía también el poder de vida para resucitar de los muertos, cuando la muerte había ejercitado ya su poder, y esto es lo que se necesitaba para el hombre sobre quien reinaba la muerte.

         El Señor formula formalmente la pregunta a Marta: "¿Crees esto?" (v. 26). Verdaderamente esta era la gran pregunta crucial, pues la muerte reinaba sobre el hombre, y Cristo mismo está a punto de padecerla. ¿Había algo más poderoso en el mundo, de parte de Dios? Marta no se había sentado a los pies de Jesús; ella no sabe cómo responder, ni la propia María: no obstante, la precipitación de Marta, había servido para sacar a la luz la pregunta que ella no supo cómo responder, y el estado de ignorancia en que estaban todos los corazones. Pero la gloriosa Persona de Jesús, la Resurrección y la Vida, estaba allí. Marta, sintiendo que el Señor iba más allá de su inteligencia espiritual, hace una correcta confesión de fe, según el Salmo 2, pero totalmente general; y sintiendo que María  conocía mejor la mente del Señor, ella va a llamarla, diciendo, "El Maestro . . . te llama" (v. 28); lo cual, aunque no era formalmente verdadero, expresó lo que ella sentía moralmente, aquello que implicó la pregunta del Salvador; pues, la pregunta "¿Crees esto?" ella sintió que iba dirigida, no tanto a ella, sino a María.

         María se levanta inmediatamente, y va a Jesús. Su corazón estaba - las necesidades de su corazón estaban - ya allí; su respeto por el Señor, y la perplejidad de su alma, agitados por el poder de la muerte, la habían mantenido en casa hasta entonces: pero eso demostró que la muerte pesaba también sobre el alma de María; todo estaba sometido a ella. Jesús podía sanar; pero la muerte gobernaba sobre los vivos así como sobre los muertos. María, con un corazón sumiso, aunque ejercitado y perplejo, pues el Libertador en quien ella confiaba no había detenido el mal, se acerca a Jesús. Unida al Señor, quien poseía la confianza de su corazón, una confianza que las palabras de Marta habían revivido, pero teniendo aún el peso de la muerte sobre su alma, María cae postrada ante Él tan pronto como le ve, pues su devoción estaba conectada con una profunda reverencia para con la Persona de Jesús, una reverencia engendrada por Su palabra. Pero María, también, estaba bajo el peso de la muerte; en ese respecto ella no fue más allá que Marta, pero estando segura de la bondad de Jesús, como de hecho Marta también lo había estado, dice, "si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano." (v. 32). La muerte estaba entre su esperanza y Jesús, en vista de que Jesús no había estado entre Lázaro y la muerte. La muerte, para ella, había cerrado la puerta a toda esperanza; Lázaro ya no estaba en la tierra de los vivos, no había ya nadie para ser sanado.

         Los Judíos, viendo que María se había levantado y había salido, la siguieron, pensando que ella iba al sepulcro a llorar allí; de este modo, ellos no hacen sino añadir su voz al testimonio dado del poder de la muerte sobre el cuerpo y el alma, "¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?" (v. 37). Jesús lo siente; Él "fué profundamente conmovido en su espíritu, y se turbó"* (v. 33 - VM), pero el amor que le anima y el testimonio que Él había venido a dar de la verdad, le impulsan hacia el sepulcro donde yace el cuerpo de Lázaro. Él pregunta, "¿Dónde le pusisteis?" (v. 34). Ellos le conducen al sepulcro. Allí Jesús se consuela mediante lágrimas, las cuales dan testimonio de Su estado como hombre, y de su compasión por los hombres y como hombre, pero que son también la expresión de un corazón movido por amor divino.

 

{* La expresión utilizada aquí es una expresión muy fuerte.}             

 

         Sin embargo, la causa de esas lágrimas no fue la muerte de Lázaro, ni Su amor por las hermanas del hombre que había muerto, pues Jesús, en ese mismo momento, iba a resucitar a Lázaro. Al pensar en esto último, lo que Él iba a hacer habría hecho brotar el gozo en Su corazón. No, estas lágrimas del Salvador eran causadas por una profunda compasión por la raza humana aplastada bajo el peso de la muerte, de la que no podía levantarse por sí misma, y por estas almas atribuladas también. Los Judíos pensaron que las lágrimas de Jesús tenían su fuente en Su afecto por Lázaro: "Mirad cómo le amaba" (v. 36) dicen ellos. Esto fue muy natural, pero lo que Él iba a hacer nos impide abrigar un pensamiento similar. La observación, ya citada, de algunos de entre ellos (v. 37) sólo hace que Jesús se conmueva otra vez, al recordar el pensamiento del sometimiento de los hombres, no sólo a la muerte, sino al dominio de la muerte sobre sus espíritus.

         Esto es lo que causó que las lágrimas del Señor fluyeran. La pobre Marta no puede ocultar su incredulidad, es decir, la influencia que las circunstancias externas ejercían sobre su alma. ¡Lázaro ya había estado en el sepulcro por cuatro días! Ella dice que la corrupción tenía que haber comenzado ya. Dios permite que no hubiese la más ligera duda, y que la prueba de la realidad de la muerte de Lázaro fuese dada; pero la gloria de Dios no dependía de la facilidad de la obra, ella se mostraba a sí misma en su imposibilidad. Entonces quitaron la piedra que cerraba el sepulcro donde yacía el cuerpo muerto de Lázaro.

        

         Jesús aquí, como siempre en este Evangelio, atribuye la obra a la voluntad del Padre, y cumple la obra como oída por Él: siendo el hecho de que Él (el Padre) le oiga, la prueba de que el Padre le había enviado, y el testimonio de ello. Esta es la posición en que el propio Jesús se coloca; Él no deja el carácter de Siervo que había tomado; Él podía hacer, y lo hizo, todo lo que Su Padre hacía: pero lo hizo como enviado por Él a cumplirlo, como habiéndose hecho Él mismo un Siervo, siendo a la vez uno con el Padre. Él nunca se glorifica a Sí mismo, ni se aparta de su dependencia de Su Padre, en el curso de Su vida aquí abajo. Él habría fallado en Su perfección al hacer esto; Él no podía hacerlo. Asimismo, Su misión desde el cielo, de parte de Dios, era el punto principal para la multitud.

 

         Entonces, con la voz poderosa que resucita a los muertos, la voz del Hijo de Dios, Él clama, "!Lázaro, ven fuera!" (v. 43) y el que había estado muerto salió, atado con la venda en la que había sido sepultado, y con su rostro envuelto en un sudario. Jesús ordenó a los que estaban presente que le desataran y le dejaran ir (v. 44).

         El efecto de este milagro fue, que muchos de los Judíos creyeron en Él; pero otros, endurecidos por sus prejuicios, fueron a los Fariseos, y les dijeron lo que Jesús había hecho. Israel estaba puesto bajo la necesidad de creer o de mostrar un odio incurable contra Dios, y contra Su voluntad; pues, recordémoslo, casi bajo las murallas de Jerusalén, y conocido por todos, el Dios de luz y verdad se mostró a Sí mismo como la resurrección y la vida, y resucitó de entre los muertos a un hombre cuyo cuerpo iba a la corrupción. A la palabra poderosa de Aquel que, no obstante, reconocía haber sido enviado por el Padre, el hombre sepultado ya por cuatro días, sale vivo del sepulcro. El poder de Dios entró, incluso en cuanto al cuerpo, en el dominio de la muerte, de cuyo dominio ningún ser humano podía librarse, que ningún ser viviente podía evitar, que todos estaban condenados a sufrir por el poder de Satanás y por el juicio de Dios. Aquí estaba un Hombre, quien, insistiendo que Él había sido enviado por el Padre en gracia, llama a un muerto del sepulcro con autoridad, y realmente le da vida y le resucita. El Hijo de Dios estaba allí, derribando el poder de Satanás, destruyendo el dominio de la muerte, y librando al hombre del estado al que había estado sometido por el pecado: Él era allí el Hijo de Dios, la Resurrección y la Vida, presentado al hombre, declarado Hijo de Dios con poder. ¿Le recibiría el hombre?

 

         Habiendo llegado a oídos de los Fariseos la noticia de este suceso maravilloso de la resurrección de Lázaro, ellos se reunieron para deliberar en cuanto a qué se debía hacer. Adversarios confesos de Cristo, sin importar lo que pudiera suceder, pensando solamente en su importancia nacional, sus conciencias y sus corazones permaneciendo igualmente insensibles, ellos temieron que la manifestación de semejante poder despertara el celo de los Romanos; siendo, sin embargo, mayor el odio de ellos contra la luz divina, y teniendo esto más efecto en ellos que el temor a los Romanos, pues cuando surgía la ocasión no les costaba mucho excitar disturbios y rebeliones. Caifás - pues los consejos de Dios están a punto de cumplirse - declara que es mejor que un hombre muera por la nación, y no que toda la nación perezca. "Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca." (v. 50). Dios puso estas palabras en su boca; el evangelista añade que Jesús iba a morir, no sólo por la nación, sino que Él iba a juntar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (v. 52). La enemistad contra la luz venida y manifestada en gracia, y contra el poder divino, que no procuró ahora resguardarse, sino que cumplió la voluntad de Dios - enemistad absoluta contra el Hijo de Dios, en quien estas cosas se realizaban, y quien se manifestaba mediante estas cosas - fue verdaderamente decidida, y sin escrúpulo. Desde aquel día, por lo tanto, ellos planearon que podrían matarle (v. 53). Fue una voluntad diabólica dar muerte a Aquel en quien estaba la vida, y en quien Dios mismo había visitado en gracia a este pobre mundo - una voluntad sin ningún escrúpulo en absoluto, pues ellos querían matar también a Lázaro (Juan 12:10), un testigo demasiado irrefragable del poder que le había resucitado. Nada es más pavoroso, pero se trata del hombre puesto al desnudo.

         Jesús, por consiguiente, ya no anduvo más en público entre los Judíos; Él se fue de allí hasta que llegase Su hora. Ellos se preguntaban unos a otros si Él vendría a la fiesta, pues estaba cerca la pascua de los Judíos; "Y los principales sacerdotes y los Fariseos habían dado orden de que si alguno supiese dónde estaba Jesús, diera aviso, para que le prendiesen.2 (v. 57 - NTHA).

 

         ¡Qué testimonio tenemos aquí de la entrada del poder de vida en este mundo de muerte, de su entrada en gracia, y una entrada victoriosa sobre la muerte, no obstante lo real que esto es! Recordemos que la resurrección viene primero, pues en realidad todos nosotros estamos muertos. Sin embargo, se necesitaba otra cosa, la muerte de Aquel que poseía esta vida; pues nosotros somos pecadores, y "el ánimo carnal es enemistad contra Dios" (Romanos 8:7 - VM): se necesitaba redención así como se necesitaba vida donde reinaba la muerte, y donde reinaba por medio del pecado. (Comparen con 1 Juan 4: 9, 10). Pero nosotros poseemos el testimonio del poder divino que vino al dominio de la muerte - de qué manera Dios se glorifica a Sí mismo - y al Hijo de Dios revelado como Uno en quien está la vida para nosotros; vemos, asimismo, quién es Él, quien iba a entregarse por nosotros en la cruz.

 

CAPÍTULO 12

 

         Pero la hora solemne de la muerte del Señor se estaba acercando, y seis días antes de la Pascua de la que Él iba a ser el cordero verdadero, Jesús regresa a Betania (v. 1), y ¡qué maravillosa escena se despliega allí! Sentado a la misma mesa, estaban, Lázaro resucitado, regresado del hades, y Aquel que le había traído de regreso, el Hijo de Dios. Marta, según su práctica habitual, estaba ocupada con el servicio; María, completando el cuadro moral, estaba ocupada con Jesús. María había gustado la palabra del Señor: esa palabra, llena de amor y de luz, había penetrado en su corazón. Jesús le había devuelto su hermano amado. Ella vio cómo aumentaba el odio de los Judíos contra Aquel que ella amaba, y que había introducido en su corazón el sentimiento de amor divino; y en proporción al aumento del odio, su afecto por el Salvador aumentaba también, y le dio valor a este afecto para mostrarse. Fue el instinto del afecto el que sintió que la muerte estaba echando su sombra sobre Aquel que era la vida, y Jesús lo sintió también; - el único caso en que Jesús halló compasión en la tierra. El Señor da al acto de María, fruto instintivo del afecto y de la devoción, una palabra que vino de Su inteligencia divina: lo que ella hizo, lo había hecho para Su sepultura. Él sabía que se iba; María había gastado todo para Él; para su corazón, Jesús era digno de ello. Como he dicho, su afecto se acrecentaba en la medida en que el odio de los Judíos aumentaba. La sombra de Su rechazo que estaba próximo ya la había alcanzado. De hecho, todo estaba centrado, todo asumía su forma, en Él y alrededor de Él; en Él, tenemos el poder de vida, y la consagración hasta la muerte; en María, tenemos el afecto que hizo que Jesús fuera todo para su corazón; en Judas, tenemos el espíritu de mentira y de traición; en los Judíos, tenemos odio contra aquello que era divino, incluso deseando dar muerte al propio Lázaro - ¡malignidad y dureza inconcebibles que no tolerarían la luz! En la ocasión de la observación de Judas, el Señor expresa la conciencia que Él tenía de Su cercana partida de este mundo, pero con asombrosas paciencia y ternura.

 

         Esta breve historia contenida en los primeros versículos de este capítulo, tiene un carácter especial, introducida, como lo está, en medio del testimonio que Dios hizo que fuera dado de la gloria personal de Su Hijo, en el momento de Su rechazo. Pero, en este mismo momento, y en medio de un odio creciente de los jefes de la nación, este pequeño rebaño se reúne, un testimonio del poder divino del cual uno de entre ellos había sido objeto, un poder que llevó a muchos de los Judíos a creer en Jesús (v.11). Jesús debe marcharse, Él debe morir; pero antes de morir, hay hombres que son testigos del poder dador de vida del Hijo de Dios, y ven en este poder la gloria de Dios, testigos de lo que Él ya era, de lo que Él era en Su Persona. Los versículos que siguen muestran lo que Él iba a ser en Su posición - aquello que le pertenecía, pero que no se apropió para Sí mismo, y que, en un modo, Él no podía apropiárselo así antes de que Él muriese.

 

         Los primeros dos títulos de los que se da testimonio aquí, pertenecían al Señor mientras Él estaba vivo, pero el primero se conectaba con Su Persona, era inherente a Él; Él era Hijo de Dios, Él era la Resurrección y la Vida, de modo que la pequeña asamblea que le rodeaba, estaba reunida alrededor de Él sobre un principio con el que se conectaba la vida eterna, y sobre el cual la posición Cristiana (no revelada aún ni conocida, es verdad, ya sea como un principio o como un hecho) se fundamentó por anticipado - sobre Cristo, Hijo de Dios, Resurrección y Vida, yendo al Padre, por el camino de sombra de muerte, y Su rechazo aquí abajo. En resumen, los tres caracteres de Cristo se hallan nuevamente aquí, de los cuales los dos primeros se hallan en el Salmo segundo, y son reconocidos por Natanael al principio de nuestro Evangelio, y el tercero de los cuales, contenido en el Salmo 8, es reproducido en la respuesta del Salvador a Natanael; sólo que hay esta diferencia con el Salmo 2, que el primero de estos nombres es presentado aquí no sólo como por derecho de nacimiento en este mundo, sino como el ejercicio del poder divino que resucita y da vida. En cuanto a los otros dos, nosotros estamos a punto de continuar con la manifestación de ellos tal como es presentada en nuestro capítulo.

 

         Antes de ir más allá, deseo atraer la atención una vez más al hecho solemne de juntar el poder de la muerte sobre el corazón del hombre, sobre el primer Adán, y el poder de la vida divina en el Hijo de Dios, presente en un hombre en el corazón mismo del dominio de la muerte, destruyendo este dominio, y Aquel que lo poseía en Su Persona, entregándose Él mismo a la muerte, para librar de ella a aquellos que estaban sometidos a ella. El hecho de que Jesús tenía esto en mente es evidente: (Vean cap. 10: 31, 40; cap. 11: 16, 53, 54; cap. 12:7). Él lo tenía en Su espíritu cuando regresó a Jerusalén, y cuando habló con Marta y María; Él debe sufrir la muerte por nosotros.

 

         El siguiente día (v. 12, etc.) el pueblo, habiendo oído que Jesús venía a Jerusalén, impresionado por este gran milagro de la resurrección de Lázaro, sale a encontrarle con ramas de palmera, y le saludan como el Rey de Israel que viene en el nombre de Jehová, según el Salmo 118. Es el segundo carácter en que Dios haría que Jesús fuera reconocido, no obstante Su rechazo. La resurrección de Lázaro le había mostrado a Él como Hijo de Dios; Él es reconocido ahora como Hijo de David. Aquí el evento está en conexión directa con la resurrección de Lázaro, y el título de Hijo de Dios; en Lucas, e incluso en Mateo y Marcos, la circunstancia está conectada más bien con el título de Señor, y hallamos allí los detalles de la manera en que Jesús encontró el pollino de asna. También en estos tres Evangelios, aunque esta diferencia es menos impresionante en Mateo, los discípulos son presentados, mientras que aquí se trata más del pueblo, movido por el alboroto que la resurrección de Lázaro había provocado. Se trata de la profecía de Zacarías, pero dejando fuera aquello que, en el profeta, se refiere a la liberación de Israel (ver Zacarías 9: 9-17). Juan y Mateo lo mencionan, pues fue sólo después que Jesús fue glorificado que los discípulos pudieron conectar la profecía con lo que ellos mismos habían hecho para honrarle, y hacer que Él entrara a Jerusalén en triunfo, no obstante, habiendo dado Jesús la orden acerca del pollino de asna.

         Tales son, además del poder divino que da vida, los dos títulos que pertenecían a Jesús, como el Cristo manifestado en la tierra, los títulos del Salmo 2.

 

         Después de esto los Griegos, de entre los que habían subido a adorar durante la fiesta, llegan y desean ver a Jesús (v. 20, 21, etc.). Ellos se acercan a Felipe, quien se lo dice a Andrés, y luego Andrés y Felipe se lo dicen a Jesús. Aunque han venido a adorar a Jerusalén, ellos estaban ajenos a los pactos de la promesa; se necesitaba un orden de cosas enteramente nuevo para introducirlos en ello. Ellos no tenían ningún derecho a las promesas; Jesús tiene que morir para poner el fundamento para este nuevo orden de cosas. Jesús está aquí, no el Mesías prometido, sino el segundo Hombre, cabeza de todas las cosas que Dios había creado, que Él mismo había creado: pero Él tiene que recibirlos mediante la redención, y especialmente a sus coherederos. "Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto." (v. 24). Él debe redimir a los coherederos para tenerlos con Él. Si Él fuera Rey de Israel e Hijo de Dios conforme al salmo 2, Él era, como Hijo del Hombre, Señor de toda la creación; sólo que Él debe morir para que Sus coherederos tengan parte en la herencia que Él había adquirido. "Ha llegado la hora", Él dijo, "para que el Hijo del Hombre sea glorificado." (v. 23).

        

         Es bueno recordar los testimonios que el Antiguo y el Nuevo Testamento proporcionan sobre el significado de este título de Hijo del Hombre. Los Salmos y Daniel hablan de él. Nosotros lo encontramos en el Salmo 80:17, donde el punto es la bendición de los Judíos, cuando ellos se volverán a Jehová; en el Salmo 8, después de haber sido rechazado en el Salmo 2 como Hijo de Dios y Rey de Israel, el Hijo del Hombre aparece como Señor de todas las cosas; aún es aquí - cuando el nombre de Jehová, el Dios de los Judíos, es "grande . . . en toda la tierra." (Salmo 8:9), pero Su gloria es exaltada también sobre los cielos - que el Hombre, siendo al mismo tiempo el Hijo del Hombre, es puesto sobre todas las obras de Dios. Este Salmo 8 (Salmo 8:2) es citado por el Señor para justificar las aclamaciones de los muchachos cuando Él entró en Jerusalén (Mateo 21:16); y por el apóstol Pablo (Efesios 1: 21, 22; 1 Corintios 15:27), en vista de la posición de Cristo como Cabeza sobre todas las cosas; y en Hebreos 2, para mostrar Su gloria en esta posición sobre los ángeles (habiendo presentado el capítulo 1 de esta epístola esta posición como consecuencia de Su divinidad), pero cuando esta supremacía humana aún no había tenido lugar, aunque Él fue coronado de gloria y de honra. Estos tres pasajes revelan claramente la posición de Jesús como Hijo del Hombre; otro pasaje más (Daniel 7: 13, 14) completa el cuadro del lugar del Hijo del Hombre en el gobierno de Dios. En este pasaje el Hijo del Hombre es traído hasta el Anciano de Días para asumir el gobierno, no sólo de los Judíos, sino de todos los reinos, ejerciendo desde lo alto, desde el cielo, el dominio universal del cual Él sostiene las riendas, reemplazando mediante ello todos los poderes que han sostenido un predominio más o menos universal después que el trono de Dios había dejado Jerusalén en el cautiverio Babilónico.

 

         Ahora bien, para tomar esta posición de dominio no solamente sobre Israel y sobre las naciones, sino sobre todas las obras de Dios, sobre todo lo que Él mismo había creado, Jesús debe morir, no para tener derecho a todas las cosas, sino para poseer sobre el terreno de la redención, todas las cosas reconciliadas con Dios, y luego tener coherederos, según los consejos de Dios, siendo Él el Primogénito entre muchos hermanos. Esta muerte es el primer pensamiento que viene a la mente del Señor cuando la llegada de los Griegos expone Su dignidad como Hijo del Hombre. La muerte y la maldición eran la herencia del hombre; Jesús debe experimentarlas para levantar al hombre del estado en que se hallaba, y para colocarle en el señorío que había sido destinado para él según los consejos de Dios. Él era el segundo Hombre, el postrer Adán; pero habiendo entrado el pecado en el mundo, Él debe redimir a los coherederos, purificarlos, para que pudieran tener un lugar con Él; Él debe quitar todo derecho del enemigo, de tal modo de privarle luego de su poder sobre la herencia que él había adquirido por el pecado del hombre, e incluso por el juicio de Dios, y para reconciliar todas las cosas con Dios habiendo hecho la paz mediante la sangre de la cruz. En esta senda de muerte, pues ello era verdaderamente la muerte de cruz, si alguno le sirve, él debe seguirle a Él. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará (v. 25). ¡Palabra solemne! Pero ya hemos visto que Su rechazo debe, conforme al Salmo 2, estar asociado con Su carácter de Mesías e Hijo del Hombre: Él ya no sería más de este mundo. Su posición como Hijo del Hombre, Cabeza sobre todas las cosas, sólo viene después en el Salmo 8.

 

         Desde el décimo capítulo, nos hallamos históricamente a la sombra de Su muerte, la que hizo así una brecha absoluta entre Él y el mundo, y que fue también la muerte en todo su terror como el juicio de Dios. Él ha soportado el juicio en nuestro lugar; pero allí fue el juicio de un mundo que no le vería más. La amistad del mundo sería, de aquí en adelante, enemistad contra Dios; en realidad siempre lo ha sido, pero ahora el hecho era manifestado públicamente; el Salvador es el Señor rechazado. Es Él a quien el hombre ha crucificado, a quien Dios le ha resucitado y le colocado a Su diestra. Él había revelado plenamente al Padre, y ellos habían visto y habían aborrecido a Él y al Padre, como Él dice (Juan 15:24), y apelando al juicio de Dios, "Padre justo, el mundo no te ha conocido." (Juan 17:25). Para ser un Salvador, Él tenía que ser levantado de la tierra; el Hijo del Hombre tenía que sufrir y morir; un Cristo vivo era para los Judíos. La sombra de la muerte sólo se hizo más densa hasta el Getsemaní, donde sus sombras más profundas envolvieron el alma de Jesús, y donde Él tomó en Su mano la copa que contenía aquello que había arrojado su sombra sobre Su alma a lo largo de todo el camino, pero que ahora la penetraba con su oscuridad más profunda. Solamente una cosa le quedaba a Él mientras iba a la cruz, e incluso en los sufrimientos de obediencia perfecta - la comunión con Su Padre; en la cruz, la obediencia se cumplió, y la comunión se perdió, para que Su obediencia y Su perfección resplandecieran más. Era la hora del hombre y el poder de las tinieblas que sólo le condujeron a seguir adelante hacia el juicio de Dios, más terrible que los instrumentos subordinados que oscurecían la senda de obediencia y de sufrimientos, en el cual Él glorificó perfectamente a Dios, allí donde Él ha sido hecho pecado por nosotros, y ha borrado nuestros pecados para siempre.

 

         El Señor habla en una manera abstracta, como de una regla o de un principio, del terreno que Él mismo iba a disponer para todos; sólo que Él se estaba entregando para que otros pudiesen tener vida eterna; y Él se podía haber librado, o haber obtenido doce legiones de ángeles; pero entonces, ¿cómo se podrían haber cumplido las Escrituras? La cosa no podía ser; Él no había venido para librarse a Sí mismo. Él habría permanecido en el cielo, y nos habría dejado expuestos al justo juicio de Dios; pero eso tampoco podía ser: Su amor no le permitió hacer esto. Él también tenía muy en mente el cumplimiento de los consejos de Dios; y la gloria de Dios Su Padre, que se iban a ser evidentes así, en una manera notable y perfecta. El rechazo del Salvador por parte del mundo ha sido el rechazo del mundo por parte de Dios. Se había hecho el último esfuerzo para hallar o despertar el bien en el corazón del hombre, y ellos habían "visto y", habían "aborrecido a mí y a mi Padre." (Juan 15:24). Dios podía salvar de este mundo, en gracia; pero el mundo estaba perdido, estaba en un estado de enemistad contra Dios. Por lo tanto, quien se une al mundo, quien busca su vida en él, o quien la guarda como una vida a la que él se aferra, en contraste con el Cristo rechazado, la pierde. Nosotros no siempre somos llamados a sacrificar nuestras vidas exteriormente, aunque esto podría suceder, y como ha sucedido a menudo; pero esto es siempre aplicable moralmente: el que ama su vida, que se aferra a ella como si ella perteneciera a este mundo, la pierde. Es una vida de vanidad, apartada de Dios como el mundo mismo al que ella se apega, una vida que finaliza sólo en muerte; pues Jesús no habla aquí de juicio.

         El Señor añade, "Si alguno me sirve, sígame" (v. 26). Será en principio, a través de la muerte, que debemos seguirle - muerte al pecado y al mundo; pero la consecuencia de una senda tal es sencilla; donde el Salvador está, allí estarán Sus servidores. Los tales le siguen a Él a través de la muerte a la gloria celestial donde Él ha entrado, y "Si alguno me sirve, mi Padre lo honrará." (v. 26 - RV1995).

 

         Pero el corazón del Señor, si Él exhortaba a otros a tomar el camino estrecho en el que uno tenía que negarse a uno mismo, y al mundo que era enemistad contra Dios, mientras que se pierde una vida identificada con el mundo que rechazó la luz cuando ella había venido a él en gracia - Su corazón, yo digo, comprendió que la muerte armada con su aguijón estaba ante Él, pues Él iba a enfrentar la muerte - el juicio de Dios contra el pecado, y el poder de Satanás - pero una muerte en la que encontramos tanto más la perfección de Jesús. Él dice, "Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (v. 27 - BJ); «era para esto que yo vine al mundo.» Luego el Salvador regresa al verdadero motivo de todo, un motivo siempre presente en Su corazón: "¡Padre, glorifica tu nombre!" (v. 28 - VM). Sin que importara el costo, esto era lo que Él deseó siempre. No hubo ninguna demora en la respuesta del Padre. "Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré." (v. 28 - VM). No tengo ninguna duda de que esta expresión "otra vez lo glorificaré" se iba a cumplir en la resurrección. El Padre había glorificado Su nombre en la resurrección de Lázaro, una resurrección en este mundo; Él lo iba a hacer nuevamente en Cristo mismo, en una mejor resurrección, una respuesta verdadera a la muerte, donde el poder soberano de Dios en gracia, y hacia Cristo en justicia, ha sido manifestado; un nuevo estado en que el hombre no había estado jamás, pero que era, según los consejos de Dios, la expresión de lo que Él es en Sí mismo, y la bendición perfecta para el hombre. "Cristo (dice el apóstol) resucitó de los muertos por la gloria del Padre." (Romanos 6:4).

 

         La multitud no supo qué pensar de esta voz que había oído; ellos decían que era un estampido de trueno; otros, que un ángel le había hablado. Jesús responde: "No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros" (v. 30); la voz del Padre estaba en Su corazón; para el pueblo, fue necesario tener lo que era perceptible; la gracia dio esto a ellos. Pero el Señor explica esta solemne señal, por medio de lo que estaba en Su corazón, y que Él sabía que estaba ocurriendo en ese momento: "Ahora es el juicio de este mundo." (v. 31). Entonces, efectivamente, ocurrió el juicio del mundo, el cual es condenado absoluta y finalmente el rechazar al Señor; pero en esto se cumple también la obra que ha quebrantado para siempre el poder de Satanás, príncipe de este mundo; y, por otra parte, un Salvador ha sido manifestado, punto de atracción para todos los hombres, en vez y en lugar de un Mesías de los Judíos, pues Él dijo estas cosas para dar a entender de qué clase de muerte iba a morir (v. 33). La multitud (v. 34) le contrapone aquello que estaba escrito del Mesías, y pregunta: "¿Cómo, pues, dices tú que es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado [de la tierra]? ¿Quién es este Hijo del Hombre?" El Señor responde advirtiéndoles que se estaba acercando el momento cuando la luz, Él mismo, se apagaría para ellos, y cuando ellos la perderían para siempre: ellos caminarían en tinieblas, sin saber adónde iban; para ellos, la sabiduría era creer en la luz antes de que se fuera, para que pudieran ser hijos de la luz (v. 36 - VM); entonces Él se fue.

 

         Observen también aquí, una expresión muy importante. El Señor dice, "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo." (v. 32). Él ya no es más, en absoluto, de este mundo, ni tampoco está en el cielo. Se trata de un Salvador rechazado, sufriendo, muriendo, que ha dejado el mundo para siempre, un Salvador ignominiosamente rechazado, expulsado, echado fuera por el mundo; es Él quien, no estando más en la tierra, ni en el cielo tampoco, lo repito, expuesto a la mirada de los hombre, levantado de la tierra y no aún en el cielo, sino solo, entre lo uno y lo otro con Dios, como el altar que no estaba ni en el campamento ni en el tabernáculo - es Él quien es el refugio que atrae a los que huirían del mundo que le ha rechazado para entrar en el cielo, al cual Él abre así el camino para nosotros.

 

         Lo que resta del capítulo es un resumen de la posición. En la primera parte (vv. 37 al 43), es el evangelista quien registra la obstinada incredulidad del pueblo, y los tristes motivos que gobernaban sus mentes, preocupados de la aprobación de los hombres, más bien que de mirar a Dios. En la segunda parte (vv. 44 al 50), el propio Jesús muestra dos cosas; antes que nada, que al rechazarle a Él de este modo, los que lo hacían, rechazaban la luz misma, venida al mundo, y que los que creían en Dios no permanecerían en tinieblas; luego, que al rechazarle a Él, ellos rechazaban al Padre, porque lo que Él decía eran las palabras del Padre. De esta manera, Él no juzgaba a quien oía Su palabra pero no la guardaba, pues Él no había venido a juzgar al mundo sino a salvarlo; Sus palabras los juzgarían en el día postrero. Ahora bien, lo que Él decía era el mandamiento del Padre, y este mandamiento (Él lo conocía, Él tenía fe en él, la conciencia segura en Él mismo) era vida eterna. Todo lo que Él dijo entonces, Él lo 'habló', como el Padre se lo había dicho.

 

         Este resumen del rechazo de Aquel de quien los profetas habían hablado, de la luz, y de las palabras del Padre, cierra la historia, propiamente llamada así, de la vida del Salvador. Lo que sigue a continuación se refiere a Su partida, al don del Espíritu Santo, así como al ministerio de aquellos que Él dejó aquí abajo como testigos en Su lugar. Pero antes de entrar en esta nueva porción de nuestro Evangelio, yo les recordaría que el versículo 41, citando Isaías 6, y aplicándolo a Cristo, demuestra que Jesús era el Jehová del Antiguo Testamento. Yo señalaría también, de qué manera el temor del hombre y la búsqueda de su aprobación, obscurece el testimonio de Dios en el corazón, y asfixia la conciencia. Si el ojo es sencillo, todo el cuerpo estará lleno de luz (Lucas 11:34 - VM).

 

CAPÍTULO 13

 

         En el capítulo 13 comienzan las enseñanzas que tienen relación con un Salvador celestial. Aunque Él estaba en la tierra, Él era la Luz venida del cielo, la vida eterna que era del cielo; pero, rechazado en la tierra, Él toma ahora Su lugar en el cielo - no se trata de Dios manifestado en humillación humana aquí abajo, sino del Hombre glorificado en la gloria de Dios en lo alto; y Él exhibe y desvela lo que Él es para nosotros en esta posición, antes de entrar en ella.

 

         Entonces, desde este capítulo trece, el Salvador se presenta a Sí mismo como habiendo terminado Su testimonio en la tierra, y yendo al Padre. Esto le conduce a hablar de Su posición y de Su servicio en lo alto en el cielo, de la posición de los discípulos, y del otro Consolador, que Él - y en Padre en Su nombre - enviarían desde lo alto. Él estaba sentado cenando con Sus discípulos, amigo y compañero de ellos en la mesa aquí abajo, uno de ellos, cualquiera que pudiera ser Su gloria, y siervo de ellos en gracia. Pero Él tiene que dejarlos e ir al Padre; momento solemne para ellos: ¿qué sería de ellos, y cuál sería su relación con Él? Los pensamientos de ellos apenas iban más allá de esto con respecto a Él; ellos pensaban que habían hallado al Mesías que iba a establecer el reino de Dios en Israel, aunque el Espíritu Santo los había unido a Su Persona por medio de un poder divino. Ellos sabían que Él era el Hijo del Dios viviente, Aquel que tenía palabras de vida eterna. Pero Él los iba a dejar: Él había estado entre ellos como uno que sirve; ¿debe llegar a su fin Su servicio de amor? El Padre le había dado todas las cosas en las manos (v. 3), Él lo sabía; Él había salido de Dios e iba a Dios; ¿podía continuar el vínculo de Su servicio de amor con los Suyos? Si podía, era necesario que ellos fueran aptos para estar en la presencia de Dios mismo, y para la asociación con Aquel a quien se le encomendaron todas las cosas.

 

         Ahora bien, Jesús había amado a los Suyos que estaban en el mundo: ello es la fuente preciosa de toda Su relación con nosotros, y Él no cambia. Él había amado a los Suyos, Él los amó hasta el fin; Su corazón no los abandonó, pero Él sabía que tenía que dejarlos. ¿Dejaría Él de ser siervo de ellos en amor? No, Él lo sería para siempre. Todo estaba listo para Su partida, incluso el corazón de Judas. Pero, ni la inicua traición de Judas abajo, ni la gloria a la que Él iba a entrar arriba, separó Su corazón de Sus discípulos. Él deja de ser compañero de ellos; Él sigue siendo Siervo de ellos; es lo que nosotros leemos en Éxodo 21: 2-6.

 

         Jesús se levanta de la cena y se quita Sus vestiduras (VM); Él toma una toalla y se la ciñe: luego, echando agua en una vasija, Él comienza a lavar los pies de los discípulos, y a secarlos con la toalla con que estaba ceñido. Él es siempre un Siervo, y hace el servicio de un esclavo. Maravillosa verdad y gracia infinita, que el Hijo del Altísimo, humillándose incluso por nosotros, se complace, en Su amor, en hacernos aptos para gozar de la presencia y la gloria de Dios. Él tomo el lugar de un Siervo para llevar a cabo esta obra de amor, y Su amor nunca lo abandona. (Vean esto en la gloria, Lucas 12:37). Él es un Siervo para siempre, pues el amor se deleita en servir.

 

         Pedro, quien, al dar curso a sus propios sentimientos, aunque en forma muy natural, brinda tan a menudo ocasión a las palabras del Señor que nos revelan los pensamientos de Dios, objeta fuertemente que el Señor lave sus pies. La respuesta de Jesús revela el significado espiritual de lo que Él estaba haciendo, un significado que Pedro no podía comprender entonces, pero que entendería después, pues el Espíritu Santo les haría entender todas estas cosas. Uno debe ser lavado por el Señor para tener parte con Él: esta es la clave de todo lo que estaba llevando a cabo. Jesús ya no podría tener parte con Sus discípulos aquí abajo, y los discípulos no podrían tener parte con Él, y delante de Dios mismo, a quien Él iba, a menos que Él los lavara. Tiene que haber una limpieza tal que pueda ser apta para la presencia y la casa de Dios. Entonces, con su espíritu vehemente, Pedro desea que el Señor lave sus manos y su cabeza, y Jesús le explica la importancia de lo que Él estaba haciendo.

         Debemos recordar que aquí es una cuestión de agua, no de sangre, no obstante lo necesaria que la sangre del Salvador es. Se trata de una cuestión de pureza, no de expiación. Observen, después, que la Escritura utiliza dos palabras aquí que no deben ser confundidas; una significa lavar todo el cuerpo, bañar; la otra significa lavar las manos, los pies, o cualquier cosa pequeña. El agua en sí misma, empleada aquí o en cualquier parte como una figura, significa purificación por la Palabra, aplicada conforme al poder de Dios. Uno es nacido "de agua"; - luego todo el cuerpo está lavado: hay una purificación de los pensamientos y de las acciones por medio de un objeto que forma y gobierna el corazón. Estos son los pensamientos divinos en Cristo, la vida y el carácter del nuevo hombre, la recepción de Cristo mediante la Palabra. Cristo tenía palabras de vida eterna: esto se expresaba y comunicaba en Sus palabras, donde la gracia actuaba, pues ellas eran espíritu y vida. Los discípulos habían recibido estas palabras, excepto aquel que le traicionaría; pero aunque ellos estaban así lavados, convertidos, purificados en realidad, por las palabras del Señor, con todo, ellos iban a caminar en un mundo contaminado, donde ellos podían, de hecho, ensuciar sus pies. Ahora bien, esta contaminación (o suciedad) no es apta para la casa de Dios, y el amor del Señor hace lo que es necesario para que el remedio sea aplicado pronto, si es que ellos contraían suciedad (o contaminación) que los excluía. Dispuesto a hacer todo para que ellos pudieran ser bendecidos, Jesús lava sus pies. Esta acción era el servicio de un esclavo en esos países, donde tal acción era la primera y constante expresión de hospitalidad, y del cuidado atento que ella demandaba. (Ver Génesis 18:4; Lucas 7:44).

         Con este lavamiento de los pies está conectada la verdad de que la conversión no se repite. Una vez que la Palabra ha sido aplicada por el poder del Espíritu Santo, esta obra es hecha, y nunca puede deshacerse, de igual manera que el rociamiento de sangre no puede ser repetido o renovado. Pero si yo peco, yo ensucio mis pies; mi comunión con Dios se interrumpe. Entonces el Salvador se ocupa de mí, en Su amor.

 

         Será bueno notar aquí la diferencia que hay entre el Sacerdote y el Abogado. En la práctica la diferencia es importante. Ambos oficios tienen que ver con intercesión; pero el Abogado es para pecados que han sido cometidos; el Sacerdote está allí para que no pequemos, y para que la bondad pueda ser ejercitada con respecto a nuestra debilidad; yo hablo del Sacerdocio en el cielo. En la cruz Jesús fue Sacerdote y Víctima (el macho cabrío a Azazel, o macho cabrío expiatorio - Levítico 16); pero allí el sacerdote representaba a todo el pueblo, confesando sus pecados sobre la cabeza del macho cabrío. Esto era, de hecho, el trabajo del sacerdote, pero no propiamente un acto sacerdotal; y, como recién he dicho, el sacerdote actuaba allí como el representante de todo el pueblo, siendo considerados estos últimos como culpables. Esta obra se cumple "mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre" (Hebreos 10:10): "con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que son santificados." (Hebreos 10:14 - VM), así que no tenemos ya más conciencia de pecado (Hebreos 10:2). Pero Cristo intercede por nosotros, para que podamos obtener misericordia, y para que podamos hallar gracia en tiempo de necesidad; para que, en nuestra debilidad, podamos ser objetos del cuidado de la bondad de Dios, y para que no pequemos. El Abogado intercede, cuando hemos pecado, para restablecer la comunión interrumpida, pues se trata de una cuestión de comunión en 1 Juan 2: 1, 2. El efecto de esta gracia en Cristo es, que el Espíritu aplica la Palabra (el agua en figura), nos humilla al convencernos de pecado, y nos trae cerca de Dios. La vaca alazana (Números 19) es una situación muy instructiva de esta renovación de comunión. Noten aquí, que el Abogado hace Su obra para que podamos ser limpiados, no cuando hemos sido limpiados: asimismo, nosotros no vamos a Él para que Él lo haga; es Él quien toma la iniciativa en gracia, así como Él lo hizo por Pedro, para que Su discípulo no fracasara, cuando Él fuese obligado a dejarle solo por un momento, para que experimentara su debilidad.

         El lavamiento de los pies es, por lo tanto, un servicio con el que Cristo está ocupado ahora por nosotros. Cuando por nuestra negligencia (pues nunca hay necesidad que lo hagamos) hemos ensuciado (o, contaminado) nuestros pies, y nos hemos hecho ineptos para entrar espiritualmente a la presencia de Dios, Cristo nos purifica por medio de la Palabra, de modo que la comunión pueda ser restablecida entre nuestras almas y Dios. Se trata, esencialmente, de nuestro andar aquí abajo. Cuando el sacerdote entre los Judíos era consagrado, su cuerpo era lavado, luego él lavaba sus pies y manos en el tiempo del cumplimiento de cada servicio. Aquí son solamente los pies los que tenían que ser lavados; ya no es un servicio de labor lo que está en consideración, sino nuestro andar aquí abajo.

         El Señor presenta lo que Él había estado haciendo recién como un ejemplo de humildad; pero la inteligencia espiritual de lo que Él había hecho vendría solamente cuando el Espíritu Santo hubiera sido dado. Con todo, nosotros llamados, en este sentido también, a lavarnos los pies unos a otros, a aplicar la Palabra en gracia a la conciencia de un hermano que la necesite, y en la humildad, de la cual Cristo ha dado el ejemplo. Pero la enseñanza se refiere a lo que Cristo está haciendo por nosotros en lo alto, permaneciendo siempre como nuestro Siervo en gracia.

 

         El Señor, al hablar aquí a Sus discípulos, hace una excepción con Judas, pues Él sabía que Judas le traicionaría, y Él advierte a los discípulos de ello, para que ello no fuese una piedra de tropiezo. Con todo, al recibir a uno enviado por el Señor, como enviado por Él, ellos le recibían a Él; y al recibirle a Él, ellos recibían al Padre que le había enviado. Pero aunque el Señor sabía quién le traicionaría, el sentimiento de que era uno de Sus propios compañeros le entristeció; Él incluso abre Su corazón delante de ellos: "uno de vosotros me va a entregar." (v. 21). Seguros, por lo menos, de la verdad de Sus palabras, de la certeza de ellas, ellos se miran unos a otros con la sinceridad de la inocencia. Ahora bien, Juan estaba cerca del Señor; Pedro, siempre vehemente, desea saber quién es, y hace una seña a Juan para que le pregunte a Jesús, pues él no estaba lo suficientemente cerca de Él para hacer la pregunta. Pedro amaba al Señor, una fe sincera lo ligaba a Él, pero él carecía de esa concentración de espíritu que le habría mantenido cerca del Señor, así como María, la hermana de Marta, fue mantenida allí. Juan no se había colocado cerca de Jesús para recibir esta comunicación; él la recibió debido a que, conforme al hábito de su corazón, se mantenía cerca de Él, gloriándose en el título, "el discípulo a quien Jesús amaba." (Juan 21:20 - NTHA). De esta manera, Juan estaba allí donde podía recibir la comunicación del Señor. Este es nuestro secreto, también, para tener las comunicaciones íntimas del Señor. Bendito lugar, donde el corazón disfruta los afectos del Salvador, y donde Él nos comunica lo que Su corazón contiene para aquellos que Él ama.

         Pero la cercanía a Jesús, sin fe en Él, si el corazón supera la influencia de Su presencia, endurece en una manera terrible; el pan mojado que demostraba que uno estaba comiendo del mismo plato, el pan mojado que Judas recibió, mojado por Su mano, no es sino la señal de la entrada de Satanás en su corazón. Satanás entra en este corazón para endurecerlo, incluso contra cualquier sentimiento amable de la naturaleza, contra cualquier recuerdo de lo que podía actuar en la conciencia. Hay muchas personas inconversas que no traicionarían a un compañero íntimo cubriéndole con besos; muchas personas impías que habrían recordado los milagros que habían visto - quizás hechos a ellas mismas. La avaricia había estado allí, nunca había sido reprimida; entonces Satanás sugiere a Judas el medio de satisfacerla. Para mí, no tengo ninguna duda que Iscariote pensó que el Señor escaparía de manos de los hombres, como Él lo había hecho, cuando aún no había llegado Su hora: su remordimiento, cuando supo que Jesús había sido condenado, me hace pensar esto - un remordimiento que sólo encontró otros corazones tan duros como el suyo, e indiferentes a su miseria; un cuadro espantoso del corazón humano bajo la influencia de Satanás. Luego, casi en la fase final de esta influencia, Satanás endurece a Judas contra todo sentimiento de humanidad, y del hombre hacia el hombre conocido suyo, y termina todo abandonándole, entregándole a la desesperación en la presencia de Dios.

 

         Moralmente, todo había terminado cuando Judas había tomado el pan que había sido mojado: y Jesús le encarga que haga pronto lo que él estaba haciendo. Los discípulos no supieron por qué el Señor dijo esto; ellos pensaron en la fiesta, o en el uso que se le podía dar a lo que estaba en la bolsa; pero en el corazón del Señor es comprendida toda la importancia de este momento solemne. En cuanto Judas salió, Él lo declara: " Ahora es glorificado el Hijo del Hombre." (v. 31), Ya no es más afecto, herido por la traición de uno de los Suyos, el que se expresa en la angustia de Su corazón; Su alma se eleva, cuando el hecho está allí, a la altura de los pensamientos de Dios en este solemne suceso, que se yergue solo en la historia de la eternidad, y del cual depende toda bendición, desde el principio, hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Se eleva incluso sobre las bendiciones, a la naturaleza de Dios, y a las relaciones de Dios y de Cristo, fundamentadas en Su obra gloriosa. Este pasaje es, de esta manera, de gran importancia; la cruz hace la gloria del Hijo del Hombre. Él aparecerá en gloria, el Padre sujetará todas las cosas a Él; pero no es esta gloria la que está aquí en consideración; es la gloria moral y personal del Salvador. Él, que es hombre, quien (aunque de manera milagrosa, de modo que Él fuese sin pecado) era, por parte de Su madre, de la naturaleza de Adán, había estado sufriendo, siendo este el medio de establecer y de traer a la luz todo lo que se encuentra en Dios, Su gloria. Dios es justo, santo, y aborrece el pecado; Dios es amor: es imposible reconciliar estos caracteres de alguna otra forma, fuera de la cruz. Allí, donde el justo juicio de Dios está en ejercicio contra el pecado, el amor infinito es manifestado hacia el pecador. Sin la cruz es imposible reconciliar estas dos cosas, es imposible manifestar a Dios tal como Él es: en ella, la santidad, la justicia, el amor, son manifestados como un todo; entonces la obediencia y el amor hacia el Padre fueron cumplidos en el hombre, en circunstancias que los pusieron a prueba en una manera absoluta. Nada faltó en esta prueba, sea de parte del hombre, de Satanás, o de Dios mismo. Es en Cristo, hecho pecado, que la obediencia ha sido perfecta; es en Él, desamparado por Dios, que Su amor por Dios estuvo en su punto culminante. El desamparo del hombre y su odio, el poder de Satanás, han sido realizados plenamente, así que cuando Él apeló a Dios, Él no encontró respuesta, pero que en la soledad de Sus sufrimientos, Él tuvo la ocasión de mostrar perfección en el hombre, y de sacar a la luz la gloria de Dios en todo lo que Dios es, el fundamento en justicia, de la bendición de los cielos nuevos y la tierra nueva, en los cuales mora la justicia - una justicia que ya ha colocado al Hijo del Hombre, en la gloria, justicia divina que no puede sino reconocer el valor de esta obra, colocando ya a Su diestra, al Hombre que la ha consumado, hasta que todo será manifestado en los siglos venideros.

         Así ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él; y Dios, habiendo sido glorificado en Él, le ha glorificado a Él en Sí mismo, y no ha esperado la exhibición de toda Su gloria en el futuro, sino que le ha glorificado en seguida a Su diestra (vv. 31, 32).

         Allí se encuentra la demostración de la justicia de Dios; es decir, en la exaltación del Señor Jesús como hombre a la diestra de Dios, habiéndole retirado Dios del mundo, de manera que el mundo no le viera ya más, del mismo modo que fue cerrado el camino al árbol de la vida cuando el hombre abandonó a Dios por el pecado. Pero el segundo Hombre, el postrer Adán, habiendo pasado a través de la muerte, habiendo sido hecho pecado, habiendo muerto del poder del diablo y del juicio de Dios, toma Su lugar en el cielo, en la gloria divina en justicia cuando el primer Adán había salido del huerto de Edén en pecado.

 

         Por el momento, nadie le podía seguir. ¿Quién podía pasar a través de la muerte, del poder de Satanás, y del juicio de Dios, ser  hecho pecado delante de Dios, y entrar más allá de todo ello en la gloria? Fue así para ellos, así como para los Judíos. Para los Judíos, se trataba de una cosa exterior, pero considerada en conexión con la gloria de Dios y el poder del mal; pero una cosa tan imposible para los discípulos así como para ellos. El Señor muestra a Sus discípulos que la fortaleza de ellos estaría en el amor que tendría cada uno de ellos al otro, amándose los unos a los otros así como Él los amó: este fue el mandamiento nuevo que Él les dio (v. 34). Él era amor; Él los había amado; Su amor había sido como un eje central resistente, que sostenía todas las varas que se encontraban alrededor de él. Él había sido el vínculo de la unión de ellos; ahora, este mismo amor en sus corazones tenía que unirlos juntos, como varas que se sostuvieran unas a otras, cuando el soporte central fuese quitado. En realidad, este sería el poder del Espíritu Santo quien llenaría sus corazones con este amor divino de Cristo mismo, y, de este modo, haría que todos ellos fueron uno. El amor de ellos, de los unos por los otros, sería la prueba característica de que ellos eran discípulos de Jesús, pues Él los había amado, y Él era mostrado por el amor en ellos.

 

         Pedro, siempre vehemente, pregunta a Jesús adónde se iba (v. 36). El Señor le responde que él no le podía seguir ahora, pero que lo haría después, anunciándole su martirio. Pedro insiste: "dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte" (Lucas 22:33), "¡mi vida pondré yo por ti!" (Juan 13:37 - VM); pero Jesús dijo: "no cantará el gallo sin que antes me hayas negado tres veces." (v. 38 - LBLA).

 

CAPÍTULO 14

 

         En el capítulo 14 el Señor presenta a Sus discípulos las consolaciones que eran aptas para hacerles aceptar la revelación que Él les había hecho de Su cercana partida.

 

         La primera cosa que Él les declara, en Su gracia, es, que si Él se iba, no era para abandonarles, sino para prepararles un lugar en otra parte, es decir, en la casa de Su Padre. Allí, no sólo había lugar para Él (¿quizás el aludía al templo?) sino moradas para ellos también; y luego Él mismo vendría por ellos, de modo de tenerles con Él donde Él mismo estaba. Él no podía morar con ellos aquí abajo, pero ellos habrían de estar con Él; y Él no enviaría a buscarles, sino que Él mismo vendría para tomarlos a Sí mismo (o, para tomarlos consigo; v. 3 - LBLA). Amor precioso y tierno que asociaba a los Suyos con Él, conforme al lugar que ellos tenían en Su corazón, y conforme a los consejos eternos del amor de Dios. En lugar del reino de un Mesías terrenal, ellos tendrían la gloria eterna y divina del Hijo del Hombre en el cielo, de ser semejantes a Él, y estar con Él. Habiendo entrado allí el Hombre, hecho consiguiente a la redención, el lugar estaba preparado para ellos. No se trataba de un asunto de prepararlos a ellos para el lugar (ese es el tema del capítulo 13), sino de preparar el lugar para ellos. La presencia del Precursor de ellos, donde Él iba, lo cumplió. La sangre hizo la paz según la justicia divina, el agua los preparó para gozarla. La entrada de Cristo no dejó nada por hacer para que ellos pudieran entrar; sólo los coherederos deben ser recogidos, y hasta entonces, el Señor permanece sentado en el trono de Su Padre.

         Por consiguiente, el regreso del Salvador es la primera consolación dada a ellos, y ella los introduciría donde Jesús estaba, en la casa del Padre, siendo ellos mismos hechos semejantes a Él en gloria, en lugar de que Él permaneciera con ellos aquí abajo - lo cual, además, no era posible, puesto que todo estaba contaminado, e inadecuado para la permanencia del Señor con los Suyos. Jesús vendrá otra vez, y nos tomará a Sí mismo (o, nos tomará consigo), para que donde Él está, nosotros también estemos (vv. 1-3).

 

         Pero había más. El Señor dice, "Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino." (v. 4). Tomás objeta que ellos no sabían adónde Él iba, por consiguiente, ¿cómo podían conocer ellos el camino? En Su respuesta, Jesús les muestra que lo que ellos habían poseído durante Su estadía en la tierra, proporcionaría una bendición inmensa cuando Él los hubiera dejado. Él iba al Padre, y el Padre había sido revelado en Su Persona aquí abajo. Así, habiendo visto al Padre en Él, ellos habían visto a Aquel a quien Él iba, y conocían el camino, pues al venir a Él, ellos habían encontrado al Padre. Él era el camino, y, al mismo tiempo, la Verdad de la cosa, y la Vida en la cual se disfrutaba de ella. Nadie venía al Padre sino por Él; si los discípulos le hubieran conocido, ellos habrían conocido al Padre, y Él dijo que desde ahora, "le conocéis, y le habéis visto." Felipe dice, "¡Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta!" (v. 8 - VM); pues los discípulos, aunque amaban a Jesús, tenían siempre en ellos mismos una reserva de incertidumbre. El Señor reprocha a Felipe su falta de percepción espiritual, después de haber estado Él tanto tiempo con ellos; pues ellos no le habían conocido realmente en Su carácter verdadero de Hijo, venido del Padre, y revelando al Padre. Las palabras que Él hablaba no las hablaba como viniendo de Él mismo como hombre; y el Padre, quien moraba en Él, era el que hacía las obras; lo que Él decía, lo que Él hacía, revelaba al Padre. Ellos debían confiar en Su palabra, y si no, a causa de Sus obras; y no sólo esto, sino que glorificado en lo alto, Él sería la fuente de obras mayores que las que Él mismo hizo en Su humillación, pues Él iba a ascender a Su Padre. Todo los que ellos pidieran en Su nombre, Él lo haría, para que el Padre pudiera ser glorificado en el Hijo. Él era el Hijo del Padre; Su nombre sería útil para todo lo que ellos pudieran desear en su servicio; y el Padre, a quién Él sometía todo, sería glorificado en el Hijo, quien haría todo lo que ellos pidieran en Su nombre. Su poder no tenía límite: "Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, la haré." (v. 13 - NTHA). De hecho, los apóstoles dieron prueba de un poder mayor que el Señor cuando Él estuvo aquí abajo. La sombra de Pedro sanaba a los enfermos; un solo discurso suyo fue el medio de convertir a tres mil hombres, y los pañuelos del cuerpo de Pablo llevados a los enfermos, hacía que las enfermedades los dejaran, y los malos espíritus eran expulsados. ("Y Dios hacía milagros extraordinarios por mano de Pablo, de tal manera que incluso llevaban pañuelos o delantales de su cuerpo a los enfermos, y las enfermedades los dejaban y los malos espíritus se iban de ellos." Hechos 19: 11, 12 - VM).

         Es bueno comentar aquí, que los discípulos nunca hicieron algún milagro para salvarse ellos mismos del sufrimiento, o para sanar a sus amigos cuando ellos estaban enfermos. Pablo dejó a Trófimo enfermo en Mileto (2 Timoteo 4:20); solamente fue la misericordia de Dios la que sanó a Epafrodito (Filipenses 2: 25-27). Los milagros realizados por los apóstoles eran la confirmación del testimonio, de los cuales Cristo glorificado con el Padre era el objeto y la fuente.

 

         Luego (v. 15), la obediencia sería la prueba del amor cuando el Señor se hubiese marchado. Esto introduce la segunda revelación principal de este capítulo; es decir, el efecto para ellos de la presencia del Espíritu Santo, el otro Consolador.

         Los versículos 4 al 11 habían presentado la revelación de lo que Jesús había sido para los discípulos durante Su estadía en la tierra; pero el Espíritu Santo les enseñaría aún más, y procuraría ventajas para ellos que no pudieron tener durante la estadía de Jesús aquí abajo; mientras que, al mismo tiempo, lo que ellos habían poseído por este medio, permanecería siempre verdadero, y sería comprendido realmente de otra manera.

         Pero hay una diferencia entre estos dos Consoladores. Para empezar, no había ninguna encarnación en conexión con el segundo; el poder espiritual de Dios estaba en Él, y el poder de la verdad, pero no es un objeto para el alma. Él fue caracterizado como la fuente de verdad y revelación, allí donde Él actuaba; pero Él no fue presentado al mundo como un objeto a ser recibido por este. El mundo no podía recibirle. El mundo no recibiría el Señor, pero Él había sido presentado al mundo para ser recibido, y Él había manifestado al Padre; Él pudo decir de aquellos entre quienes Él vino, "pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre." (Juan 15:24). En cuanto al Espíritu Santo, el mundo no le podía recibir; no le veía, ni le conocía; Él presentaba la verdad, y actuaba mediante esta. Pero Él sería dado a creyentes; ellos le conocerían, pues Él moraría con ellos, y no los dejaría, como Él [Jesús] lo estaba haciendo, y Él estaría en ellos.

         Aquí encontramos también al otro Consolador, en contraste con el Señor. Jesús se estaba marchando en ese momento, después Él estaría con ellos; pero el otro Consolador estaría en ellos.

 

         La presencia del Consolador es el gran hecho presente del Cristianismo: su base es la revelación del Padre en el Hijo, luego, la consumación de la obra de redención por el Hijo; pero el hecho de que el hombre en Su Persona ha entrado en la gloria divina, ha dado ocasión para el descenso del Espíritu Santo aquí abajo, dado a creyentes para morar con ellos y en ellos, para que puedan comprender la plenitud de esta redención, la relación de ellos con el Padre, el hecho de que ellos están en Cristo, y Cristo en ellos, y la gloria celestial adonde ellos serán semejantes a Él; y para que Él los pueda conducir a través del desierto, con inteligencia espiritual, y teniendo su ciudadanía en los cielos, hasta que ellos lleguen allí. El Espíritu también nos da la comprensión de la presencia de Jesús con nosotros aquí abajo. Jesús no nos deja huérfanos; Él viene a nosotros, y se manifiesta a nosotros. Fortalecidos en nuestros corazones por medio de la fe, el gozo de Su presencia se hace sentir en nuestras almas durante nuestra peregrinación aquí abajo.

 

         Pronto el mundo no le vería más (v. 19). Sus relaciones con el mundo habían terminado, salvo como Señor de todos, pero los del mundo no estaban con los Suyos; ellos le verían, no aún con sus ojos naturales, sino por fe, y revelado por el Espíritu - una visión mucho más clara y más excelente de la que les habían dado sus ojos naturales. Era una visión que llegó a identificarse con la posesión de la vida eterna. Sus ojos le habían visto corporalmente aquí, pero ellos tendrían a la vista a Jesús glorificado, y a quien había consumado la obra de redención, y eso, por el poder del Espíritu Santo, ese otro Consolador. La visión de la vida de fe se identificaba con una unión real con Él, de modo que si Él vivía, ellos también vivirían (v. 19). Más que el hecho de que ellos morirían, era necesario que Él mismo, tal como Él está en la gloria, muriese, y ellos tendrían mediante la presencia del Espíritu Santo, la conciencia de estar así en Él. "En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros." (v. 20). Los discípulos debían haber visto al Padre en Él, y debían haber reconocido que Él estaba en el Padre durante Su estancia en la tierra, no obstante lo poco inteligente que ellos pudieran haber sido. Ahora bien, en aquel día, cuando el Espíritu Santo hubiera venido, ellos conocerían a Jesús como estando en el Padre (se omite la expresión 'el Padre en Él', debido a que ya no se trataba de Su manifestación en Él aquí abajo). Así Jesús estaría en el Padre en Su propia deidad; pero más, los discípulos conocerían que ellos mismos estaban en Él, en Jesús, y Él en ellos.

 

         Después de eso, el Señor establece, como en todo esta parte del Evangelio, la responsabilidad del hombre, siendo aquí la del Cristiano, "El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama" (v. 21). Esto presupone que prestamos atención a lo que el Señor dice: uno escucha la voz de la sabiduría divina, al igual que un niño que busca agradar a sus padres, o una esposa a su marido, acatando las palabras de los padres o del marido, incluso sin que estas palabras tengan la forma de un mandamiento, y sabiendo lo que ellos desean. Así presta atención el Cristiano a las palabras de Jesús; él está familiarizado con lo que el Señor quiere, y desea hacer Su voluntad. Esta es la prueba del afecto verdadero. Ahora bien, aquel que está unido así de corazón a Cristo, y le obedece, será amado por el Padre, y Cristo vendrá, y se manifestará a él. La manifestación de la cual Él habla aquí es una manifestación de Él mismo, y que proviene de Él, al alma que Él hace que comprenda Su presencia y que la hace sensible a ella. Esto es lo que Judas (no el Iscariote) no entiende; él no percibe cómo Jesús podía manifestarse a los Suyos, sin manifestarse al mundo (v. 22). ¡Es lamentable! pero es exactamente lo que demasiados Cristianos no entienden. Judas (no el Iscariote), también, estaba pensando solamente en alguna manifestación exterior, de la cual el mundo podría necesariamente tomar conocimiento; pero el Señor estaba hablando de una manifestación como la que hemos mostrado recién, añadiendo aún algo más permanente; es decir, que si alguno amaba a Jesús, él guardaría, no sólo Sus mandamientos, sino Sus palabras, de modo que el Padre lo amaría, y que el Padre y el Hijo vendrían y harían morada en él (otras versiones traducen, "con él") (v. 23).

 

         Aquí vemos por todas partes la responsabilidad. No se trata de la gracia soberana que ama primero al pobre pecador: aquí el Padre ama el alma que muestra su afecto por el Salvador guardando Su palabra. Se trata de gobierno paternal, de la satisfacción del corazón del Padre debido a que el Hijo recibe honra y es obedecido. "Si alguno me ama, guardará mi palabra", y entonces - preciosas palabras - "mi Padre le amará, y nosotros iremos a él, y haremos morada con él." (v. 23 - VM). El Padre y el Hijo vienen a morar en la persona amada; y esto no sucede meramente por medio del Espíritu Santo, como toda actividad divina; sino que por medio del Espíritu Santo nosotros disfrutamos la presencia del Padre, y del Hijo, al morar ellos con nosotros; y el Espíritu no nos deja, de modo que disfrutamos constantemente en nuestros corazones la presencia del Padre y del Hijo. El tipo de comunión, de la comprensión de la presencia del Padre y de Hijo, es de suma importancia, y da un reposo y un gozo inefables. Nosotros moraremos en la casa del Padre, y encontraremos allí al Hijo en gloria; pero, hasta entonces, el Padre y el Hijo vienen, y se revelan en nosotros, y hacen su morada en nosotros. Todo es hecho por el Espíritu, pero es la presencia del Padre y del Hijo lo que hace que se sienta la presencia de ellos en este carácter de Padre y de Hijo; y el Hijo es Jesús, quien nos amó, y se dio a Sí mismo por nosotros. El Hijo había revelado al Padre, para aquel que tuviera ojos para ver; y ahora el Espíritu Santo nos hace disfrutar la presencia del Padre y del Hijo, pero "en nosotros", si guardamos las palabras del Salvador.

 

         Podemos comentar que la Escritura emplea aquí dos palabras diferentes: "mandamientos" y "palabra." Ambas tienen su importancia, en que la primera habla de autoridad y obediencia, y la segunda, habla de atención a lo que el Señor dice, teniendo cada una, de esta manera, un valor especial. El Señor mismo se manifiesta al alma que tiene los mandamientos y los guarda, y ello es el fruto de la obediencia; pero la bienaventuranza de que el Padre y el Hijo moren en el corazón, es el fruto de la palabra de Jesús, ejerciendo su justa influencia en el corazón. Ahora bien, el que no le ama, aquel cuyo corazón no es gobernado por este afecto personal, no guarda las palabras de Jesús; y la palabra que ellos oían no era la palabra de su Maestro, como de un hombre, de un maestro que hablaba por su propia cuenta, sino la palabra del Padre que había enviado a Jesús. Toda la obra de gracia es realmente la obra del Padre, pero el Hijo obra también, teniendo el Espíritu Su lugar en ello en operación inmediata en el alma. De esta manera, los milagros de Jesús eran realmente Sus propias obras, pero fue por el Espíritu de Dios que Él echo fuera demonios; el Padre también, quien moraba en Él, hacía las obras. El Espíritu enseñaría aquí a los discípulos y les recordaría lo que Jesús les había dicho; pero lo que Jesús les había dicho procedía del Padre; Él hablaba las palabras de Dios, pues el Espíritu  fue dado sin medida (Juan 3:34 - LBLA). Hallamos aquí, nuevamente, al Padre, al Hijo, y al Espíritu.

 

         Hemos visto que el Padre y el Hijo hacen su morada en aquellos que guardan la palabra de Cristo; pero también es por el Espíritu Santo que nos damos cuenta de esta morada, no para que nosotros no debamos sentir la presencia del Padre y del Hijo, sino para hacérnosla sentir. Se trata de una cosa duradera, no que nuestros pensamientos están siempre allí, eso no puede ser, sino que la conciencia y la influencia de la presencia de ellos están siempre allí. Por ejemplo: yo pienso acerca de ocuparme algunas veces en algo que mi padre, según la carne, desea; pero si él está allí, al pensar en la cosa, la conciencia y la influencia de su presencia siempre se harán sentir.

 

         A las cosas que Él recién les había dicho, y que finalizan esta parte de Su discurso, el Señor añade la preciosa revelación de que el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría en Su nombre (v. 26), enseñaría a los discípulos todas las cosas, y les recordaría lo que Él les había dicho. Nosotros gozamos cada día el efecto de esta preciosa promesa.

 

         Hay aquí otros puntos de gran valor que es importante mencionar.

 

         El Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo no están separados en esta obra de bendición. El Espíritu Santo viene a comunicar todo, pero es el Padre, en Su amor, quien le envía: pero Él le envía en el nombre del Hijo, para Su gloria, y como Mediador en gracia, en virtud de la redención que Él ha consumado. El Espíritu Santo haría comprender a los discípulos, conforme a los pensamientos del Padre, todo lo que había sucedido, todo lo que manifestó los caminos de Dios en gracia durante la estadía del Hijo aquí abajo. Esto es lo que encontramos en los Evangelios, los cuales nos presentan, no una narración humana de cosas que vienen a la mente, sino la comunicación (conforme a la inteligencia divina, y según a la intención de Dios en los hechos) de lo que sucedió en la vida de Jesús; pues hay una intención divina en las narraciones de los Evangelios.

 

         Finalmente, si el Señor deja a los Suyos, Él les deja paz, lo cual Él no hubiese podido hacer si Él hubiese permanecido con ellos, pues la paz no habría sido hecha; pero Él define esta paz en un modo que le da una perfección que la purificación de la conciencia no les habría procurado. Eso, efectivamente, sucedió por medio de Su sangre: los discípulos serían perfectos en cuanto a la conciencia. Su conciencia siempre fue perfecta; la nuestra es hecha perfecta por medio de Su sangre. Pero, con la excepción de la cruz, y la anticipación de la cruz, el corazón de Jesús estuvo siempre con Dios. Sintiendo todo en amor, nada le distrajo, ni debilitó Su comunión con Su Padre. Obediencia y confianza perfectas mantuvieron en Él una paz que emanaba de un andar con Dios, y de la comunión con Su Padre que nunca se cortó. La corriente de la vida que Él vivió por parte del Padre fue ininterrumpida: no hubo 'interruptores' en la vida de Jesús. Las dificultades con que Él se encontró no fueron sino la ocasión para la manifestación de la vida divina en el corazón de un hombre, de la paz que le daba la conciencia de estar siempre con Dios. De esta manera, Sus palabras y acciones eran palabras y acciones que venían directamente de Dios, en las circunstancias en que Él se halló como hombre. Una sensibilidad perfecta, una medida perfecta y una representación perfecta en Su mente de todo lo que obraba sobre Él, brindaba la ocasión a la respuesta, a aquello que la presencia de Dios y el impulso divino producían en el hombre. ¿Qué podía perturbar la paz de Jesús? Cuando fue un asunto de ser hecho pecado, y de llevar nuestros pecados delante de Dios, ello fue otra cosa; porque eso estaba sucediendo, la respuesta de Dios en Su alma no fue el resultado de Su presencia perfecta y bendita, sino el hecho de ser desamparado, conforme a la perfecta oposición de Su naturaleza [de la naturaleza de Dios] al pecado. Pero aquí nos acercamos a sufrimientos que nadie puede examinar a fondo.

 

         El Señor no da como nosotros damos algo que, por consiguiente, ya no poseemos más; Él nos trae al goce de todo lo que Él mismo goza: la gloria, el amor del Padre, Su gozo. Él no se guarda nada para Sí mismo que esté reservado para Él mismo, y en lo cual nosotros no tenemos parte.

 

         Los versículos que cierran el capítulo contienen una expresión conmovedora de la manera en que el corazón de Jesús espera el afecto de los Suyos. "Si me amaseis, os regocijaríais por cuanto me voy al Padre" (v. 28 - VM). «Si vosotros pensáis en vosotros mismos, es muy natural que estéis atribulados; pero si pudieseis pensar en Mí, habría sido vuestro gozo que yo deje este mundo de dolor y sufrimiento para ir al Padre, que yo tome nuevamente Mi gloria y entre de nuevo en la tierra de santidad y paz, donde todos Mis derechos son reconocidos.» Así el Señor nos coloca cerca de Él, y desea que pensemos en Su felicidad. ¿Qué Cristiano hay que no se regocije ante el pensamiento de Su gloria?

 

         Jesús aún puede hablar, mientras avanza hacia Getsemaní, de aquello que los Suyos habían tenido en Él, y del don del Espíritu Santo, pero en realidad, Sus comunicaciones en medio de ellos llegaban a su término. El príncipe de este mundo ya venía: es este el  carácter que Jesús da ahora a Satanás. Los discípulos huyen en temor; todo el resto del mundo se unió alegremente para expulsar de él al Hijo de Dios, venido en gracia; ellos habían visto y habían aborrecido a Él y a Su Padre. (Juan 15:24).

 

         No es todo que el hombre haya pecado. Después del pecado, Dios entró; Dios obró en un mundo demasiado malo para poder ser soportado por más tiempo. La promesa había sido dada a Abraham, llamado de en medio de la idolatría que todo lo invadía; la ley fue dada; los profetas fueron enviados; finalmente vino el Hijo, sanando a todos los que estaban bajo el yugo de Satanás (al haber sido atado el hombre fuerte, sus víctimas fueron liberadas) - el Hijo, el último recurso de Dios para poner a prueba el corazón del hombre, para ver si incluso eso podía producir en él algún regreso hacia Dios, y descubrir algún bien que pudiese haber quedado oculto allí en medio del mal. Pero Dios fue manifestado allí; y si los efectos del pecado desaparecían por medio de Él, la presencia de Jesús despertó la enemistad de la carne, y el poder de Satanás tomó posesión del mundo, o más bien, demostró que Satanás era su príncipe. Hasta ese tiempo - es decir, hasta que todos los medios que Dios pudo emplear para recuperar a los hombres se habían agotado, no se le había dado este título de 'Príncipe del mundo'; pero cuando Aquel de quien Dios había dicho, «Aún tengo a Mi Hijo», había sido rechazado, Satanás fue llamado por este terrible título. Había Uno, Uno solamente en el mundo que no estaba bajo el poder de Satanás, Uno solamente en quien el príncipe de este mundo no tenía nada, Uno solamente que no era del mundo, Uno solamente que, aunque era verdaderamente un hombre en el mundo, y pasó a través de todas sus tentaciones, pero sin pecado, no tenía absolutamente nada en Él, sea antes o después, que diera a Satanás un derecho sobre Él, incluso en la muerte que Él iba ahora a encontrar. Ni en Su andar, ni en Su Persona, había algo, cualquier cosa, que le expusiera al enemigo. Satanás había tratado, había usado el poder de la muerte para impedir que Jesús obedeciera hasta el fin, pero sus esfuerzos habían sido vanos. La muerte de Jesús fue el resultado de la obediencia, y de Su amor por el Padre. "Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago" (vv. 30, 31). Aquello que trajo la muerte para Él, no fue el pecado en Él, o por Él, sino que fue Su obediencia perfecta y Su amor por Su Padre. Jesús advierte a los Suyos de ello de antemano, para que, sabiéndolo, la fe de ellos no fuera sacudida por ello. 

 

CAPÍTULO 15

 

         El Señor había hablado entonces a Sus discípulos de Su Persona, por sobre todas las dispensaciones, y del lugar de ellos en Él cuando el Espíritu Santo hubiera descendido, y Él les había dicho de qué forma Él se daría a conocer a ellos cuando estuviera lejos, agregando que Él les dejaba paz, la paz que Él mismo poseía. Ahora, en el capítulo 15, Él llega a la verdad de Su posición aquí abajo en contraste con el Judaísmo, de la posición de ellos en relación con la Suya, del servicio de ellos como resultado de esta posición; después, a la verdad del testimonio dado por el Espíritu Santo de la promesa a la gloria en que Él estaba entrando en lo alto; y a la verdad del testimonio de ellos como testigos oculares de lo que Él había sido aquí abajo.

         De esta manera, el Judaísmo es desechado enteramente, y su lugar es tomado por el propio Cristo. Esto es lo que sucedió con respecto a todo lo que Dios había establecido: el primer hombre ha sido reemplazado delante de Dios por el segundo; el sacerdocio de Aarón por el de Cristo; el rey, Hijo de David; Israel el siervo (Isaías 49:1), por el Cristo (v. 5); incluso el tabernáculo terrenal fue reemplazado por el verdadero tabernáculo celestial, así como todo su servicio. De esta manera, Israel no era aquí la vid verdadera, aunque había sido trasplantada como vid de Dios traída de Egipto a Canaán ("Trajiste una vid de Egipto; echaste las naciones, y la plantaste..." Salmo 80: 8 - 16; VM). Cristo era en la tierra la vid verdadera de Dios, los discípulos eran los pámpanos. Ellos aún pensaban que Israel era la vid de Dios, y Cristo el largamente esperado Mesías, el pámpano principal. Pero no era así: Jesús era la vid, ellos eran los pámpanos; Su Padre, el labrador. Y ellos ya estaban limpios mediante la palabra que Él les había hablado. El pasaje ha ocasionado dificultades a muchas almas, debido a que ellas han aplicado estas palabras a la iglesia*, pero la unión de la iglesia con Cristo tiene lugar cuando Él es glorificado en lo alto, y entonces nosotros estamos completos en Él. No se trata de llevar fruto, ni tampoco de ser podado (o, limpiado), sino que, como se dice en 1 Juan 4:17: "como él es, así somos nosotros en este mundo." En nuestro capítulo, Jesús es la vid verdadera en la tierra; y allí, aunque Cristo pudo declararles limpios, se desarrolla la responsabilidad de ellos, para que puedan llevar fruto. Ellos ya estaban limpios por medio de la palabra que Él les había hablado.  

 

[* Juan no habla de la iglesia, ni en su Evangelio, ni en sus epístolas; pero lo que se dice en el texto es tan verdadero de nuestro lugar individual en Cristo, como de la iglesia.]

 

         La unión que está considerada aquí es la asociación con Él como discípulos. Indudablemente Él los conocía, pero son contemplados como estando en una posición de responsabilidad. Se trata de llevar fruto; si un pámpano no llevaba ninguno, el Padre lo quitaba enteramente; si llevaba fruto, Él lo purificaba, para que llevara más. No es que ello fuera el Judaísmo, lejos de eso; al contrario, es Cristo quien toma su lugar. Nosotros vemos esto más de una vez en la Palabra. Así, en Isaías 49, Cristo es el siervo verdadero en lugar de Israel. Él es el Hijo llamado de Egipto, una posición que ocupaba Israel: "Deja ir a mi hijo", Jehová dijo por medio de Moisés (Éxodo 4:23 - VM). Del mismo modo, Él es la vid verdadera. Por consiguiente, el Padre es introducido: Él es el labrador. Hallamos así la verdadera posición moral que ocupan, así como los importantes principios sobre los cuales esta posición se fundamenta, pero que están conectados con los que ya hemos encontrado como caracterizando este Evangelio. Lo que había limpiado a los discípulos era la Palabra que Jesús les había hablado; pero esta limpieza es la misma que lleva a cabo el Padre. El Padre puede usar el cuchillo podador. Él lo hace, evidentemente, en cuanto a los pámpanos que no llevan fruto; Él lo hace en cuanto a los que lo llevan.

         Ahora bien, todo esto está en conexión con la revelación del Padre por el Hijo. La Palabra que Él había hablado a Sus discípulos, no fue la revelación del Hijo glorificado, por el Espíritu Santo, sino del Padre por el Hijo. Esto fue enteramente 'cosas nuevas'; no lo que el hombre tenía que ser según la ley, sino lo que Cristo era: la gracia y la verdad venidas por medio de Jesucristo. Fue la comunicación de lo que era divino, las Palabras de Dios hechas realidad en la vida de un hombre. Las Palabras de Cristo eran Él mismo (Juan 8:25); pero ellas eran las Palabras de Dios (Juan 3:34), aunque de un hombre, por el Espíritu sin medida; ellas eran de Dios, revelando al Padre en gracia soberana por el Hijo, enviado según esa gracia. (Comparen Juan 14:11). Fue en el nombre del Padre santo que el Señor los guardó durante Su estadía aquí abajo: el Padre mismo llega a ser ahora el labrador.

         Ahora, este capítulo (exceptuando los últimos versículos) no habla del testimonio del Espíritu Santo, sino del testimonio de los discípulos (con la ayuda del Espíritu Santo, capítulo 14:25); y es un testimonio, no de Su gloria en lo alto y las consecuencias derivadas de ello, sino de lo que Él había sido, y de lo que Él había revelado estando aquí abajo, del estado subjetivo de la vida divina en un hombre en este mundo. Esto es lo que los Evangelios nos presentan esencialmente; las epístolas, en general, tienen la gloria como punto de partida.

 

         Así, los primeros tres versículos presentan la posición en cuanto al detalle: luego vienen las exhortaciones basadas sobre esto. La primera exhortación es a permanecer en Él. Notemos aquí que lo que siempre viene primero es el aspecto de la responsabilidad del hombre. No es: «Yo moraré en vosotros, y de esta manera, vosotros podréis morar en mí», sino, "Permaneced en mí, y yo en vosotros." (v. 4). La segunda cosa es el resultado de la primera: no hay verbo en la segunda parte de la frase; no se trata de lo que Él haría, sino que se declara la consecuencia, el resultado. Si un alma permanece en Cristo, Cristo permanece en esa alma. Ahora, un alma permanece en Cristo cuando vive en dependencia ininterrumpida de Él, y procura asiduamente hacer realidad lo que está en Él, aquello que Su presencia nos da, pues Él es la verdad de todo lo que nos viene del Padre, y uno vive en ello permaneciendo en Él. Lo que está en Él se nos comunica, como la savia fluye de la vid a los pámpanos. Todo viene de Él, pero hay actividad en el alma para apegarse a Él, y es así que el fruto es producido en el pámpano. Ahora, nosotros no permanecemos en Cristo para que pueda haber fruto, sino que el fruto es producido porque nosotros permanecemos en Cristo. Nosotros permanecemos en Cristo en la conciencia de que no podemos hacer nada sin Él, sino que es para el amor de Cristo. Esta es la primera exhortación, y la primera declaración de lo que nosotros tenemos que hacer.

 

         En el versículo 6, "Si alguno no permaneciere en mí, será echado fuera como un sarmiento, y se secará; y a los tales los recogerán, y los echarán en el fuego, y serán quemados." (v. 6 - VM), Él ya no dice "vosotros", sino "si alguno", pues Él los conocía, aunque este no es el tema tratado en el pasaje, sin embargo, una vez que uno está realmente en Cristo, uno está allí para siempre. Aquí, también, es como en el capítulo 13, " vosotros limpios estáis"; luego Él añade: "aunque no todos" (Juan 13:10); pues Judas aún estaba allí. Si un hombre no se apegaba a Cristo, aunque estuviera asociado con Él por medio de la profesión, él era cortado como un pámpano para secarse y ser echado en el fuego. En el versículo 7 se encuentra otro principio muy importante. Si los discípulos permanecían en Él, y Sus palabras permanecían en ellos, ellos tendrían a disposición el poder del Señor sin límite. Siempre en el espíritu de dependencia, es verdad, ellos pedirían lo que quisieran. Este es el verdadero límite de las respuestas a la oración. La petición es producida en un corazón formado por las palabras del Salvador, y conforme a los deseos creados por estas palabras, es decir, de Dios mismo, quien debe morar en el corazón. Nunca encontramos que los apóstoles sanaron, u oraron por la curación de una persona que fuese querida para ellos, aunque sería perfectamente lícito presentar, en un caso semejante, nuestras peticiones a Dios. Pero Pablo dice: "a Trófimo dejé en Mileto enfermo." (2 Timoteo 4:20), Y de nuevo, dice acerca de Epafrodito: "en verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él." (Filipenses 2:27). Las obras de poder que ellos llevaron a cabo, tuvieron la confirmación de la Palabra como propósito de ellas; pero fue un privilegio inmenso, en la obra de fe de ellos, recibir la certeza de la intervención de Dios cuando ellos la pidieran, y que, cuando la sabiduría de Dios hubiera formado sus pensamientos, Su poder añadiría [a ella] Su obrar eficaz. Cristo es la sabiduría de Dios, y el poder de Dios.

         Se preguntará hasta dónde podemos aplicar esto ahora. Yo no espero milagros, yo no pienso que deberíamos tenerlos, excepto los milagros mentirosos de Satanás; pero creo que si nosotros permanecemos en Cristo, y Sus palabras forman el corazón, si nosotros vivimos por cada Palabra que sale de la boca de Dios, entonces cuando nos hallemos en los conflictos de la fe, Dios da fe para las circunstancias del servicio. Él responderá a la fe dada, y nos oirá, Él quien dispone todo por medios desconocidos para nosotros, de todos los corazones - de los injustos así como de los justos. Pero es importante para nosotros (en primer lugar, para no cometer errores; y en segundo lugar, para captar los pensamientos de Dios en toda su importancia) entender los verdaderos límites de esta promesa. Dios nunca faltará a Su promesa. El cumplimiento de la promesa es seguro para la fe, pero las palabras del Salvador forman el pensamiento de fe al cual la promesa responde. Es de esta manera que el Padre sería glorificado, en que ellos llevaran mucho fruto - fruto de almas salvadas por medio de ellos, por la revelación del Padre en el Hijo, que las palabras de Jesús, palabras de Dios en gracia, habrían de comunicarles.

 

         Luego viene otro aspecto precioso de estas exhortaciones: "Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor." (v. 9). Esto está en conexión con la obediencia, pero la declaración es una de infinita gracia. El Padre había amado al Hijo, Jesús, en Su curso aquí abajo; Él le había amado según la perfección del amor divino, pero como hombre en este mundo. Así Cristo los había amado: era el amor de una Persona divina, para un hombre que cumplió perfectamente toda Su voluntad con una consagración absoluta, pero era también un amor de comunión, y eso cuando Él estaba en antagonismo con el mal. De la misma manera, Cristo los había amado también. Ellos habían de permanecer en este amor. El gran asunto en todo este capítulo es la constancia en la relación de ellos con Cristo. Ellos iban a continuar poniendo por obra este amor, verdaderamente divino, pero que, con todo, se adaptaba al estado humano de ellos, y así debía ser si ellos caminaban en la senda donde Cristo había andado. "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor." (v. 10 - LBLA).

         Aquí no es un asunto acerca del eterno amor del Padre por el Hijo, tampoco es acerca del inmutable amor que Dios tiene a Sus hijos, sino que aquí se trata de la senda en la cual estos habrían de disfrutar del amor divino. Jesús, como hombre aquí abajo, nunca salió del disfrute de ese amor del Padre. Su obediencia había sido absoluta y perfecta, y nunca se había interpuesto ninguna nube entre Su alma y Su Padre. Su vida fue una vida de perfecta obediencia y de comunión. Ellos habían de guardar Sus mandamientos, y así ellos permanecerían en Su amor, así como Él permaneció en el amor del Padre. Él lo dijo para que Su gozo, el gozo que había poseído aquí abajo, pudiera permanecer en ellos, y que el gozo de ellos fuese completo (o, cumplido). Aquí es el amor de Cristo de una manera directa; nosotros estamos en contacto con la Vid, no con el Mediador; con Aquel en quien estamos, no con el Padre. Es un amor humano, aunque divino, un amor, por consiguiente, lleno de compasión, que entra en todos los detalles de la vida humana, y del servicio del ministerio. Esto es lo que sucedió en la época de Su estadía aquí abajo. Fue imposible para el Padre olvidar a Cristo por un momento en Su servicio aquí abajo. Él lo reconoció, Él estaba allí. Es lo mismo con Cristo hacia nosotros, en la medida que guardamos Sus mandamientos.

 

         Pero Su primer mandamiento es que esta clase de amor debía ser puesto por obra entre ellos también (v. 12). La perfecta comunión de amor de unos con otros; pero superior (en que este amor era divino) a todas las flaquezas que pudieran debilitarlo, de modo que estas no fueran sino una ocasión para el ejercicio de este amor; con todo, aquello que debía caracterizarlo era el vínculo que, mediante este amor, los hacía a todos uno; el amor era mutuo, en que Cristo era todo para cada uno, y en que, viviendo cada uno en obediencia y dependencia, el egoísmo desaparecía. Como siendo los pámpanos, cada uno obtenía todo de la vid; las palabras de Cristo eran la fuente de todos los pensamientos del corazón, en la conciencia de Su perfecto amor.

 

         Ahora bien, si Su vida había sido la expresión continua de este amor, Su muerte lo fue aún más. Él no pudo tener mayor amor que morir por ellos. Debemos notar que aquí no es el amor de Dios a pobres pecadores, un amor puramente divino y soberano, sino el amor de Cristo por Sus amigos. Tampoco es Cristo, quien es aquí el Amigo, sino los discípulos quienes son Sus amigos, aquellos en quienes Él tiene confianza: "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando." (v. 14). Nosotros comunicamos a un amigo todo lo que tenemos en el corazón, debido a que contamos con el interés que él tiene por nosotros. Cristo había comunicado a Sus discípulos todo lo que Él había oído del Padre. Allí es la acción de un mediador humano, la vid con los pámpanos. Es importante observar que aquí Él no sitúa a Sus discípulos en Su propia relación con el Padre - eso será presentado más tarde - sino que Él les comunicó, como de parte Suya, todo lo que Él disfrutaba. La relación era con Él, así como Él personalmente había estado en ella con Su Padre aquí abajo. Es en esta relación de intimidad en la cual Él estaba con ellos, fieles en guardar Sus palabras, que Él los contempla cuando Él pone Su vida por ellos.

 

         La relación de ellos con Cristo fue la de aquellos enviados por Él, así como Él había sido enviado por Su Padre. Jesús los había elegido y los había enviado, para que pudieran llevar fruto en su obra, y que este fruto pudiera ser duradero - de lo cual nosotros somos el bendito resultado hoy en día; pero siendo enviados así por Cristo, el Padre, por decirlo así, se comprometía a dar todo lo que era necesario para la obra, así que todo lo que ellos pidieran al Padre en el nombre del Salvador, el Padre se los daría. Esto sitúa a los doce en su posición como apóstoles, enviados por el Señor, el Mediador, en la gran obra de salvación - la vid de la que los pámpanos obtenían toda su fuerza - bajo el cuidado fiel del Labrador Soberano. Tal es la posición moral en la que el Señor los coloca; es unión en amor. Ellos forman un cuerpo separado de obreros, unidos a Él como a la vid, para llevar fruto; pero ahora el fruto es llevado por los pámpanos, y no por la vid.

 

         El vínculo entre ellos debía ser el amor (v. 17); pero, ¿qué debía caracterizar la relación en que ellos habían de encontrarse con el mundo? El mundo los aborrecería. El mundo había aborrecido a su Maestro (v. 18); ellos le habían visto y le habían conocido. Cristo no era del mundo, pero Él había estado en el mundo, dando testimonio, en Su vida y por Sus obras, de lo que el mundo era, visto en la luz de Dios. Si los discípulos hubieran sido del mundo, el mundo los habría amado, pero porque no eran de él, aunque estaban en él, el mundo los aborrecería (v. 19). Todos sus caminos, su andar, sus motivos eran diferentes de los del mundo. Era una compañía separada de hombres: el mundo es muy susceptible; ¡su felicidad no es real! su gloria es falsa y transitoria: todo allí es vacío, y no dará ni un pequeño reflejo. El mundo permitirá que ustedes digan esto en máximas y proverbios, pero que haya hombres cuyas vidas hablen constantemente la verdad con respecto al estado del mundo que nos rodea, eso es lo que es insoportable. La relación y las conexiones de los discípulos con el mundo iban a ser las mismas del Salvador; los pámpanos serían tratados como había sido tratada la vid. Pero es por causa del nombre de Cristo que estas cosas sucederían (v. 21), fruto de este odio, porque no habían conocido a Aquel que le había enviado. La manifestación de Dios en Cristo, del Padre en gracia, en Jesús, fue siempre lo que había despertado este odio y le había dado su verdadero carácter.

 

         Este es el grave y terrible asunto que había sido hecho surgir. Dios el Padre presentado en gracia a los hombres, y especialmente a Israel, donde todas Sus promesas y oráculos habían sido depositados, pero Dios presentado a los hombres en Jesús, el Verbo de Dios en gracia; de otro modo, el estado de ellos no se habría manifestado como siendo un estado de pecado y nada más, un estado de odio contra Dios, venido en medio de ellos lleno de bondad. Si hubiese habido algo bueno en el hombre que la presencia de Jesús pudiese haber despertado, se podrían haber cometido faltas y pecados graves, pero también habría habido remedio y perdón, pues una vez alcanzado el fondo, este habría sido bueno. Pero, ahora ya no había más ningún pretexto para el pecado de ellos. Su estado era el de absoluto pecado en la voluntad. Al aborrecer a Jesús, ellos habían aborrecido al Padre, pues Jesús lo manifestó (v. 23). Sus palabras eran las palabras de Dios, del Padre; y más que esto, Él había dado las pruebas más claras de la revelación del Padre en Él. Nunca había habido algunas como ellas; pues no sólo se mostró el poder divino incluso al resucitar a los muertos, y dando poder a otros para llevar a cabo las mismas obras, sino que Sus milagros eran actos de bondad divina. El amor divino era desplegado en ellos, y se unía con el poder mientras lo dirigía. Así ellos habían visto y habían odiado tanto al Padre como al Hijo (v. 24).

 

         Pero, terrible como fue eso, y fue fatal y final para el hombre (excepto por la gracia soberana que lo creó de nuevo), no fue sino lo que estaba escrito en la ley de ellos: "Sin causa me aborrecieron." (v. 25; Salmo 35:19; Salmo 69:4); terrible juicio dado sobre el hombre, tal como él es. Pero es dulce y hermoso ver que el pecado del hombre no detiene la corriente de la gracia de Dios. El Señor continúa así: "Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio." (vv. 26, 27). Otro orden de cosas era necesario; el hombre muerto y resucitado, incluso el hombre en el cielo, la redención consumada, la venida del Espíritu Santo. Este odio de los hombres sólo llevaría a cabo eso. Luego el Espíritu Santo les comunicaría la gloria celestial del Hijo del Hombre, el resultado de Su rechazo. Procediendo del Padre, enviado por el Hijo del Hombre glorificado, el Espíritu de verdad, el Consolador descendido aquí abajo, daría testimonio de este Hijo del Hombre, de Aquel que había sido rechazado, perfecto aquí abajo, pero ahora en la gloria celestial. Ellos darían testimonio también, habiendo estado con Él desde el principio de Su ministerio público aquí abajo. El mismo Consolador sería su poder, para hacerles competentes para esto (Juan 14:26), pero ellos darían testimonio como testigos oculares de Su vida de sufrimiento.

 

CAPÍTULO 16

 

         Ahora bien, el Señor continúa hablando con ellos, no en la posición que ellos habían gozado con Él en la tierra, añadiendo promesas con respecto al Espíritu Santo, sino de lo que iba a suceder, de la presencia del Consolador, y del testimonio que Él daría. Él, de hecho, les había hablado en conexión con las relaciones en que ellos estarían con el Padre: allí este Consolador le reemplaza a Él, y es el Padre que lo envía.

 

         Aunque el Señor viene espiritualmente a revelarse a ellos, y, con el Padre, a consolarles y fortalecerles haciendo su morada con ellos en el capítulo 14, más bien el Espíritu Santo toma el lugar del Señor. En el capítulo 15 el Salvador habla del testimonio que el Consolador daría. Los apóstoles, con Su ayuda, darían testimonio de lo que Jesús había sido aquí abajo. Ellos no podían ser testigos oculares de lo que Él es arriba. El testimonio que ellos tendrían que dar de Su vida aquí abajo, habría de ser de un carácter mucho más vivo, más rico de aquel que lo que habría sido una mera revelación desde lo alto, a causa de las relaciones en que ellos se habían encontrado con Él, totalmente sin entendimiento como ellos habían sido. Pero era una parte de Su vida aquí abajo que no iba a ser entendida por nadie.

 

         El testimonio que ellos nos han dado es realmente el del Espíritu Santo (capítulo 14:26), quien ha escogido los incidentes apropiados para comunicar el verdadero carácter del Salvador, la vida divina en Él. Pero la gracia que se manifestó en Él fue ejercida cada día hacia ellos, o por lo menos, en medio de ellos. No obstante, Él siempre, en una vida que Él vivió por el Padre (o: "por medio del Padre"; Juan 6:57 - VM), se adaptó a Sí mismo (y lo pudo hacer porque Su vida era inseparable del Padre) a todas las debilidades de los discípulos, para todo lo que esa gracia requería de Él. No fue pura y simplemente un testimonio divino, sino que fue como Su propia Persona, nunca perdiendo su perfección divina. Su pureza inalterable tomó todos los matices que las circunstancias alrededor de Él dieron a esta vida en Su gracia. La narración es una narración completamente divina, pero que, en lo que ella relata, se expresa, mediante corazones humanos que han pasado a través de ella. Lo que Cristo es en lo alto no sería expresado de este modo. Allí todo es perfecto, Su gloria personal es cumplida. La paciente ternura, la inamovible firmeza, la sabiduría divina en medio del mal, y de los adversarios, ya no están en su lugar apropiado; es la gloria lo que es revelado. ¿Y quién lo revelará, si no Aquel que vino de ella, y que está en ella?

 

         En el capítulo 14 el Padre envía el Espíritu Santo en el nombre de Jesús, y nos presenta la conciencia de nuestro lugar ante  Él, como hijos con el Hijo. Aquí, es Cristo, el Hijo del Hombre, quien lo envía del Padre (v. 7), de quien el Espíritu Santo procede, y Él da testimonio de Cristo. Él es el "Espíritu de verdad" (v. 13), un testimonio puramente divino de las cosas que están arriba; el Espíritu que es de Dios, para que podamos conocer las cosas que Dios nos da gratuitamente. El testimonio rendido a la vida de Cristo aquí abajo, es un testimonio totalmente divino, pero que es rendido a través de las circunstancias por las que Cristo pasó, y por personas que estuvieron en ellas, para que podamos saber que Dios estuvo en medio de la humanidad caída; se trata de  una gracia inmensa que despierta todos los afectos de un corazón enseñado por el Espíritu Santo, y lo cautiva.*

      

{* Si nosotros examinamos con inteligencia espiritual los diferentes relatos de los evangelios, percibimos en seguida un propósito que no está expresado en muchas palabras, sino por medio de las circunstancias mismas, aunque en relación con los hombres. Por ejemplo, Juan no habla de la agonía de Jesús en Getsemaní, aunque él estuvo más cerca de Él, y del número de aquellos que Jesús despertó de su sueño. Es que, en Juan, el Espíritu Santo presenta el lado divino de esta conmovedora historia. Así se habla también aquí del grupo de hombres, quienes, viniendo a prender a Jesús, cayeron a tierra ante Su presencia. Mateo, quien, no obstante, lo vio, no habla de ello. Para él, Cristo es la Víctima, sufriendo y a la cual se dio muerte; para Juan, Él es Aquel que se ofrece a Sí mismo sin mancha a Dios. Es de la misma forma en todas partes.}

 

         Pero, cualesquiera que fueran los privilegios de los que ellos iban a ser partícipes por medio de la presencia del Espíritu Santo, ellos tendrían experimentar, al mismo tiempo, las consecuencias del rechazo de su Maestro, un rechazo que no fue meramente el rechazo de un reformador iluminado no aceptado, sino la expresión de la enemistad del corazón del hombre contra Dios, y contra Dios manifestado en bondad (v. 2). Él se iba a lo alto, y haría que ellos fueran partícipes del Espíritu; ellos permanecían aquí abajo, indudablemente provistos con ese poder espiritual hasta el punto de hacer milagros, lo cual daría testimonio de la fuente de donde estos milagros venían; pero la continuidad del testimonio y del poder traería contra ellos la misma hostilidad que había sido manifestada contra Jesús. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, mucho más tratarían a los de su casa de la misma manera. (Mateo 10:25).

 

         Y más: se trató de un odio religioso. Si una religión se adapta al mundo, y calcula que el costo del principio egoísta es igual a nada, se atiene a ello; uno se enorgullece de ella aún más si, mediante la verdad que es reconocida, uno puede elevarse por sobre los demás. Ahora bien, este odio, reconociendo efectivamente su objeto - es decir la revelación de Dios en este mundo - fue un odio ignorante, especialmente para las multitudes. El aborrecimiento de los líderes fue más moral, más positivamente diabólico, tal como el Señor se los había dicho (Juan, capítulo 8). Las masas eran celosas de su religión, tal como Pablo lo reconoció (Hechos 22:3); los líderes detestaban lo que se manifestaba, debido a que era la luz. ¡Terrible estado! ¿Pero cuál puede ser un estado que se opone con una voluntad resuelta, con animosidad, a semejante Salvador? El Señor dice que aquel que matare a Sus discípulos pensaría estar rindiendo servicio a Dios (v. 2). Es lo que Saulo de Tarso estaba haciendo. Pero en cuanto a los líderes, dijo el Señor, ellos "han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre." (Juan 15:24).

 

         Pero aquí salen a la luz algunas verdades prácticas de lo que se dice. Es por la revelación de una verdad nueva que el corazón es ejercitado y probado; yo digo nueva, por lo menos para el corazón que la encuentra. Uno gana reputación por una verdad antigua; los Judíos creían en un solo Dios verdadero, y ellos tenían mucha razón. Era un privilegio, una ventaja moral de inmenso significado. En verdad, no existía más que ese Dios; en la medida que había realidad en el Paganismo, los dioses de los paganos eran demonios. Pero, aunque el Judío piadoso reconocía a este Dios verdadero, le obedecía y confiaba en Él, era la gloria de la nación tener a este Dios como Dios, y el Judío que carecía de piedad se gloriaba también en Él. Pero, ¡es lamentable! él vio el poder que dio testimonio de la presencia de Dios, en otra parte además del templo, su morada terrenal. La casa, bella como era, estaba vacía; y un odio doble brotó contra lo que era la demostración de ello. Dios había introducido una cosa verdaderamente nueva; el Padre había enviado al Hijo en gracia, y se había manifestado en Él, y esta gracia no podía limitarse solamente al Judío. Ella penetraba como luz al fondo del corazón del hombre, fuera Judío o Gentil. El uno y el otro eran pecadores. El Judío lo había manifestado en el rechazo de este Hijo, y la gracia soberana se extendió a los Gentiles. El Judío pecador tenía exactamente la misma necesidad de ella; la pared de separación había caído en la cruz. Ahora eran Dios y el hombre, no el Judío y el Gentil. En vano Dios había reconocido los privilegios de los Judíos; en vano Él había enviado al Hijo, conforme a las promesas, a las ovejas perdidas de la casa de Israel; Israel no aceptaría nada de ello; ellos deseaban su propia gloria. De esto resulta que para ellos, los Judíos, aquel que destruiría un testimonio semejante, el testimonio de una gracia infinita, del Padre enviando al Hijo al mundo, de gracia ejercida en salvación hacia pecadores, Judíos o Gentiles - aquel que lo destruiría, yo digo, pensaría estar rindiendo servicio a Dios, a su propio Dios, el Dios que hizo la gloria de ellos. En cuanto al Padre y al Hijo, él no los conoció; esta era la verdad nueva que ponía a prueba el estado de su corazón. Un buen Protestante se puede gloriar por rechazar la deificación de la hostia, y por creer en la justificación por fe como un dogma: esa es su gloria como Protestante. Pero, ¿dónde está su alma en cuanto a la presencia del Espíritu Santo, y a la expectación del Salvador?  Nuevas verdades confirman siempre las antiguas, juzgando al mismo tiempo las supersticiones; pero la fe en las antiguas, lo cual hace a nuestra propia gloria, no es un criterio de prueba para el estado del alma, aunque hemos de mantenerlas cuidadosamente.

 

         Hay otra observación del Salvador que merece nuestra particular atención. Es sencilla, pero expone el estado de nuestras almas. "Ahora", dice Él, "voy al que me envió; y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas?" (v. 5). La tristeza había llenado el corazón de ellos. Era muy natural, y en cierto sentido muy correcto. Ellos sintieron el efecto inmediato y real de la partida de Jesús. Esto los tocó muy de cerca, pero ellos juzgaron las circunstancias enteramente en conexión con ellos mismos. Ellos habían dejado todo por el Señor, e iban a perderle a Él; y no sólo eso, sino que tienen que dejar todo lo que para ellos estaba conectado con Su presencia aquí abajo; todas sus esperanzas Judías se estaban desvaneciendo. Ellos sintieron el efecto de las circunstancias sobre ellos mismos, pero no pensaron en los propósitos de Dios que estaban siendo llevados a cabo en esas circunstancias, pues el Hijo de Dios no estaba saliendo de este mundo por casualidad. Se trata de la misma cosa en nuestras circunstancias más insignificantes: ni un gorrión cae a tierra sin el consentimiento de nuestro Padre. Aquello que los atribulaba era en realidad la obra de redención. Además, aquello que constituye nuestra cruz en este mundo corresponde a gloria y felicidad en el otro. La preocupación de las circunstancias, les ocultaba las cosas celestiales, y la gloria en que el Cordero estaba entrando.

 

         Pero esta observación presenta, no la gloria celestial del Señor - aunque lo que Él dice depende de ella - sino la consecuencia para ellos aquí abajo, que es lo que debería ocuparnos ahora. Se trata de la venida aquí abajo del Consolador, del Paráclito. Su presencia en este mundo tendría por objeto convencer de pecado, de justicia, y de juicio (v. 8). Aquí no se trata de un asunto acerca de demostrar a la conciencia de un hombre los pecados de los que él es culpable, sino de un testimonio en cuanto al estado del mundo, y eso por la presencia misma del Espíritu Santo, aunque Él lo daba también a los hombres. El pecado se había manifestado desde hacía tiempo en el mundo; la ley había sido transgredida; pero ahora Dios mismo había venido en gracia. Todas Sus perfecciones, Su bondad, y Su poder, que estaban en ejercicio para liberar de los efectos del pecado, se habían manifestado en este mundo, y todas en gracia hacia los hombres, con una paciencia que permaneció perfecta hasta el fin; y el hombre no toleraría a Dios. Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados (2 Corintios 5:19), pero el hombre no toleraría nada de ello. Esto es el pecado: no es la convicción de pasiones desordenadas, tampoco de transgresiones contra la ley de Dios, sino el rechazo final y formal de Dios mismo. El Espíritu Santo no habría estado allí si eso no hubiera sucedido. Además, nosotros tenemos el espectáculo solemne del Único justo, quien había glorificado a Dios en todo, y que le había sido obediente en toda prueba, abandonado por Dios cuando, perseguido por los hombres, Él clamó a Él, y todo se acabó para el mundo. No se ve ninguna justicia, excepto en el juicio del pecado en la Persona de Aquel que no había conocido pecado, sino que había sido hecho pecado delante de Dios, habiéndose ofrecido Él mismo a Dios para eso, para que Dios pudiera ser glorificado en ello.

 

         ¿Dónde podemos buscar justicia aquí abajo? No en el rechazo de Dios por el hombre, no en el desamparo del Justo por Dios. Entonces, ¿dónde buscarla? En lo alto. El Hombre Cristo, al sufrir así, había glorificado perfectamente a Dios en todo lo que Él es - justicia contra el pecado, amor, majestad, verdad. Él se entregó a Sí mismo para eso. Y la justicia se encuentra en que Aquel que se entregó para glorificar a Dios está en el trono del Padre, sentado a la diestra de Dios*; testimonio de lo cual era la presencia del Espíritu Santo, con esta terrible consecuencia: de que como Salvador en bondad y en gracia, el mundo no le vería más. Él dijo así: "desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo." (Mateo 26:64): pero esto será en juicio. Verdaderamente un momento supremo y terrible para este mundo, aunque la gracia reúne a muchos fuera de él para la gloria celestial, y aunque un remanente de los Judíos habrán de disfrutar, por la misma gracia y en virtud del mismo sacrificio, el efecto de las promesas a las cuales la nación había perdido todo derecho, al rechazar la Persona de Aquel en quien se cumplen las promesas.

 

{* Ver Juan 13: 31, 32; Juan 17: 4, 5.}

 

         (v. 11). Pero aunque la voluntad y las pasiones de los hombres, el odio de ellos contra la luz, y la enemistad contra Dios, los hizo responsables de este crimen, ¿quién fue el que los dirigió, y concentró la animosidad de ellos en un único punto? ¿Quién fue el que indujo la indiferencia orgullosa y la crueldad de un Pilato, advertido y alarmado como él lo fue, para relacionarse, para el rechazo del Hijo de Dios, con el odio inconcebible de los líderes del pueblo llenos de celos, y los vacíos prejuicios de la multitud? ¿Quién fue el que los unió para ser copartícipes en este crimen? Fue el diablo. Él es el príncipe de este mundo, mostrado y declarado ser tal en la muerte del Salvador por la mano del hombre, pero juzgado por ese mismo hecho. El que gobernaba el mundo, su príncipe, mostró él mismo ser tal en la muerte de Aquel que era el Hijo de Dios venido en gracia. Antes y después, él podía excitar pasiones, incitar las pasiones de los hombres, producir guerras, avivar los agravios de uno contra otro, proveer para los deseos corruptos del corazón; pero todo esto era egoísta y parcial. Pero cuando el Hijo de Dios estuvo allí, él pudo juntar a todos, a los que se odiaban y despreciaban unos a otros, contra este único objeto - Dios manifestado en bondad.

 

         El príncipe de este mundo es el adversario de Dios. El momento aún no ha llegado para el juicio de este mundo, pero su juicio era seguro, pues su príncipe, aquel que lo gobernaba enteramente, era Satanás, el adversario de Dios, tal como la cruz de Jesús lo demostró. Ahora bien, la presencia del Espíritu Santo era la prueba, no solamente de que este Jesús fue reconocido por Dios como Su Hijo, sino que, como Hijo del Hombre, Él fue glorificado a la diestra de Dios. En realidad, este es el testimonio de Pedro, es decir, del Espíritu, en el libro de los Hechos, capítulo 2. El Espíritu Santo no habría estado en el mundo, si ese no hubiera sido el caso. La ruptura entre el mundo y Dios fue completa y final: una verdad solemne no considerada suficientemente. La pregunta que Dios hace al mundo es: «¿Dónde está Mi Hijo; qué habéis hecho con Él?»

 

         Pero, ¿no es una ventaja esta presencia del Espíritu, una cosa mejor para el mundo? ¿No es una relación más bienaventurada que todas las que han precedido? ¡Bendito sea Dios! la gracia soberana está en ejercicio hacia el mundo en virtud de la muerte de Cristo; pero, salvo Sus derechos soberanos, Dios no tiene relación alguna con el mundo. El Espíritu Santo está entre los santos y en los santos, pero, como hemos leído, el mundo no le puede recibir: Él es dado a creyentes. Entre el rechazo y el regreso de Cristo, Él da testimonio de la gracia manifestada en la muerte de Jesús, y de la gloria en que Cristo está, para traer a quienes creen en Él a una asociación celestial con el postrer Adán, librándolos del presente siglo malo. Y permanece verdadero para siempre que, "Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él." (1 Juan 2:15); y que, "la amistad del mundo es enemistad contra Dios." (Santiago 4:4). Ahora, estas nuevas relaciones son mantenidas por el Espíritu en estos vasos de barro; después, los que poseen este Espíritu serán glorificados con el Señor. Mucho después aún, cuando el juicio habrá sido ejecutado, esta misma gracia hacia el hombre establecerá al Señor - conforme a lo que le corresponde a Él, y conforme a los consejos eternos de Dios - sobre un mundo bienaventurado, donde el poder del enemigo no será ejercido. Pero este no es nuestro tema aquí.

 

         Ahora bien, es con el postrer Adán que es del cielo, con el Hijo del Hombre glorificado, que nosotros tenemos que ver. Lo que existe es una ruptura completa entre el mundo y Dios, y un Cristo celestial que ha cumplido la redención. Pero el testimonio que el Espíritu Santo da, la verdad de la cual Él es la prueba, es doble, y se divide aquí. Lo que nosotros hemos examinado cuidadosamente es el testimonio que Su presencia aquí abajo da con respecto al mundo; lo que sigue a continuación es lo que Él habría de hacer para los discípulos entre quienes Él se hallaba.

 

         ¡Qué juicio solemne es aquel que ha estado recién ante nosotros, procediendo de la boca del propio Señor! El mundo completo yaciendo en pecado por su rechazo en recibir al Salvador venido en gracia; la justicia conforme a Dios que no va a ser hallada salvo en el trono en lo alto, donde ella le ha situado a Él, a quien el mundo había rechazado, y en que el mundo no le vería más como tal; finalmente, si la ejecución del juicio todavía estaba diferida, esto último no era menos cierto, pues el que estaba en posesión del mundo, había demostrado que era el adversario de Dios, al conducir al mundo que había sometido a él mismo, a crucificar al Señor.

 

         (V. 12, y sucesivos). Pero con respecto a los discípulos, el Espíritu les revelaría plenamente la verdad, y conduciría sus mentes al conocimiento de toda la verdad. La verdad es la manera en que Dios considera todas las cosas, y lo que Él revela de Sí mismo, de Sus propios pensamientos, y de Sus propios consejos. Ahora bien, Cristo es la expresión de ello en el lado positivo, como siendo Dios manifestado al hombre, y Hombre perfecto delante de Dios. Siendo la luz, Él manifiesta todo lo que no es conforme a los pensamientos de Dios. El velo también, habiéndose rasgado, y Cristo habiendo entrado al cielo como Hombre, y habiéndose sentado a la diestra de Dios, lo que no estaba dentro de la esfera del conocimiento humano, "cosas que ojo no vio, ni oído oyó" (1 Corintios 2:9), el Espíritu revela, y Él revela aún las cosas más profundas de Dios. Todo, desde el trono eterno de Dios hasta el hades en lo profundo, y desde el hades hasta el trono de Dios, y la redención que está conectada con él, todo es revelado. Y es en Cristo que se nos hace toda esta revelación; pero también, todo lo que es revelado de parte de Dios pertenece a Él. Él dice, "Todo lo que tiene el Padre es mío" (Juan 16:15); y no sólo es lo que es de Dios, como Dios, como la creación, por ejemplo, sino todo lo que, en los consejos de gracia, forma la nueva creación en relación con el Padre; eso le pertenece a Él.

 

         De esta manera el Espíritu Santo tomaría de lo que era de Cristo y lo daría a conocer a los discípulos, y esto era todo lo que el Padre poseía. La gracia y la verdad vinieron en Cristo en medio de la vieja creación. El hombre rehusó esta gracia, y rechazó esta verdad, pero ahora Dios comunicaría a los que habrían de creer en Cristo las cosas nuevas que estaban en Sus consejos, de las cuales Cristo era el centro y la plenitud.

 

         ¡En qué escena gloriosa somos introducidos aquí, una escena que reemplaza la que los discípulos estaban perdiendo por la muerte del Mesías! Toda la gloria que pertenece a la Persona del Hijo, sea como el Único en quien se concentran todos los consejos de Dios, o en cuanto a lo que Él es en Sí mismo, es revelada plenamente. Si, en lo que hemos examinado primeramente, hemos hallado el terrible pero justo juicio del mundo, qué escena gloriosa, repito, se abre aquí en las revelaciones que el Espíritu Santo comunica relativas a esta nueva creación, de la cual el segundo Hombre es el centro, Él, el Hijo de Dios que revela al Padre - otro mundo, donde todo lo que está en el Padre y es del Padre es revelado.

 

         Pero esto involucraba la muerte y resurrección de Cristo, el fin de toda conexión con la vieja creación, y un nuevo estado del hombre para la nueva. Ahora bien, la gloria de esta nueva creación no estaba aún revelada, ni siquiera objetivamente establecida; pero el estado del hombre subjetivamente, un estado inmortal, puro, espiritual incluso en cuanto al cuerpo, fue realizado en la resurrección, incluso mientras faltaba aún la gloria externa. La cosa nueva y eterna existía en la Persona de Cristo, y en cuanto a Él personalmente, se realizó en que Él iba al Padre, la fuente de todo, "el Padre de gloria" - como se dice (Efesios 1:17).

 

         Ahora bien, este nuevo estado del hombre fue manifestado familiarmente a los discípulos, durante los cuarenta días que el Señor pasó en la tierra después de Su resurrección, antes de que Él ascendiera al cielo. El regreso del Salvador, cuando vuelva en Su gloria, será el momento cuando Su dominio será establecido sobre todas las cosas, cuando Dios las pondrá todas bajo Sus pies, con una autoridad y un poder del que Él hará uso para sujetarlas a Él mismo. Ahora, de lo que hablamos, sea con respecto al estado del hombre, o sea relativo a la gloria, es evidentemente algo más que la presencia del Espíritu Santo, precioso como eso es, y es eso lo que ocupa ahora al Señor. El Espíritu Santo iba a ser dado a los discípulos, pero más que esto, Él los vería de nuevo (v. 16). Sin duda ellos le verían, cuando Él regresará en gloria, pero entonces ya no se tratará de rendir un testimonio. Antes de aquel tiempo ellos le verían por breve tiempo, pues Él iría entonces a Su Padre. Esto fue la introducción de los discípulos a la comprensión de ese nuevo estado que Cristo inauguró mediante Su resurrección, Hijo de Dios en poder. Ellos habrían de ver al segundo Hombre allende la muerte, y habrían de estar en comunicaciones vívidas con Él. No fue la revelación de las cosas gloriosas de la nueva creación por el Espíritu Santo; esta revelación se les iba a dar a ellos: era el propio Cristo, el Cristo que ellos habían conocido durante los días de Su carne. "Yo mismo soy", Él dijo, "palpad." (Lucas 24:39). ¡Palabra conmovedora y preciosa! Era Él, a quien ellos habían conocido y acompañado cada día y todo el día, quien había soportado sus debilidades, sustentado su fe y animado sus corazones; era el mismo Jesús que se mostró tan familiarmente con ellos como antes, aunque totalmente en otro estado. Él se mostró, dijo Pedro, "no a todo el pueblo, sino a testigos que habían sido antes escogidos de Dios; es decir a nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos." (Hechos 10:41 - VM). Era el mismo Cristo, pero lo que es de trascendental importancia, la base de todo para nosotros, era Cristo allende la muerte, allende el poder de Satanás, allende el juicio de Dios, y allende el pecado; Él, quien había sido hecho pecado por nosotros, por quien nuestros pecados han sido llevados y quitados, para que Dios no los pueda recordar nunca más. Vemos aquí el eslabón entre Jesús, conocido en Su humillación en medio nuestro en gracia, y el hombre en su nuevo estado, conforme a los consejos de Dios, un estado en el cual Él ya nunca más podía estar sometido a la muerte, ni puesto a prueba.

 

         El Espíritu Santo es la fuente bendita de nuestros afectos correctos, pero Él no puede, como Jesús, ser el objeto de ellos. Como Dios, nosotros le amamos; pero, lo sabemos, Él no se hizo carne por nosotros, Él no murió por nosotros, nosotros no podemos estar unidos a Él. No podemos decir de Él como sí podemos decir del precioso Salvador: "el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos." (Hebreos 2:11). No es un asunto acerca de preferencia o de comparación; sería necedad hablar así de las Personas divinas; pero el Espíritu Santo, en cuanto a Su Persona, no se ha colocado en la intimidad en la que Jesús ha entrado con nosotros; un Hombre que llama a los Suyos "amigos", quien es verdaderamente el Hijo de Dios y con poder, pero que es un Hombre y un Hombre para siempre; el mismo que ha estado en medio nuestro como Aquel que sirvió.

 

         Entonces, estas palabras (v. 16, etc.), aunque su cumplimiento pleno y entero sólo habrá de suceder cuando Cristo regrese, se refieren a acontecimientos de trascendental importancia, los cuales, en Su muerte y resurrección, demostraron, de una manera característica, qué estaba haciendo Él y quién era Él. Antes que nada, Él iba a dejar a los Suyos, y poner fin por Su muerte, a todas las relaciones de Dios con Israel y con el hombre: "Todavía un poco, y no me veréis" - Él iba a morir. "Y de nuevo un poco, y me veréis." Él no se iba a quedar, como los demás hombres, en el polvo de la tumba; Él estaría con ellos de nuevo. Pero una vez más ellos no le verían, pues Él no vino a ser un Mesías en la tierra, sino que Él iba a Su Padre quien dominaba la muerte, y quien, después de haberle resucitado, conforme a Su gloria, le tomaría a Él mismo en la gloria que era de Él. Fue una serie de sucesos, los cuales, mientras constituían a los discípulos testigos oculares del hecho de Su resurrección, pertenecían a Su gloria personal y a la redención, para que todo lo que está conectado con el primer hombre sea desechado, para la gloria que Él, el Hijo de Dios, había tenido con el Padre antes de la fundación del mundo, y a la cual Él estaba a punto de entrar nuevamente como Hombre para ordenar todas las cosas en el tiempo adecuado, conforme a la gloria de Dios y Sus consejos con respecto al Hombre en quien Él mismo se glorificaría.

 

         El Señor responde al deseo oculto del corazón de Sus discípulos, quienes procuraron en vano resolver el enigma que yacía en Sus palabras, y que temían preguntarle algo; pero lo hace  mostrándoles, antes que nada, los sentimientos que tomarían posesión de sus corazones, y luego el carácter verdadero de Su venida y de Su partida. Sus corazones serían profundamente afligidos; ellos iban a perder a Aquel por quien ellos habían dejado todo: la esperanza fundamentada en Él se estaba desvaneciendo. El mundo, al contrario, se alegraría bastante al deshacerse de Aquel que lo atribuló mediante el testimonio de la verdad (v. 20). Pero Jesús dice a los Suyos que los vería nuevamente, y que la tristeza de ellos se convertiría en gozo, como cuando una mujer da a luz (v. 21). Y, de hecho, fue el nacimiento de la nueva creación. De esta manera el gozo con que ellos serían llenados al verle de nuevo sería un gozo eterno - un gozo que nada podría quitárselos.

 

         Hasta aquí con respecto a los detalles humanos; pero el terreno de la verdad es que el Hijo había salido del Padre y había venido al mundo, y que Él dejó el mundo y fue al Padre (v. 28). Esta fue una declaración de incalculable importancia, y fue pronunciada antes de que tanto la tristeza de los discípulos por la pérdida de su Mesías, Hijo de David, como el gozo de ellos al verle resucitar, se desvanecieran enteramente, reales e importantes como estos sentimientos eran. De hecho, fue la revelación de Dios mismo en gracia, y el cumplimiento de todos Sus caminos; el Hombre en Cristo fue el objeto de ellos, y la gloria celestial en la que Él estaba entrando ahora fue el resultado, el hecho real que estaba ocurriendo. El Hijo, Hombre en este mundo; el Padre, revelado perfecta y plenamente; aquellos que le habían recibido colocados en el lugar de hijos con el Padre, coherederos con el Hijo; y siendo la casa del Padre el lugar de su morada y bendición: esto es lo que la presencia y la partida de Jesús significó. Ello estaba colocando el fundamento de toda la eternidad; la revelación plena del Padre y del Hijo.

 

         Verdaderamente, esto no fue hablar en alegorías (v. 29); pero los discípulos no lo entendieron. Ellos admitieron plenamente que Él les había hablado claramente, pero sus mentes no entraron en la fuerza de Sus palabras. "Por esto", dijeron ellos, "creemos que has salido de Dios." (v. 30). Él había sabido lo que estaba pasando en sus mentes, y eso había producido su efecto; además, Sus palabras eran sencillas. Pero venir de Dios, verdadero como esto era, no era decir que Él había venido del Padre, y que regresaba a Él. "¿Ahora creéis?" dijo el Señor; "Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche" (Mateo 26:31), "mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo." (Juan 16:32).

 

         Podemos advertir aquí, que lo que caracteriza este Evangelio de principio a fin, es que, aunque el Señor debe pasar por la muerte, Él no habla de ella. Él había venido del Padre, y volvió allí nuevamente. Nosotros vemos esto al comienzo del capítulo 13, y en otra parte.

 

         Esto termina los discursos del Señor dirigidos a Sus discípulos. Él, en presencia de lo que Su alma experimentaba, podía pensar en ellos y decirles lo que era adecuado para consolarles y fortalecerles en el tiempo de Su ausencia; se trataba del conocimiento espiritual de Él mismo; el hecho de verle después de Su resurrección, lo cual fortalecería la fe de ellos poderosamente; la presencia del Espíritu Santo, y finalmente, que el hecho de ir al Padre, no era abandonarles, sino que Él iba a preparar para ellos una morada en lo alto. Él estaría con ellos espiritualmente. Si ellos confesaban Su nombre, esto traería sobre ellos persecución. En este mundo ellos tendrían aflicción, pero en Él ellos tenían paz. ¡Bendito pensamiento! En las circunstancias y en las cosas que estaban pasando, ellos tendrían pruebas, sin duda dolorosas, pero que los separarían del mundo, y que harían que sintieran el contraste entre lo que el mundo era y la posición de ellos. Ellos habrían de tener paz interiormente, paz divina en Él quien se manifestaba a ellos espiritualmente, sí, quien habría de morar en ellos.

 

         Además, Él había vencido al mundo. Esto, efectivamente, da ánimo, para pensar que lo que tenemos que vencer es un enemigo ya vencido; se trata de una palabra bendita para nuestras almas. Él fue delante de nosotros en la batalla, y Él ha obtenido la victoria. De esta manera, como he dicho, los discursos del Señor a Sus discípulos terminan aquí; pero esto nos lleva a una posición aún más bienaventurada. No solamente se nos concede oír las palabras divinas de Jesús, quien estaba pensando en nosotros con un amor que no conoció límites, con una devoción que nos da a conocer lo que el amor es (1 Juan 3:16); palabras de gracia, palabras de verdad, palabras de Dios mismo, pero que estaban adaptadas al hombre (Juan 3); palabras de donde obtenemos el conocimiento de lo que Dios es para nosotros - se nos concede, yo digo, no solamente oír y meditar acerca de estas palabras, sino que somos admitidos ahora a oír a Jesús derramar Su corazón en el seno del Padre, y a entender que nosotros somos un objeto de interés común para el Padre y el Hijo: este es el tema del capítulo 17.

 

CAPÍTULO 17

 

         La llave de entrada a este capítulo es la palabra "Padre." Al comienzo, el Señor coloca los grandes fundamentos de la posición que Él estaba tomando en ese momento, y luego los de la posición de los discípulos. Después de eso, Él expresa cuál es la relación de ellos con el Padre, y el lugar de ellos ante el mundo, y Él finaliza dando a conocer el lugar de ellos con Él en el cielo, y el poder del amor del Padre durante la estadía de ellos aquí abajo.

 

         El Señor aquí, así como en todo el Evangelio de Juan, es considerado desde el punto de vista de Su naturaleza divina, el Hijo del Padre, pero, a la vez, nunca dejando al lugar de servicio. Él recibe todo, y no se apropia de nada para Él mismo. Sólo una vez, en contraste con un templo vacío, Él se presenta a los Judíos - al menos Él presenta Su cuerpo - como el templo verdadero que, como Dios, Él reedificaría en tres días. Pero en Su enseñanza, en la expresión personal de relación con el Padre, Él nunca deja el lugar subordinado que Él había tomado en Su servicio. Satanás, en el desierto, había tratado, pero en vano, de hacer que Él lo dejara. Él obedecería, y Él fue obediente hasta la muerte. Aquí también, Él no se apropia la gloria, pero habiendo llegado la hora, Él pide a Su Padre que le glorifique. Es el Hijo del Padre quien es glorificado conforme a los consejos de Dios. Es el Padre quien lo hace. En el capítulo 13, Jesús habla de Sí mismo como el Hijo del Hombre quien ha glorificado a Dios, y eso en Su obra en la cruz. Entonces, habiendo sido Dios glorificado, como Dios, el Hijo del Hombre entra, conforme al valor de Su obra, en la gloria de Dios, que Él ha establecido en la tierra donde el pecado reinaba. Allí, hombre hecho pecado, y el poder de Satanás, el juicio y el amor de Dios se encontraron, y Dios ha sido plenamente glorificado; lo que Él es ha sido manifestado y cumplido en la obediencia del hombre. Aquí, es el Hijo, quien, habiendo manifestado y glorificado perfectamente al Padre, entra de nuevo, siendo Hombre, en la gloria que Él había tenido con Él antes que el mundo existiera (v. 5), para glorificarle también a Él en esta nueva posición.

 

         Su posición como Hijo, y lo que le pertenece siendo Hombre, es declarada. Sus derechos son dobles: Él tiene poder sobre toda carne, pero con el objeto de dar vida eterna a los que el Padre le había dado. Su derecho al poder con respecto al hombre es universal*. Si el primer hombre ha de tener poder conforme a la naturaleza, el Hijo, hecho hombre, lo tiene de una manera sobrenatural. Pero aquí, en las palabras del Salvador, sale a la luz una de las verdades más preciosas para nosotros. Existen aquellos que el Padre ha dado al Hijo. Es el pensamiento y el firme propósito del Padre. Ellos son dados al Hijo; el Padre los ha encomendado a Sus manos, para que Él los pueda llevar a la gloria, para que Él los pueda hacer aptos para la presencia, la naturaleza, y la gloria de Dios, para todo lo que estaba en este firme propósito; y para que Él  pueda situarlos, conforme al amor infinito de Dios, en una posición que ha de satisfacer a este amor, y que es la del Hijo, hecho Hombre con este propósito. Podemos agregar que es una posición que responde al valor y a la eficacia de la obra del Hijo para situarlos allí, no sólo externamente (lo cual, no obstante, sería imposible), sino dotándolos con una naturaleza adecuada a una posición tal. ¡Gracia maravillosa, de la cual nosotros somos los objetos! Esta posición es vida eterna, una palabra cuyo significado debemos examinar un poco. Es vida espiritual y divina - una vida capaz de conocer a Dios y de gozar de Él, como respondiendo moralmente a Su naturaleza, "santos y sin mancha delante de él en amor." (Efesios 1:4 - RVR1909). Vida eterna, es decir, una vida no meramente inmortal, sino que pertenece a un mundo que está fuera de los sentidos; porque "las [cosas] que no se ven son eternas." (2 Corintios 4:18).

 

{* Es universal, es decir, se extiende a todas las cosas; pero aquí solamente el hombre está en consideración.}

 

         Pero existe algo más preciso que eso. En 1 Juan 1, nosotros vemos claramente qué es la vida eterna: es Cristo. Lo que ellos habían visto, contemplado, y palpado desde el principio, era Cristo, la vida eterna que estaba con el Padre y que les había sido manifestada. Así nuevamente en el capítulo 5: 11, 12: "Y éste es el testimonio, es a saber, que Dios nos ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene vida." (1 Juan 5: 11, 12 - RVR1865). Pablo, en la Epístola a los Efesios ("Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo: Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor." Efesios 1: 3, 4 - RVR1909), nos presenta esta vida en su doble carácter. En primer lugar, el carácter que responde a Su naturaleza, lo que Cristo era y es personalmente; y en segundo lugar, nuestra relación con el Padre; es decir, hijos, y eso en Su presencia. Nosotros participamos de la naturaleza divina, y estamos en la posición de Cristo: hijos según el beneplácito de la voluntad del Padre. Esa es la naturaleza de esta vida.

 

         Esta vida es presentada aquí objetivamente. De hecho, en nuestras relaciones con Dios, aquello que es el objeto de la fe es el poder de vida en nosotros. Así Pablo dice: "cuando Dios . . . tuvo a bien revelar a su Hijo en mí" (Gálatas 1:15 - LBLA); pero al recibir, por gracia, por fe, al Salvador que él iba a predicar a los demás, él recibió vida, pues Cristo es nuestra vida. Pero, como ya he dicho, el nombre del Padre es la llave para este capítulo. Dios es siempre el mismo; pero ni el nombre de Todopoderoso, ni el de Jehová, ni el del Altísimo, llevan vida en sí mismos. Debemos tenerlos para conocer a Dios de esta manera, pero el Padre envió al Hijo para que nosotros vivamos por medio de Él (1 Juan 4:9), y el que tiene al Hijo, y solamente él, tiene la vida (1 Juan 5:12). Pero el Hijo ha manifestado plenamente al Padre; así que si el Hijo era recibido, el Padre también lo era; y la vida se manifestaba en este conocimiento, fe en la misión del Hijo, y por medio de Él, fe en el Padre enviando al Hijo, en amor, como Salvador. La gloria del propio Cristo será la manifestación plena de esta vida, y nosotros participaremos en ella, seremos semejantes a Él. Con todo, es una vida interior, real y divina, por medio de la cual nosotros vivimos, aunque la poseemos en estos pobres vasos de barro. Ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que Cristo vive en nosotros. Bienaventuranza infinita y eterna que ya nos pertenece como vida, según estas palabras: "El que tiene al Hijo, tiene la vida." (1 Juan 5:12). Pero esto también nos coloca ahora en la posición de hijos, y nos lleva, después, a llevar la imagen de Cristo ("Y así como hemos llevado la imagen del que fué del polvo, llevaremos también la imagen del celestial." - 1 Corintios 15:49 - VM).

 

         Noten, también, que en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Colosenses 2:9). Sin embargo, esto no es lo que se nos presenta aquí, sino los modos de Dios como Padre en gracia, y fuente de toda bendición; es el Padre quien envía al Hijo. (Comparen con 1 Juan 4:14). Indudablemente, es el Espíritu Santo quien nos hace conocer al Padre de esta manera, y quien nos hace capaces de tener comunión con Él, y con Su Hijo Jesucristo. En este despliegue de gracia, Él es el poder que obra en nosotros. El Padre, quien tuvo en Su gracia el pensamiento de enviar, y quien de hecho ha enviado, a Su hijo al mundo; luego el Hijo enviado de este modo, en quien esta gracia es conocida; tales son los resultados que nosotros conocemos. El Padre, en Sus pensamientos divinos y eternos, es la fuente de toda esta gracia infinita, y el Hijo es Aquel en quien estos pensamientos son hechos realidad, quien se entregó a Sí mismo para llevar a cabo todo, y para que podamos tener parte en todo. Él se entregó, para llevar a cabo todo lo que se necesitaba para llevarnos al Padre conforme a estos pensamientos; aptos para la presencia de Dios, semejantes a Él, quien nos ha llevado allí. "Me preparaste un cuerpo . . . He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad." (Hebreos 10: 5-7 - RVR1977).

 

         Observen, también, que no es la esencia de Su naturaleza lo que se presenta aquí, sino el despliegue de la gracia. Aunque Él había tenido, con el Padre, antes que el mundo existiera, la gloria a la cual Él iba a entrar nuevamente, sin embargo, como hemos visto en todas partes, Él es el Enviado del Padre; Él recibe todo de Él, y  no toma la iniciativa en nada de Su propia voluntad, excepto al emprender la obra que Él iba a consumar; pero viene a hacer la voluntad del Padre. Él se despoja a Sí mismo de esta parte de los derechos divinos, libre entonces para tomar a Su cargo todo, teniendo la misma voluntad con el Padre. Pero la obra que Él emprendió fue, de un extremo a otro, una obra de obediencia pura. La obra fue hecha a Sus expensas, pero conforme a los pensamientos y a la voluntad del Padre. Él nunca dejó la posición. Él pudo decir "yo soy" (Juan 8:58); pero Él vivió de toda palabra que salía de la boca de Dios. La perfección de la obra fue la obediencia en amor. Adonai (el Señor) a quien vemos en Isaías 6:1, este Jehová cuya gloria llena la tierra, es Cristo (Juan 12: 39-41). Él es Adonai, a la diestra de Jehová, Adonai quien quebranta a los reyes en el día de Su ira (Salmo 110:5).

 

         Entonces, tales son las relaciones en que conocemos a Dios ahora. No es simplemente un Dios supremo, el Altísimo; no es solamente Él "que es y que era y que ha de venir" (Apocalipsis 1:5), Aquel que, siempre el mismo, cumple Sus promesas; ni ya más el Dios poderoso, el Todopoderoso quien guarda a los Suyos. Todo esto es verdad; pero estos títulos están conectados con Dios gobernando el mundo, cumpliendo Sus promesas, y guardando a los Suyos aquí abajo. Aquí es Dios mismo quien se revela a Sí mismo como el Padre que ha enviado al Hijo, para llevarnos a Él conforme a la manifestación plena de lo que Él es en Sí mismo, participando moralmente de Su naturaleza, Sus propios hijos, y destinados a ser semejantes a Cristo.

 

         (V. 4, etc.). Ahora bien, el Hijo había glorificado plenamente al Padre aquí abajo; había acabado la obra que el Padre le había confiado, y Él pide ser readmitido en la gloria que había tenido con el Padre antes que el mundo existiera. El Padre le había enviado, Él había glorificado al Padre y había acabado la obra que Él tenía que hacer, y ahora Él iba a regresar a Su gloria primera, la gloria del Hijo, pero Él entró nuevamente en ella como hombre.

 

         Hasta aquí, los fundamentos están colocados; Cristo buscando siempre glorificar al Padre, incluso cuando Él debiera haber entrado de nuevo en la gloria que le pertenecía. Todo estaba cumplido con respecto a Su misión. Enviado de parte de Dios, y de Él, hecho hombre para glorificarle aquí abajo, Él lo había hecho; pues el que ha visto al Hijo ha visto al Padre. Entonces el recibe la gloria del Padre, y se sienta en Su trono, un Hombre glorificado, pero Hijo, en la gloria eterna que Él había tenido. Pero el objetivo de Su misión era también dar vida eterna a los que el Padre le había dado. Ahora bien, aquellos que conocían a Dios de esta manera, al Padre, y a Jesús, el Cristo que Él había enviado, poseían esta vida.

        

         Siendo colocada de esta manera la base de la posición completa de los Suyos en Jesús, el Hijo del Padre, y en Su obra, Jesús continúa, dirigiéndose aún al Padre. Él muestra cómo Él le ha revelado a los Suyos* (v. 6), y había creado así en sus corazones la conciencia de la inefablemente bienaventurada posición en la que, en virtud de Su manifestación y de Su obra, ellos estaban colocados ahora; y, ante todo, en relación con el Padre. El amor del Padre era la fuente de ello: El Salvador dice, "los que me has dado." (v. 11). El Padre los había confiado a la fidelidad del Hijo; en primer lugar, fidelidad hacia el Padre, para llevar a Sus amados a Él, conforme a Sus pensamientos de bendición y gloria, como hijos, es decir, como el propio Cristo; luego, por consiguiente, conforme a su propio corazón de amor, fidelidad inagotable hacia nosotros - ¡bendito sea Su nombre! Sin ella, nosotros nunca habríamos estado en el gozo que ha sido destinado para nosotros; ella es ejercitada a través de todos los sufrimientos que el pecado, en el que estábamos, producían necesariamente; es ejercitada en cuanto a la carga de cuidado que nuestra debilidad - la presencia de la carne en nosotros -  y las asechanzas de Satanás requerían, y requieren de Él.

 

{* "He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo." (Juan 17:6 - VM)}

 

         Para hacernos conscientes de la posición que la gracia del Padre nos ha dado, y que Su fidelidad nos ha asegurado, Él ha revelado el nombre del Padre. El unigénito Hijo que gozaba inefablemente del afecto del Padre (Juan 1:18), que fue visible, de hecho, en este mundo*, si el mundo hubiese tenido ojos para verlo (Juan 1: 5, 10, 11); Él, el Hijo, quien conocía al Padre como tal, le ha revelado a los discípulos. Él fue siempre una revelación del Padre delante de sus ojos (Juan 14:9), pero, además, Él les había hablado de Él: esta es una de las cosas que caracterizan Sus comunicaciones. Es cierto que antes de haber recibido el Espíritu Santo ellos apenas sacaron provecho de ellas, pero aquello por medio de lo cual podrían haber sacado provecho estaba allí delante de ellos. ¡Cuán lamentable! ni una vez ellos entendieron lo que el Señor les dijo. Pero Él no habla aquí de la falta de inteligencia en ellos, Él habla de la revelación misma que se les había hecho, atribuyéndoles la posesión de todo el valor de dicha revelación. Además, es lo que Él siempre hacía, incluso cuando ellos declaraban que no lo entendían (Juan 14: 4, 5), pues ellos tenían una fe verdadera en Él, en quien todo se hallaba.

 

{* Pues, efectivamente, el mundo había visto, y había aborrecido a Él y a Su Padre (ver Juan 15:24).}

 

         Él dice también: "han guardado tu palabra" (v. 6); y, verdaderamente, cualquiera que pudiera haber sido su ignorancia, ellos, por gracia, habían andado fielmente con Jesús. "¿a quién iremos?" dijo Pedro, "Tú tienes palabras de vida eterna." (Juan 6:68). Ellos le habían reconocido también como Hijo de Dios; Él les había comunicado, por consiguiente, la relación en la que Él estaba con el Padre en este mundo, y cualquiera fuese el grado de inteligencia de ellos, Él los situó en la misma relación.

 

         Pero Él hizo más; les comunicó todos los privilegios, que por parte del Padre, le pertenecían a Él en la tierra; los privilegios inherentes a Su posición de Hijo aquí abajo. Ya no era más la gloria y el honor real que el Mesías había de recibir de Jehová; ellos habían entendido que lo que Él tenía, pertenecía al Hijo, al Hijo que se había despojado, y había descendido a un estado de humillación, y humillación aquí abajo, para manifestar toda la gloria del poder de Dios en bondad, quitando no sólo el pecado, sino todas las miserias que eran fruto de él. Ellos habían comprendido que lo que Jesús había recibido del Padre como Hijo del Hombre en la tierra, era todo lo que pertenecía al Hijo de Dios (v. 7).

 

         Pero este privilegio que les había sido otorgado, dependía de otro, o era realizado en otro, que era mayor aún. Él había compartido con ellos todas las comunicaciones íntimas que el Padre le había hecho como Hijo aquí abajo. Todo lo que pertenecía a esta posición es lo que nos ocupa aquí - lo del Hijo en la tierra. "Las palabras que me diste, les he dado." (v. 8). ¡Gracia inmensa! Fue, en efecto, situarlos a ellos en Su misma posición con el Padre. Él les había revelado el nombre del Padre. Fue situarlos, de hecho y de derecho, en Su relación de Hijo con el Padre. Pero Cristo, habiendo sido Hijo aquí en la tierra, y habiendo venido a consumar la obra que el Padre le había dado que hiciera, había recibido, por derecho propio, comunicaciones íntimas de Él, para que todo pudiera ser hecho en una unidad perfecta e infalible con el Padre. Esto fue, para el Salvador, el aspecto bienaventurado de Su vida. Ahora bien, habiendo situado a los discípulos (pues Él habla aquí de los once) en la misma relación con el Padre que aquella en que Él estaba por naturaleza y por derecho, la posición de ellos no iba a ser estéril y seca, sino provista con todas las comunicaciones que pertenecían a Él, y que Jesús gozaba. Y esta es la gracia que ha sido hecha de ellos. Estaría bien, antes de seguir más adelante, hacer aquí dos o tres observaciones.

 

         Esta parte de las palabras del Salvador (versículos 6 al 10, e incluso hasta el versículo 19, aunque esta última porción trata de los discípulos bajo otro punto de vista) es aplicable a los once, como compañeros de Cristo en la tierra. Él les había revelado el nombre del Padre; Él los estaba colocando en la relación en que Él mismo estaba con el Padre, como Hijo, pero morando en la tierra. Las comunicaciones que Él recibió le fueron hechas como estando allí, y fueron las que Él les comunicó. Yo no tengo absolutamente ninguna duda que Jesús habló de lo que Él conocía, y dio testimonio de lo que Él había visto, ni de que el hecho que Él podía decir de Sí mismo, "el Hijo del Hombre, que está en el cielo." (Juan 3:13), tuvo una influencia esencial en Su ministerio. Pero Él fue la manifestación de la gracia y la verdad aquí abajo, y hasta el tiempo en que Él estuvo hablando, no se trataba de hacer que los discípulos tomaran conciencia de que ellos estaban en Él en el cielo; eso estaba a punto de suceder. En el versículo 24, este pensamiento, no aún de unión, sino por lo menos de asociación con Él en el cielo, comienza a aparecer. Ciertamente que Su objetivo no fue mantener el Judaísmo, sino presentar lo que manifestó al Padre, gracia y verdad venidas en Él, el carácter de Dios en un Hombre aquí abajo mostrado plenamente. No fue, tampoco, el hacer patente los consejos de Dios y los misterios de la gracia, del modo que Pablo nos los enseña; ese es un fruto de Jesús estando glorificado. El sol había brillado detrás de las nubes en las dispensaciones anteriores; incluso ahora se trata de fe que echa mano de ello; al final, su manifestación tendrá un carácter terrenal; pero aquí las nubes se dispersan, y el sol mismo aparece. El Padre en plenitud de gracia, envía al Hijo; el Hijo manifiesta perfectamente al Padre, y le glorifica, y los discípulos entienden que todo lo que el Padre había dado a Jesús era el don del Padre al Hijo aquí abajo (no, como he dicho, de Jehová al Mesías), que el Padre le había enviado en gracia soberana, y que Él había venido (o, salido) del Padre.

 

         Tal es la base de la oración de Jesús. Fue por ellos que Él oró, no por el mundo. El mundo fue juzgado, pero el Padre le había dado Sus discípulos (v. 9); verdad muy preciosa, fuente de todas nuestras bendiciones y lo que las caracteriza. Ahora bien, el Señor, al dejar a Sus discípulos, ora por ellos, con motivos infinitamente conmovedores, lo cual abre también a nuestra vista la esfera en que nosotros somos introducidos. Todo pertenece a esta revelación del Padre en el Hijo - el Objeto, y al mismo tiempo el Revelador, de Su más tierno amor, y a la introducción de los discípulos en la misma relación.

 

         El primer motivo se halla en estas palabras: "Yo ruego por ellos . . . porque tuyos son." (v. 9). Para el Hijo amado, el Padre era todo; Él vivió para glorificarle, y Él ora para que el Padre pueda ser para los que son Suyos, un Padre tal como Él mismo le conocía.

 

         El segundo motivo es el Hijo. El Padre cuidaba la gloria del Hijo; debido a esto, Él iba a cuidar de Sus discípulos, pues ahora que Jesús estaba regresando al Padre, es en ellos que Él iba a ser glorificado. El Padre los guardaría debido que ellos le pertenecían a Él, y para que en ellos el Hijo fuese glorificado. Era necesario que ellos fueran guardados si el Padre cuidaba la gloria del Hijo. Ahora bien, no había ninguna separación entre los intereses y la gloria del Padre y los intereses y la gloria del Hijo. Todo lo que pertenecía al Padre pertenecía al Hijo, y todo lo que pertenecía al Hijo pertenecía al Padre (v. 10). ¡Qué vínculo entre el Padre, el Hijo, y los discípulos! Ellos pertenecían al Padre, el Padre los había dado al Hijo, y era en ellos que el Hijo iba a ser glorificado. La posición de ellos en ese momento, la cual brindó la ocasión para la petición, fue que Jesús estaba yendo del mundo al Padre, y que Él estaba dejando a Sus discípulos aquí abajo (v. 11).

 

         Luego Jesús indica el nombre según el cual el Padre iba a guardarlos: "Padre santo." (V. 11), a guardarlos con el afecto de un Padre, y conforme a la santidad de Su naturaleza. Él los había guardado en este nombre durante Su estadía aquí abajo (v. 12), y ahora Él los entrega al cuidado inmediato del Padre, según el amor hacia ellos común al Padre y al Hijo, y siempre bajo el nombre de "Padre santo." "Padre santo, guárdalos en tu nombre, el nombre que me has dado." (v. 11 - LBLA)*. Cristo fue aquí abajo el Hijo del Padre, y como tal Él respondió también a la santidad del Padre en todos Sus caminos y Sus pensamientos. La voluntad del Padre fue ejemplificada en Su vida; Él manifestó en Sí mismo al "Padre santo." Él oraba ahora para que sus discípulos pudieran ser guardados por medio de lo que el Padre era en esta relación con Jesús. El Señor estuvo en ella, vivió en ella; el que le había visto había visto al Padre. Así como con Israel, Él podía haber dicho: "obedece su voz; no seas rebelde contra él . . . porque en él está mi nombre." (Éxodo 23:21 - LBLA). Así el Padre y Él eran uno, no sólo en naturaleza, sino en pensamientos, actos, movimientos de la voluntad. Cristo, en Su vida, fue uno con el Padre santo.

 

{* Esta es la mejor traducción: el 'Textus Receptus' (N. del T.: y la RVR60) reza, "a los que me has dado."}

 

         Cristo oró por los Suyos, para que pudieran ser guardados por el Padre en ese nombre. Él estaba allí por naturaleza; era Su lugar en la tierra; ellos necesitaban ser guardados allí. Él los había guardado mientras había estado en este mundo; Él los entregaba ahora al Padre, para que Él los guardase de este modo, para que pudiera haber el mismo pensamiento, el mismo propósito, y para que todas sus palabras y acciones pudieran responder a ello; para que la expresión de la vida de cada uno de ellos y de todos juntos, pudiera ser la del Señor en Su relación con el Padre, según la importancia y valor de este nombre. Luego el Señor hablará de los medios de mediación (o, intercesión); aquí, lo que Él presenta es el hecho. Los discípulos habían de ser uno - un sencillo vaso de la vida, de los pensamientos, de la revelación del Padre mismo, como Cristo lo había sido. "Padre", el nombre de gracia, de Dios enviando al Hijo, el Hijo revelándole como tal; y "santidad" conforme a lo que el Padre es - esto es lo que había de caracterizarlos, y por el poder del Espíritu Santo*, todos, como una sola entidad, habían de ser solamente esto en medio del mundo; ellos debían representar a Cristo en esta relación con el Padre. Es evidente que si entre ellos había diferentes pensamientos o propósitos, ellos fracasarían en cuanto a esta posición. El Padre y el Hijo eran uno de esta manera cuando el Hijo estuvo aquí abajo; esto era lo que ellos habían de ser entre ellos mismos conforme a la relación en que Cristo había estado. El nombre del "Padre" es el que se le había dado a Él, para que pudiera manifestarlo en este mundo; y, conforme a Su santidad, no hubo nada de este mundo en Él que opacase la revelación de lo que el Padre era.   

 

{* El Espíritu Santo no es el tema aquí, pero Él es, no obstante, el poder que había de producir esta vida en los discípulos.}

 

         Tal era la posición de ellos; pero no era aún la misión de ellos. Siendo de esta forma, significaba tener el gozo de Cristo cumplido en ellos (v. 13). Efectivamente, se trataba del gozo del Salvador, hombre aquí abajo. Gracia infinita para ellos, y, en un cierto sentido, para todos nosotros. (Comparen con 1 Juan 1: 1-4). La suma de todo es, que la relación del Hijo aquí abajo con el Padre santo, el nombre en el cual Él había guardado a Sus discípulos cuando estuvo aquí abajo, iba a ser el resguardo de ellos directamente de parte del Padre.

 

         Él los envía a este mundo, habiéndoles dado la palabra del Padre (v. 14) - esta revelación, no de las dispensaciones de Dios en su gobierno del mundo, sino la relevación del Padre en gracia - una revelación, no de los consejos de Dios para el futuro en Cristo, sino una revelación que hizo conocido al Padre mismo, como habiendo enviado al Hijo, y poniendo en relación con Dios conforme a Su naturaleza, aquello que será la bendición eterna cuando no habrá ya más ninguna dispensación.

 

         Ahora bien, esto es lo que atrajo sobre ellos el odio del mundo. La presencia de ellos, representando al Padre en testimonio, decía al mundo que no todo le pertenecía; que lo que era de Dios no le pertenecía. Había hombres que estaban en relación con el Padre; pero la consecuencia de esto fue que ellos no eran del mundo. No se ejecutó juicio, pero la separación fue hecha.

 

         Cristo no oró para que ellos pudieran ser sacados (o, quitados) del mundo, aunque no pertenecían a él, como Él mismo no pertenecía a él, sino que ellos pudieran ser guardados del mal, de la influencia del mundo que los rodeaba negativamente (vv. 15, 16). No sólo eso, sino que pudieran ser santificados, apartados de corazón y de hecho por la palabra del Padre (v. 17); no se trataba de profecía, ni del gobierno del mundo, sino de la relevación del Padre en Su gracia en Cristo: el gozo eterno de Su comunión. Era la verdad inmutable, eterna: Cristo lo había sido y siempre lo es, pero ellos debían ser testigos de ello, siendo enviados por el Hijo al mundo, como el Hijo había sido enviado a él por el Padre.

 

         Ahora bien, para el cumplimiento de esta santificación en ellos, un objeto es introducido en la Persona de Cristo mismo - yo creo que es Cristo glorificado; sin embargo, Su Persona permanece la misma. Uno podría haber supuesto que el Hijo, eternamente Uno con el Padre en Su naturaleza divina, y que había sido Hijo aquí abajo, introduciendo esta relación en la naturaleza humana, pero siempre capacitado para decir: "Yo y mi Padre somos uno." (Juan 10:30 - RVR1865); uno podría haber supuesto, yo digo, que Él habría puesto a un lado este aspecto exterior humano al dejar este mundo, para entrar de nuevo en Su posición absolutamente divina. ¡Pero no! Él lo conserva en la gloria. Él se establece aparte en la gloria como Hombre; siempre Hijo, pero en la gloria que Él tenía con el Padre antes de que el mundo existiera, para que esta relación con el Padre, en la cual el hombre es situado en Su Persona, pudiera ser revelada eficazmente en su perfección y en su plenitud a los corazones de los discípulos, para que estos corazones llenos con lo que Él era, pudieran ser santificados al mismo tiempo, conforme a esta perfección, y adecuarlos así para ser los instrumentos de ello en su testimonio. De esta manera, la verdad de lo que el Padre es - la verdad que los santificaba - no era, por decirlo así, una doctrina seca, aplicada a sus almas para formarlos, juzgando el mal y comunicando lo que era apropiado, sino una realidad viva que los colocaba en esta posición, con todos los afectos que estaban conectados con una Persona, en quien ellos estaban y que estaba en ellos, un Salvador conocido y amado, quien había estado ligado con ellos en gracia. Toda la plenitud del resultado de esta relación, establecida en su perfección en el cielo, formó el corazón de ellos conforme a esta perfección.

 

         Esto es lo que completa lo que Jesús pide para los discípulos delante del Padre, y en testimonio ante el mundo: la revelación del nombre del Padre conocido en la Persona del Hijo, Hombre en este mundo y en la gloria. Pero esta oración no se detiene allí; ¡bendito sea Su nombre para siempre!

 

         (V. 20 y ss.). Jesús ora también por los que habían de creer por medio de ellos; pero la petición no es igual a la que Él hizo por los discípulos, aunque depende de ella. Para ellos Él pidió una unidad análoga a la que existía entre el Padre y el Hijo en la obra de redención; los mismos pensamientos, los mismos consejos, la misma verdad. Él Hijo llevó a cabo los pensamientos del Padre en la unidad de la misma naturaleza. Ellos habían de actuar, mediante el cautivante poder del Espíritu Santo, en la obra de testimonio, como siendo absoluta y enteramente uno. No existió ninguna divergencia entre los pensamientos, los consejos, la voluntad del Padre, y el testimonio y obediencia del Hijo; y, por gracia, los discípulos llegaron a ser 'el depositario', uno y todos juntos, del testimonio de la revelación del Padre en el Hijo. Asimismo, habiéndoles sido confiada la palabra del Padre, la función de ellos era comunicarla a los demás. Ellos eran comunicadores de estas verdades; los demás, por quienes el Señor ora ahora, recibían este testimonio, y entraban así en comunión con aquellos que estaban en la unidad de esta gracia. (Comparen con 1 Juan 1: 1-4). Ellos gozaban de todo lo que los discípulos eran depositarios. El Señor ora para que puedan ser uno con ellos, el Padre y el Hijo (v. 21). La base de la unión de ellos es siempre el Padre revelado en el Hijo. Ahora bien, esta revelación les dio un objeto celestial, un único y mismo objeto que absorbía los afectos del corazón, y que destruía así la influencia de los objetos terrenales que habrían tendido a dividirlos, tales como su posición social o nacional, e incluso lo que era aún más difícil, su posición religiosa. Ellos eran Cristianos, hijos del Padre, asociados con Cristo; la patria de ellos era el cielo. Peregrinos y extranjeros aquí abajo, ellos declaraban claramente que buscaban su país natal. Ahora, en esto, ellos eran necesariamente uno; uno en su origen, uno en su objeto, y eso con Cristo mismo, el Hijo del Padre. El que santificaba y los que eran santificados de uno eran todos. (Vean Hebreos 2:11). Ellos formaban parte de la compañía de aquellos a quienes el Señor había dicho: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17). En esta posición espiritual, ellos eran uno en el Padre y en el Hijo, quienes eran uno en ellos mismos, y todos juntos vivían en esta comunión. De este modo, en 1 Juan 1, leemos, "para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo", y entonces tenemos comunión "unos con otros."

 

         De esta manera, debido al hecho de ser Cristianos, traídos al conocimiento del Padre en el Hijo, los motivos que animan y gobiernan el mundo, habían desaparecido: "como es el celestial, así son también los que son celestiales." (1 Corintios 15:48). En este caso Juan nunca habla de las inconsistencias que pueden ser mostradas en el andar, ni tampoco el Salvador, sino que Él habla de la cosa en sí misma. Ahora, el mundo tenía que ver esta unidad (comparen con Hechos 2 y 4), y la desaparición de todos los motivos que gobiernan este mundo, un claro testimonio de la revelación del Padre en el Hijo. Era el testimonio de que el Padre había enviado al Hijo al mundo; pues se ve allí un pueblo formado por un poder que no era en absoluto del mundo, y el cual, al derribar todas las barreras humanas, les daría un solo corazón y una sola alma, de modo que ellos fueron testigos incontrarrestables de la realidad de lo que los gobernaba. Así son los Cristianos, conducidos por la palabra del Padre, sometidos a la influencia de esta Palabra, y viviendo por ella.

 

         Observen que el tema aquí no es la unidad de la iglesia - Juan nunca habla de ello - sino de la familia de Dios. No se trata de los consejos de Dios, sino del efecto y la realización de la revelación del Padre en el Hijo; pero ellos son identificados con Cristo en todo. 

 

         La tercera unidad es en gloria. La primera fue expresada mediante estas palabras, "así como nosotros" (versículo 11); la segunda, mediante "uno en nosotros" (Versículo 21); y esta tercera unidad, es expresada por las palabras "así como nosotros somos uno" (versículo 22), y por "Yo en ellos, y tú en mí" (versículo 23); cumplido de esta manera, traídos a la perfección en uno. Se trata aquí del resultado en gloria.

 

         Nosotros hemos visto que la doctrina del capítulo, la vida eterna, es el conocimiento del Padre, y de Cristo enviado por Él. ahora bien, esto se cumple en la gloria. Antes que nada, Cristo como hombre, Hijo de Dios, en gloria, es la fuente de la santificación de los Suyos conforme a ese conocimiento, los discípulos y los que creían por medio de ellos, siendo introducidos en espíritu en la posición donde Cristo estaba. En segundo lugar, esta relación de asociación con Cristo es transferida a la gloria delante del Padre; no como lo es ahora, comprendida por medio de la fe, sino que ellos mismos son transformados en esta gloria. Es unión, perfecta en naturaleza, pensamiento, y estado - "así como nosotros somos uno" (v. 22); Cristo en ellos, para que la posición de ellos fuera comprendida plenamente, y el Padre en Cristo, para que la conexión espiritual que hemos visto a través de todo el capítulo - el Padre revelado en el Hijo, y Cristo revelado en los discípulos y en los creyentes - no sólo fuera ahora conocida espiritualmente, sino gloriosamente comprendida.

 

         Pero observemos aquí lo que es sorprendente e importante. Las tres unidades se relacionan con el mundo. En primer lugar, la Palabra de Dios ha sido confiada a los discípulos, depositarios conjuntamente de la verdad, de manera que el mundo los aborreció (versículos 11 al 14); luego, en segundo lugar, tenemos la unidad de comunión, para que el mundo pudiera creer (v. 21) al ver el efecto y el poder del testimonio allí presente; luego, en tercer lugar, los discípulos y los creyentes son hechos partícipes de la gloria dada al Hijo del Hombre; Él en ellos, y el Padre en Él, para que el total de estos pensamientos, de gracia tan infinita que une al Padre, al Hijo como Hombre, y a los creyentes, siendo manifestado en gloria, el mundo conocerá (y no creerá) que el Hijo de Dios había sido enviado del Padre, y que los creyentes eran amados por el Padre como el Hijo mismo. La prueba de ello estará allí: el Hijo manifestado en gloria, y los creyentes en la misma gloria en que Él está. Este será el cumplimiento visible de la doctrina, de la verdad maravillosa de la cual el capítulo se ocupa: el Padre en el Hijo como Hombre, y los creyentes glorificados con Él. Pero, sea esta una escena de testimonio o de gloria, es el mundo el que está ante nuestros ojos.

 

         Este no es el caso en lo que sigue a continuación, y es esto lo que da realmente otro carácter a estos últimos versículos. "Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo." (v. 24). Vemos aquí, tal como hemos visto en toda partes, que Cristo habla de Él mismo como hombre, despojado exteriormente de la gloria divina en la que Él había estado - la "forma de Dios" como leemos en Filipenses 2:6 - y habiendo tomado "forma de siervo" (Filipenses 2:7) en humana naturaleza. El Padre ha dado la gloria en lo alto al Hombre Cristo. Él había tenido, Él dice en este mismo capítulo, esta gloria con el Padre antes de la fundación del mundo, pero iba a regresar a ella como hombre, pues es claro que como hombre Él nunca la había tenido. Él no había sido glorificado aún. Nunca, aquí abajo, aunque Él dijo y demostró que Él era uno con el Padre, y "yo soy" (Juan 8:58), y dijo a los Judíos: "Destruid este templo [Su cuerpo donde Dios estaba], y en tres días lo levantaré." (Juan 2:19); Él nunca habría salido de esta posición de siervo: Él tomó un cuerpo para ser obediente a Su Padre (ver Salmo 40). Además, un hombre que no lo hubiera estado, habría estado por el hecho mismo, en el mal: fue a esto donde Satanás procuró llevarle (ver Mateo 4). El Padre había proclamado: "Este es mi Hijo amado" (Mateo 3:17); y en la primera tentación, Satanás le dice: "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan." (Mateo 4:3); pero el Señor resistió sus asechanzas, rehusando dejar el lugar de obediencia. "No sólo de pan vivirá el hombre," Él dice, " sino de toda palabra que sale de la boca de Dios." (Mateo 4:4). De esta manera, al hablar como Hombre en medio de los Suyos, Él habla de la gloria en que Él iba a entrar, como siéndole dada por Dios. No obstante, Él la presenta aquí objetivamente como Su gloria personal.

 

         Él había sido amado antes de la fundación del mundo (Juan 17:24). Nosotros hemos aprendido, al comienzo del capítulo, que Él había tenido con el Padre, antes de la fundación del mundo, la gloria en la que Él iba a entrar ahora como Hombre. No se trata de que aquí haya dos glorias; pero yo no creo que los ojos humanos puedan soportar aquí abajo la gloria tal como es vista en el cielo. La gloria vista en la tierra será como aquella en que Moisés y Elías aparecieron en el monte de la transfiguración - la gloria del reino. Pero leemos en Lucas 9 que los discípulos entraron en la nube, la Shekiná. Moisés había hablado a Dios, cuando Dios descendió en la nube, pero él no entró en ella. Pero nosotros le veremos tal como Él es allí, en la casa del Padre. Los discípulos habían sufrido en la tierra, y le habían visto sufrir. Él iba a ser crucificado, y Él pidió, por tanto, que ellos vieran Su gloria en lo alto, con el Padre. Fue la respuesta a la ignominia a la que Él había sido expuesto por Su amor por nosotros, y por la gloria de Su Padre.

 

         Pero esta petición se relaciona también con otra verdad solemne. Él iba a sufrir; la historia de Sus sufrimientos comienza en al capítulo siguiente. El mundo le había rechazado; el Padre debe decidir entre Él y el mundo. Él había revelado plenamente al Padre, y el mundo no le había conocido a Él, quien se había manifestado en Cristo. Fue ceguera moral que vio allí solamente al hijo del carpintero, donde el Padre había sido manifestado en toda Su gracia y en toda Su bondad. Pero Jesús, como hombre en el mundo, había conocido al Padre, y los discípulos habían conocido que fue el Padre quien le había enviado. Ahora el final había llegado, el término de su carrera terrenal; el resultado se iba a manifestar. La justicia del Padre estaba por situarle en Su casa, y el mundo era dejado sin Dios, quien había estado allí en gracia, y sin el Salvador.

 

         Noten que cuando Él ora por los Suyos, Jesús dice, "Padre santo." Él deseaba que ellos fueran guardados conforme a este nombre - hijos con Él, y santificados conforme a esta revelación del Padre que Cristo disfrutó, y de la que Él era el instrumento para los demás. Él dice ahora, "Padre justo" (v. 25). El Padre iba a decidir entre Él y aquellos que le habían recibido, por una parte, y el mundo que le había rechazado a Él por la otra. Un momento solemne para el mundo, cuando Aquel que había venido en pura gracia (2 Corintios 5:19) oró, después de haber manifestado y glorificado fielmente al Padre, para que el propio Padre decidiera en justicia entre Él y el mundo. La respuesta siguió muy pronto, cuando Jesús se sentó en el trono del Padre.

 

         Pero tenemos que hacer notar aquí algo más. En primer lugar la unión de la Persona divina del Hijo, y de la humanidad del Salvador. El Padre le había amado antes de la fundación del mundo; Él mismo, Hijo del Padre, antes que hubiera existido un mundo. Pero en contraste con el mundo, Él había conocido al Padre, es decir, como Hombre aquí abajo, y asocia a los discípulos con Él mismo, pidiendo que ellos estuvieran donde Él iba a estar, reconociendo al mismo tiempo Su gloria personal. Él pidió que ellos vieran Su gloria, la gloria que Él había tenido como amado por el Padre antes que el mundo existiera. Es la verdad preciosa, que es como un hilo uniendo todo el capítulo; pero aquí, lo que más se presenta, es Su Persona como Hijo del Padre, y Hombre, y la asociación de los discípulos con Él. Pero ¡qué gracia se nos presenta aquí! Nosotros estaremos con Cristo, semejantes a Cristo; veremos Su gloria, la gloria de Aquel que ha sido humillado por nosotros; una gloria que Él tenía con el Padre antes de la fundación del mundo - pero Hombre para siempre jamás.

 

         Pero esto aún no es todo. Está nuestra relación con el Padre, igual a la de Cristo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17); es decir, donde Cristo está aún como Hijo, y como Hombre. Nosotros ya disfrutamos esta relación. Cuando Cristo vendrá de nuevo, el mundo conocerá que nosotros hemos sido amados, como Cristo ha sido amado; pero nosotros ya tenemos el gozo de ello, aquí abajo. El nombre del Padre ya nos ha sido manifestado cuando Cristo estuvo en la tierra, aunque poco comprendido por los discípulos. Pero desde el descenso del Espíritu Santo, descendido en virtud de la presencia del Hombre Cristo en el cielo, este nombre es manifestado nuevamente, y el Espíritu es el Espíritu de adopción.

 

         ¡Qué gracia inmensa, perfecta, e íntima! Amor, que es el amor con que Dios ama, infinito, perfecto, en su naturaleza, excluyendo a todo lo que no es él mismo; íntimo, es el amor del Padre por el Hijo mismo, y Cristo en nosotros para derramarlo en nuestros corazones, y capacitarnos para disfrutarlo, y eso en su perfecta intimidad, pues es Cristo en nosotros, para darle su carácter apropiado en nosotros.

 

         El mundo conocerá objetivamente el amor con que hemos sido amados, cuando apareceremos en la misma gloria de Cristo; nosotros mismos lo conocemos, como siendo los objetos conscientes de él; conociendo este amor en el Padre, en el Hijo como siendo su objeto valioso e infinito, y nosotros - estando Él en nosotros - participando en este amor de la manera en que Él lo goza como Hombre. Sólo Dios pudo tener pensamientos semejantes.

 

CAPÍTULO 18

 

         Nosotros hemos pasado a través del maravilloso capítulo, en el cual se nos presenta la conmovedora revelación de la comunión del Hijo con el Padre con respecto al objetivo del común interés de ellos, los hijos, es decir, creyentes siendo colocados en relación con el Padre por Su revelación en el Hijo. Mientras más pensamos en ello, más sentimos cuán maravilloso es ser admitidos a oír tales comunicaciones.

 

         Pero continuemos nuestro estudio del Evangelio. Lo que sigue a continuación, es el relato de los últimos sucesos de la vida de Cristo, así también como de Su muerte, de Su resurrección y todo lo que pertenece a ellos. Los sufrimientos de Cristo no son el tema del Evangelio de Juan, sino Su Persona divina, y este carácter es hallado nuevamente aquí. Nosotros no encontramos sufrimientos en Getsemaní o en la cruz, sino un testimonio directo rendido a Su divinidad, en cuanto a Su obediencia humana perfecta. Hay otro elemento menos importante, pero que aparece en una luz clara; se trata del hecho de que los Judíos son desechados moralmente, un asunto que provoca dolor al propio Salvador y a nosotros, para lo cual la soberana gracia de Dios proporcionará un remedio; pero ellos caen aquí en un marcado desprecio, incluso de parte de los Gentiles.

 

         Al no ser relatados los sufrimientos de Cristo, hay una cantidad de detalles mucho menor. Lo que se coloca en primer plano en el relato son grandes principios, grandes hechos, o al menos estas cosas brotan de él. Yo espero que el hecho de pasar revista a los diferentes relatos hallados en los Evangelios de lo que sucedió en Getsemaní y en la cruz no será obstaculizar demasiado a las almas.

 

         En Mateo, Cristo es la Víctima; no hay consolador ni consolación, sino el sueño de los Suyos, y la traición con besos en Getsemaní; y en la cruz las palabras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46). Marcos proporciona los mismos hechos en este respecto. En Juan, nosotros veremos pronto, no es una cuestión de sufrimientos, ya sea en Getsemaní, o en la cruz; se trata del Hijo de Dios quien se entrega a Sí mismo. En Lucas tenemos más angustia humana en Getsemaní, pero ninguna en la cruz. Hablaremos más adelante de lo que se relata en el Evangelio de Juan. En el Evangelio de Mateo es sencillo: se trata del Cordero conducido al matadero, el Cordero que no abrió Su boca, excepto para reconocerse Él mismo como tal, y abandonado de Dios por nosotros. En Lucas, yo veo al Hijo del Hombre, y cada circunstancia responde al carácter del Evangelio. De esta manera, como Hombre, Su genealogía sube hasta Adán; Él es el Hombre que siempre está orando; en Getsemaní, teniendo a la vista la terrible copa que Él tenía que beber, Él es Hombre comprendiendo de antemano lo que Él tendría que sufrir, como siendo hecho pecado. Él estuvo en una agonía (que sólo aparece relatada en Lucas) pero que sólo sirvió para mostrar Su perfección; Él oró más fervientemente; Él estuvo como un Hombre con Dios; Él pasó por toda la angustia en Su alma. En la cruz, no se nos presenta ningún sufrimiento en absoluto. Todo el resto (aquello que vemos en los otros Evangelios) permanece verdadero, pero es contemplado desde otro aspecto, el Salvador es presentado en otro aspecto. Los sufrimientos han pasado; Él pide perdón para los Judíos; Él promete el paraíso al ladrón; luego, cuando todo ha terminado, Él entrega Su espíritu a Su Padre. Es gracia y paz en Su alma, cuando Él ha llevado todo a cabo. El abandono de Dios había tenido lugar, pero este no es el lado de la historia que Lucas presenta.

 

         Es bueno comentar aquí también, que los otros tres Evangelios (Mateo, Marcos, y Lucas) relatan Su controversia con las diferentes clases de los Judíos en Su última entrada en Jerusalén, cuya incredulidad es colocada en plena luz. En Juan, cuando esta incredulidad en cuanto a Su palabra (capítulo 8), en cuanto a Su obra (capítulo 9), se hizo manifiesta, y Él ha manifestado que ha venido a buscar a Sus ovejas, Judías o Gentiles, y Dios ha dado testimonio de Él como siendo Hijo de Dios, Hijo de David, e Hijo del Hombre (pero Él debe morir como tal), entonces ello no es una controversia con los Judíos, un asunto ya zanjado, sino que son comunicaciones a Sus discípulos acerca de los privilegios y la posición que ellos habrían de gozar cuando Él estuviera lejos. Esto nos trae de regreso a historia.

 

         (V. 1 y sucesivos). Los pocos versículos que nos cuentan acerca de los sucesos en Getsemaní, nos presentan al Salvador en Su poder divino, entregándose luego Él mismo por los Suyos, y finalmente perfecto en obediencia como hombre. Nada se dice de lo que sucedió antes de la llegada de Judas, pero entonces, toda la compañía, ante Su confesión voluntaria de que Él era Jesús de Nazaret, caen a tierra, confundidos por el poder divino que se revelaba en Él. Él podía haberse marchado para escapar de ellos, pero Él no había venido para eso, y declarando nuevamente que Él era Aquel quien ellos buscaban, Él añade: "por tanto, si me buscáis a mí, dejad ir a éstos"; para que se cumpliera esa palabra, tan preciosa también para nosotros: "De los que me diste, no perdí ninguno." (Juan 18: 8, 9 - LBLA). Él mismo se coloca en la brecha, para que los Suyos puedan ser protegidos del daño.

 

         Pedro saca su espada, hiere al siervo del sumo sacerdote, y le corta su oreja. Jesús le sana, pero diciendo estas palabras: "la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?" (vv. 10, 11). Un sometimiento perfecto a la voluntad de Su Padre, mientras demuestra que mediante una palabra Suya ellos eran hechos impotentes, y Él, libre. (Mateo 26:53).

 

         En lo que sigue a continuación, me parece que nosotros hallamos que Jesús apenas toma en cuenta al sumo sacerdote. Él no le da razón de Su enseñanza, sino que lo deriva a aquellos que le habían oído: lo que Él había hablado lo había hecho en público. En los otros Evangelios, nosotros vemos, efectivamente, que Jesús respondió, cuando se le preguntó quién era Él. Pero aquí, la autoridad del sumo sacerdote desapareció.

 

         La caída de Pedro es manifestada cuidadosamente, y luego dejada. En el examen por el cual le hace pasar, Pilato recibe una respuesta más plena de Él. No se halla aquí Su reticencia delante el sumo sacerdote, lo que es sorprendente. Con Caifás, Él se refiere a lo que él podía haber sabido de parte de la multitud que le había oído a Él. Con Pilato, Él entra en conversación; reconoce la autoridad del gobernador, pero los Judíos son puestos a un lado, situados en la posición de acusadores falsos, y, cuando la enemistad de ellos se hace evidente, Él explica a Pilato que, aunque Él era Rey, Su reino no era de este mundo, y nunca lo será, incluso cuando este reino será establecido aquí abajo. Los cielos reinarán; el mundo lo reconocerá (ver Daniel 4:26).

 

         A Pilato le habría gustado dejar el asunto a los Judíos; él se percató perfectamente que era solamente un asunto de envidia y odio sin causa; pero los Judíos habrían de ser los instrumentos para que Cristo fuera tratado como un malhechor, y no fuera apedreado como un blasfemo, como Esteban lo fue. En los consejos maravillosos de Dios, Su Hijo debía ser muerto como un malhechor entre los Gentiles - echado fuera de la viña, pero los culpables, los que fueron los autores de ello, fueron los Judíos (Juan 18: 29-32, 35). ¡Qué terrible ceguera fue la de ellos! Ellos no se querían contaminar para poder comer la pascua (v. 28), en el momento mismo en que ellos estaban entregando al verdadero Cordero Pascual para ser sacrificado. Los escrúpulos no son la conciencia. Nosotros no debemos violar los escrúpulos, si los tenemos, pero la conciencia mira a Dios y a Su Palabra. La conciencia no impidió que los Judíos compraran la sangre de Jesús por treinta piezas de plata; pero un escrúpulo les prohibió echar el dinero rechazado por Judas en el tesoro de Dios en el templo, por ser este el precio de sangre. (Comparen con Romanos 14).

 

         Pilato pregunta a Jesús si Él era el Rey de los Judíos (v. 33). El Señor le explica que Su reino no es de este mundo, de otra manera Él habría probado Sus demandas tal como el mundo lo hace. Pero en cada sentido, Su reino, en este momento, no se establecía en este mundo como un reino del mundo. Su presencia como acusado ante Pilato era la prueba de ello. Cuando Pilato le pregunta, Jesús no deja de confesar abiertamente que Él es Rey. Él establecerá, más adelante, un poder que nada podrá resistir, pero el tiempo aún no había llegado. Conforme a la verdad, Él era Rey, y Él rinde testimonio a la verdad. Según la obra de Dios en ese momento, Él fue contado entre los transgresores. Para Pilato, un incrédulo y racionalista, ¿qué era la verdad? Él fue muy culpable por rendirse a las urgentes demandas de los Judíos, pero fueron los Judíos quienes fueron los instigadores de la muerte de Jesús. Ellos estaban cumpliendo, sin saberlo, los consejos de Dios, y Jesús estaba allí en Su obediencia perfecta. Tenemos ante nosotros la verdad, el Rey, la Víctima propiciatoria, llevando a cabo una obra mucho más profunda y mucho más importante que incluso la realeza; vemos también allí al jefe de los Gentiles, representando al emperador romano, y luego, el odio furioso de este pobre pueblo contra Dios manifestado en bondad, su Salvador. Todo asume su verdadero carácter, los consejos de Dios son llevados a cabo, y cada actor en esta escena toma su verdadero lugar. Pero los actores, Judíos y Gentiles, van a desaparecer condenados, pero para la gracia; y el malhechor condenado, quien, humanamente hablando, desaparece, deja la escena para ser Señor sobre todas las cosas, para sentarse en el trono del Padre.

 

         Así continúan las cosas incluso en una pequeña escala, en este mundo. Es sorprendente ver a estos pobres Judíos hacer uso, en la cruz, de las mismas palabras que, en sus propias Escrituras, son colocadas en las bocas de ateos y de los enemigos de Dios. (Comparen Salmo 22 y Mateo 27). Pero la sabiduría es justificada por sus hijos.

 

         La posición de cada uno está claramente establecida. Pilato, el juez convencido de la inocencia del Señor, deseó deshacerse de la importunidad de los Judíos, y evitar una enemistad sin provecho. Los Judíos están enfurecidos contra el Hijo de Dios venido en gracia a este mundo, y prefieren a un ladrón culpable de homicidio en vez de Él. Jesús se somete a todo: condenado a causa de Su propio testimonio, Él había de ser echado fuera del campamento, y sufrir la clase de muerte de la cual Él había hablado, y los Gentiles iban a ser culpables de ello. Pero los hechos de Pilato y de los Judíos iban a poner aún más en relieve el espíritu que los animaba. Pilato sin conciencia; los Judíos llenos de odio - ellos deseaban, a toda costa, matarle. Esto es lo que sigue a continuación, y que hallamos al comienzo del capítulo 19.

 

CAPÍTULO 19

 

         En realidad, el juicio del Salvador ha sido pronunciado. Él había sido entregado a los ultrajes de los soldados Romanos. Los detalles de esta parte de la historia se hallan en Mateo 26: 24-31. Los Judíos, a pesar de la tímida resistencia de Pilato, habían escogido a Barrabás el ladrón y habían rechazado al Hijo de Dios; y Pilato, consintiendo a la solicitud de ellos, había renunciado de una manera inaudita a su posición como juez, para complacer a un pueblo turbulento.

 

         Pero él no estaba tranquilo. La majestad de los modos de Jesús dio al acusado un ascendiente sobre el juez. Había en Cristo algo sobrehumano que hizo temer a Pilato; además, nosotros sabemos que él había recibido advertencias que Dios le había enviado en un modo tal como un Gentil las podía recibir; Mateo 27:19. Pero las relaciones de los Judíos, no con Cristo - eso se halla más claramente y de una manera más terrible en Mateo - sino con los Gentiles, y las de los Gentiles con Dios, iban a ser manifestadas con más evidencia. Pilato trae a Jesús de regreso, y Él nos es presentado odiado y rechazado por los Judíos, y condenado solamente por Pilato en palabras conocidas a todos. "¡He aquí el hombre!" (v. 5).

 

         Es Dios quien nos lo presenta de esta manera. Allí estaba el Hijo de Dios tal como era en este mundo. El mundo no le conoció, aunque le había visto, y los Suyos no le recibieron. Él fue el despreciado y desechado por los hombres (Isaías 53:3 - RVA).

 

         Pilato, incómodo a causa de una mezcla de temor y de una mala conciencia, y lleno, al mismo tiempo, de una ansiedad febril por mantener su autoridad, y para dejar caer sobre los Judíos la culpabilidad de la condenación de Jesús, le presenta nuevamente a los Judíos para decirles que él no halla ningún delito en Él (v. 6). Esto excita a los Judíos a exigir a gritos Su crucifixión. Pilato desea que ellos lo hagan, ya que no halla ningún delito en Él. Entonces los Judíos, a quienes los Romanos habían dejado sus propias leyes (excepto el derecho de enviar a la muerte), insisten en que Jesús merecía la muerte debido a que Él se hizo a Sí mismo Hijo de Dios, lo cual aumentó la inquietud de Pilato.

 

         Él entra otra vez en el pretorio y pregunta a Jesús de dónde era Él. ¿Dónde estaba ahora el juez? Jesús no le responde, habiendo Pilato reconocido públicamente que Jesús no era culpable. No era una cuestión de dar instrucciones a Pilato; quien, además, no buscaba instrucción, y quien, en presencia del silencio de Jesús, apela a su autoridad y a su poder sobre Él. Jesús manifiesta a Pilato que él no tendría ninguna autoridad si no le hubiera sido dada de arriba (v. 11) - pues la crucifixión del Salvador estaba en los consejos de Dios, y Jesús mismo se estaba entregando para llevarlos a cabo; pero eso sólo aumentó el pecado de Judas, quien, habiendo sido testigo del poder divino de Cristo, le había entregado, como si no hubiera ninguno.

 

         Desde ese momento, Pilato procura entregar a Jesús; pero para evitar un tumulto entre los Judíos, quienes le critican con ser infiel a César, puesto que Jesús se llamó a Sí mismo Rey, él ya no resiste más, sino que irritado, se burla de los Judíos a quienes él despreciaba, y despreocupándose en cuanto a la verdad o en cuanto a Jesús, dice, "¿A vuestro Rey he de crucificar?" (v. 15) - ocultando de este modo su inquietud, su molestia, su debilidad, y su falta de conciencia. Esta es la ocasión de la apostasía pública de los Judíos, quienes declaran, "No tenemos más rey que César." (v. 15). Los consejos de Dios están siendo llevados a cabo; las manos de Pilato están manchadas con la sangre del Hijo de Dios; los Gentiles que tenían la autoridad, son culpables de Su muerte; los Judíos abandonan todos los privilegios que tenían de Dios, y Jesús, con Su inocencia judicialmente reconocida, ocupa Él solo el lugar de verdad y fidelidad, y se entrega Él mismo (pues Él podría haber escapado como dijo en el huerto, o, de hecho, en cualquier momento) para cumplir los consejos de gracia. Los Gentiles se comprometen sin recurso, los Judíos se pierden para siempre sobre el terreno de su propia responsabilidad, y eso no solamente en cuanto a la ley, sino como habiendo renunciado a todo derecho al disfrute de las promesas; y si Dios las cumple después para Su propia gloria, ellos serán constreñidos a recibir el disfrute de ellas como pobres pecadores perdidos de entre los Gentiles. Jesús, condenado pura y sencillamente por el testimonio que Él rindió a la verdad, así como también había sido el caso ante el sumo sacerdote, está de pie solo en Su dignidad e integridad en medio de un mundo que se arruinó al oponerse a Él, a la gracia y a la verdad venidas de Dios mediante Él quien estaba en Su seno.

 

         Aquí, Jesús no reconoce ninguna autoridad entre los Judíos - ellos eran adversarios - ni en el jefe de los Gentiles, excepto para el cumplimiento de los consejos de Dios. Él le explica, en primer lugar, la posición, pero niega su poder, si no es para eso. Para ver Su condenación pronunciada por los Judíos nosotros debemos ir a los otros evangelistas, tal como en Mateo 26: 63-66, donde le vemos condenado por el testimonio que Él había dado de que Él era el Hijo de Dios; y en Lucas 22 donde ellos toman sobre ellos mismos la terrible responsabilidad de Su sangre. Aquí, en el Evangelio de Juan, son sólo los adversarios a quienes el Señor no reconoce. Judíos y Gentiles, ellos desaparecen en las tinieblas del odio, y de un acto de injusticia procedente de la debilidad de alma y falta de conciencia, y Jesús está allí, habiendo dado testimonio de la verdad, solo, aceptando las consecuencias de parte de Dios, para cumplir la inefable obra de amor divino para los unos y los otros. ¡Oh, que nosotros podamos conocer mejor cómo meditar sobre estas cosas y cómo comprenderlas!

 

         En la historia de la crucifixión de Jesús, tal como hemos visto en Getsemaní, no se hallan los sufrimientos. Si Él es situado entre los malhechores, ello es para arrojar desprecio sobre los pobres Judíos. Pero si Pilato había consentido sin conciencia a la violencia de ellos, de ninguna manera él se preocupó del honor de su nación, y mantiene insolentemente lo que él ha escrito (v. 22). La voluntad de Dios era, que fuese dado este testimonio del estado de los Judíos y de los derechos de Su Hijo, rechazado por el pueblo, pero Rey de los Judíos. La profecía con respecto a ellos se cumple en los detalles más pequeños.

 

         (V. 25 y ss.). Después de eso, nosotros encontramos a Uno que ha completado Su curso bendito; es el Hijo de Dios. Durante Su servicio aquí abajo, él no reconoció a Su madre. En realidad Sus relaciones humanas no estaban en cuestión; Él era el portador de la palabra divina en este mundo, la expresión de esta palabra en Su Persona, y nada más; separado de todo para esto. Ahora que Su ministerio divino está terminado, Él reconoce esta relación, no como un vínculo con los Judíos, esto había terminado, sino como afecto humano. Él la encomienda a Juan, el discípulo que Él amaba. El hecho de haberla rechazado siempre no fue una falta de afecto natural, sino fidelidad, sea en Su posición fuera de los Judíos (Mateo 12:46), o en absoluta consagración. Ahora que Su servicio está terminado, Su afecto es libre, y Él lo muestra.

 

         (V. 30). Luego, habiéndose cumplido la última pequeña circunstancia que había de encontrarse en Su muerte, declarando en perfecta paz que todo estaba consumado, Él mismo entrega Su espíritu. Nadie se lo quita, es Él mismo quien lo entrega. Un acto divino: después de haber sufrido todo en Su alma por el abandono de Dios, en perfecta calma Él reconoce que todo está cumplido; Él mismo separa Su espíritu de Su cuerpo, y lo entrega a Dios, Su Padre; un acto divino en que Él tuvo el poder para llevarlo a cabo. En el Evangelio de Lucas, nosotros tenemos el lado humano de la fe del hombre: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu." (Lucas 23:46). Aquí se trata del lado divino, donde Él pone Su vida humana.

 

         (V. 31 y ss.). Los Judíos, llenos de celo por las ordenanzas, a la vez que descuidan la misericordia, la justicia, y el amor de Dios, desean que los cuerpos no queden en la cruz en el día de reposo, y un centurión es enviado para matar a los crucificados. Él rompe las piernas de los dos malhechores; pero Jesús ya estaba muerto; ni uno de Sus huesos iba a ser quebrado (o, quebrantado); pero para asegurarse que no estaba equivocado, y que (aunque él no entendía nada de ello) el mundo se había librado del Hijo de Dios, él traspasa Su costado con una lanza. Fue el último ultraje que el mundo le infligió, para asegurarse que ellos habían terminado con el Hijo de Dios. La respuesta de la gracia fue el agua y la sangre que purifica y salva. El hombre y Dios se encontraron; la insolencia e indiferencia del odio, y la gracia soberana que se alza por sobre todo el pecado del hombre. ¡Maravillosa escena, maravilloso testimonio! Allí, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. El golpe de la lanza del soldado sacó a la luz el testimonio divino de salvación y de vida.

 

         Observen, también, cuán oportuna fue esta circunstancia. Si ellos hubieran traspasado con lanza a Jesús antes de Su muerte, y le hubieran matado, Su espíritu no habría sido entregado por Él mismo: si ellos le hubieran traspasado sin matarle, Su sangre derramada de esta manera no habría tenido el valor de Su muerte. Pero Él mismo entrega Su vida; Él está muerto, y todo el valor de Su muerte, en sus dos aspectos de purificación y expiación, fue manifestado cuando Su costado fue traspasado y el agua y la sangre salieron; 1 Juan 5.

 

         ¡Cuán poco corresponde a la realidad lo exterior de lo que sucede en el mundo! Los escrúpulos y la brutalidad se dan prisa para quitarle la vida a los ladrones: poco pensaron ellos que al hacerlo así, ¡estaban enviando al pobre creyente directamente al paraíso! Las Escrituras se estaban cumpliendo en cada punto. Ni uno de los huesos de Jesús fue quebrado, pero Su costado había sido traspasado, y Dios proporciona ahora el hombre rico con quien Jesús había de estar en Su muerte (v. 38). José de Arimatea ha obtenido que Pilato le entregue el cuerpo del Salvador, y él y Nicodemo lo pusieron con especias aromáticas en un sepulcro nuevo que nunca había sido usado para un entierro. Estando a punto de comenzar el día de reposo (a las seis de la tarde), ellos ponen el cuerpo allí, para arreglar todo adecuadamente cuando el día de reposo hubiera pasado. ¡Qué momento solemne cuando la tierra recibió el cuerpo muerto del Hijo de Dios, y el mundo no tuvo nada más de Él aquí abajo!

 

         Observen aquí, de paso, de qué manera la iniquidad llevada a su punto culminante, guía a los débiles a mostrarse fieles. Estos dos hombres que creían en Jesús, pero cuya posición y riquezas les impedían mostrarse abiertamente, o solamente le permitió a uno de ellos hacerlo, pero de un modo tímido e indirecto - ahora que todos tienen temor, excepto unas pocas mujeres - salen a la luz audazmente. Este mal en medio de los Judíos se había vuelto intolerable para ellos, y su posición era de real servicio a ellos en su devoción. Fue la paciente gracia de Dios y Su providencia la que sacó a la luz al hombre rico en este momento para este servicio.

 

         En el mundo invisible, Jesús estaba en el paraíso; en cuanto a este mundo, todo lo que Él tuvo fue un funeral interrumpido. El pecado, la muerte, Satanás, el juicio de Dios, habían hecho todo lo que podían hacer cada uno por separado: Su vida terrenal había finalizado, y con ella todas Sus relaciones con este mundo, y con el hombre como perteneciendo a este mundo. La muerte reinó exteriormente, incluso sobre el Hijo de Dios; almas serias que estaban conscientes de ello estaban perplejas. Pero el mundo siguió como siempre; la Pascua fue celebrada con sus ceremonias habituales; Jerusalén fue lo que había sido antes. Ellos se habían deshecho de dos ladrones; qué había sido de ellos, del uno o del otro, no le importaba a la sociedad. El egoísmo de ellos fue librado de estos dos, y de Otro que le traía problema al hablar demasiado acerca de ello. Pero la verdad no es lo exterior de las cosas. Uno de los ladrones estaba en el paraíso con Cristo; el otro, estaba muy lejos de toda esperanza; el alma, por lo menos la del Tercero, estaba en el reposo de la bendición perfecta, en el seno de la Deidad. Y en cuanto al mundo, este había perdido a su Salvador, y no le habría de ver más.

 

         Pero fue imposible, a causa de Su Persona, que Jesús pudiera quedar bajo el poder de la muerte, aunque Él se sometió a ella por nosotros. A causa de la justicia divina Él no iba a quedar allí. Verdadero Hijo de Dios, la gloria del Padre estaba interesada en que Él no fuera sujeto por ella; Él no podía permitir que Su Santo viera corrupción. La oscuridad absoluta que había descendido sobre el mundo habló de parte de Dios acerca del amanecer de un día nuevo y eterno que iba a nacer más allá de la muerte, para la gloria de Dios, sobre aquellos que, unidos a Jesús, en Él vieron el Sol de Justicia. El dolor, donde hay fe, puede durar una noche, pero el gozo llega en la mañana. El hombre debe ser condenado, pero Dios es soberano en gracia, glorioso en justicia. Cristo, un hombre, tuvo que morir, conforme a esa gracia, y conforme a la justicia contra el pecado; pero Él tenía que ser resucitado conforme a la infalible justicia de Dios. Ello es la base de la verdad con respecto a la obra de Cristo, pero es el principio de todos los modos de Dios con nosotros. Nosotros debemos morir con Él y resucitar con Él. Si nos apropiamos siempre de esta verdad, pues es nuestro privilegio (Colosenses capítulos 2 y 3), nosotros disfrutamos una vida que no está en este mundo, llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús (2 Corintios 4:10). Si en algo esta vida de la carne no es mortificada, se le debe aplicar la muerte: nosotros experimentamos esto en los caminos de Dios. Se trata de la historia de nuestra vida Cristiana aquí abajo. En cuanto al cumplimiento eficaz de la cosa, ello fue hecho, de una vez y para siempre, en la cruz.

 

CAPÍTULO 20

 

         En este capítulo, la historia de la resurrección, o más bien de las manifestaciones del Señor a los Suyos, está llena de interés y de importantes principios. La primera persona que nos es presentada ni siquiera es el Cristo: son aquellos que habían de rodearle espiritualmente, y quienes, de hecho, le habían rodeado aquí abajo. Fue bueno y apropiado que el estado de sus afectos - y los afectos nutren la fe - que este estado, yo digo, como la confianza en Él y el apego a Su Persona fuera manifestado, y que entonces Él, revelado en resurrección, fuera la respuesta a este estado, y les habría de conducir más allá.

 

         La primera persona que se presenta, y cuya historia es de un interés profundo y conmovedor, es María Magdalena (v. 1). Su nombre ha llegado a ser la expresión de una mala vida, o por lo menos, la de una mujer salida del libertinaje, pero no hay nada que justifique la tradición. Pero no es ninguna tradición el hecho de que ella había estado completamente bajo el poder del demonio; el Señor había echado fuera de ella siete demonios. Su estado, por consiguiente, había sido muy miserable, y ella amó mucho. Nosotros la encontramos con una mujer llamada constantemente "la otra María" (Mateo 28:1), acompañando al Señor con otras, y rindiéndole los asiduos servicios de un devoto afecto. Pero sincero como era el afecto de estas mujeres por el Salvador, lo era aún más para el corazón de María Magdalena que para todas las demás. Ellas estaban plenamente preparadas, comprando especias aromáticas y perfumes para embalsamarle, para hacer todo lo necesario para honrar a su Maestro; pero María Magdalena pensaba en Él. Por tanto, ellas esperaban el momento apropiado, y llegaron al sepulcro a la salida del sol. Pero el corazón de María Magdalena estaba libre de todo, salvo del pesar de haber perdido a Aquel a quien ella amaba tanto, y ella estuvo en el sepulcro mientras era aún de noche.

 

         El Señor ya había resucitado, y la gran piedra había sido quitada de delante de la entrada al sepulcro. Ella no se dio cuenta de la importancia de lo que vio, sino que fue a Pedro y a Juan. Estos, para ver lo que había sucedido, corrieron al sepulcro que se suponía que estaba bien custodiado. Juan mira en el sepulcro y ve los lienzos en los que Jesús había sido envuelto, dejados allí sobre la tierra. Pedro, llegando inmediatamente después, entra y ve también los lienzos, y el sudario en el cual se había envuelto la cabeza del Señor, enrollado en un lugar aparte. Todo indicaba tranquilidad; nada indicaba prisa o precipitación. Parece que Pedro estaba asombrado por lo que vio (Lucas 24:12), y apenas sabía qué pensar de ello. Entonces Juan, a su turno, entró; él vio y creyó, pero su fe descansó en lo que vio, y no en la palabra. Ellos no conocían la Escritura que declaraba que así debía ser. ¡Es lamentable! Jesús no poseía sus corazones, ni la Palabra poseía el entendimiento de ellos. Ellos "se fueron de nuevo a sus casas." (v. 10 - LBLA); ellos no miran más; ellos están asombrados, por lo menos Juan está convencido; la inteligencia divina no los iluminó, el afecto por Cristo no los movió: ellos se fueron a sus casas.

 

         No es de esta manera con María Magdalena. Para ella, el estar sin Jesús hacía que todo el mundo fuera nada más que un sepulcro vacío; su corazón estaba aún más vacío. Ella se queda allí en el sepulcro, donde había estado el Señor a quien ella amaba (v. 11). Así como se dice de Raquel, que ella no pudo ser consolada, porque Él no ya no estaba. (Ver Jeremías 31:15). Inclinándose para mirar dentro del sepulcro excavado en la roca, ella ve a dos ángeles, quienes le preguntan: "¿por qué lloras?" (v. 13). Dios permite la expresión plena de este fuerte afecto. Lo que dice ya no es, «Se han llevado al Señor», como le dijo a los apóstoles (v. 2), sino, "se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto." (v. 13). Pero Jesús no estaba lejos de un corazón apegado de este modo a Su Persona. María oye a alguien moviéndose detrás de ella. Ella se vuelve y ve a un hombre que ella piensa que es el hortelano. Él pregunta de nuevo: "¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" (v. 15). Entonces nosotros vemos el afecto que se apropia del Salvador perdido, como si Él le perteneciera a ella, y que no se imagina que el hortelano no puede pensar en ningún otro objeto que aquel que ocupa este afecto. "¡Señor," ella dice, "si tú le has quitado de aquí, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré!" (v. 15 - VM). Si yo tuviese un amigo enfermo, yo preguntaría en su casa, «¿Cómo está él?» y todos entenderían lo que yo quise decir, es decir, de quién yo estaba hablando. María supone que todos piensan en el Señor, así como ella misma lo hace, y que su afecto le da pleno derecho a disponer de Él. No se trató de inteligencia; Él había dicho que resucitaría, y ella buscó entre los muertos a Aquel que vivía. Pero el Señor era todo para su corazón. Es lo que Jesús busca, y Él deja que se le halle vivo. Él actúa en su afecto divino y humano, y llama a Su oveja por su nombre, Él dice, "¡María!" (v. 16). Esto fue suficiente y una sencilla palabra de un corazón satisfecho responde al llamado. Su oveja oye Su voz, y no se equivoca. Ella dice, "¡Raboni!" Eso fue todo; María le había hallado, y le había hallado vivo, y Él había sacado del corazón de María todo el afecto que Su amor satisfaría.

 

         Ahora viene la inteligencia, y es María, aquella que buscó entre los muertos al que vivía, pero con un corazón que le pertenecía a Él, un corazón apegado a Su Persona, es ella a quien el Señor emplea para comunicar a los mismos apóstoles el conocimiento de los más elevados privilegios que pertenecen a los Cristianos. Vemos claramente la importancia de su devoción. No fue el conocimiento lo que caracterizó a María, sino que su afecto la acercó espiritualmente al Señor, e hizo de ella el instrumento apropiado para comunicar lo que Él mismo tenía en Su corazón. Ella poseyó, como un instrumento, este conocimiento, pero mejor aún, ella poseyó al Señor.

 

         En cuanto a su posición, María Magdalena representaba al remanente Judío unido a la Persona del Señor, pero un remanente ignorante en cuanto a los gloriosos consejos de Dios. Ella pensó haber hallado a Jesús de nuevo, resucitado, sin duda, pero venido nuevamente a este mundo a tomar el lugar que le correspondía, y satisfacer los afectos de quienes lo habían dejado todo por Él en los días de Su humillación, despreciado por el mundo, y negado por Su pueblo. Pero ella no podía tenerle ahora. Una gloria mucho más excelente, de una extensión mucho mayor, estaba en los pensamientos de Dios, y para nosotros una bendición mucho más preciosa. Al recibir a Cristo, ella no podía recibirle correctamente, sino conforme a los pensamientos de Dios con respecto al Salvador. Sólo su cariño para con el Señor le abrió esta senda bienaventurada. "No me toques, " dice el Señor, "porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (v. 17). Ella no podía tener al Señor, incluso una vez resucitado, como venido de nuevo como Mesías a la tierra. Antes que nada Él debía ascender al Padre y recibir el reino, y luego regresar: pero había mucho más. Una obra había sido consumada la cual le situaba, siempre como Hombre e Hijo, con el Padre en gloria, Hombre en esta bendita relación; pero fue una obra de redención la que sitúa a los Suyos, redimidos según el valor de esa obra, en la misma gloria y en la misma relación en que Él mismo está. Y esto se basaba en el seguro fundamento de esa obra, en la cual Dios mismo y el Padre habían sido glorificados plenamente, y se habían dado a conocer conforme a todas sus perfecciones. (Comparen con Juan 13: 31, 32 y con capítulo 17; 4, 5). Conforme a esas perfecciones, los discípulos son introducidos en la posición y conforme a las relaciones del propio Jesús con Dios. Este fue el fruto necesario de la obra de Jesús; sin esto, Él no habría visto el fruto de la aflicción de Su alma (Isaías 53:11).

 

         Por primera vez Cristo llama a Sus discípulos Sus hermanos, y los coloca así en Sus propias relaciones con Dios Su Padre. El judaísmo ha desaparecido por el momento, y en cuanto a lo que respecta al antiguo pacto; y es revelado el resultado pleno de la obra de Cristo, conforme al establecido propósito de la gracia; los creyentes son situados allí por medio de la fe, y nosotros poseemos el conocimiento y el poder de ello mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado, a continuación de la entrada personal de Jesús, como Hijo del Hombre, en la gloria que resultó de Su obra.

 

         La resurrección de Jesús ha dejado atrás al hombre, la muerte, el pecado, el poder de Satanás, y el juicio de Dios, y expuso la gloria celestial; aunque, para dar testimonio de la realidad de Su resurrección, Jesús mismo no entraba aún en esta gloria. Pero, en lo que respecta a la base de la cosa, es decir, la relación, ella fue establecida y revelada. El remanente Judío, ligado a Cristo, llega a ser la compañía del Hijo asociada con Él en el poder de los privilegios en los que Él ha entrado, como resucitado de entre los muertos.

 

         Una vez que María comunica estas cosas a los apóstoles, se relata el curso del acontecimiento exterior fundamentado sobre esta revelación. "Entonces cuando fué la tarde, de aquel mismo día, el primero de la semana, y estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús, y se estuvo de pie en medio de ellos, y les dice: Paz a vosotros." (v. 19 - VM). Los discípulos se reúnen ese mismo día por la tarde, y Jesús, apareció personalmente, pero en un cuerpo espiritual, en medio de ellos, trayéndoles la paz que Él había hecho mediante Su sangre. La reunión de ellos se caracterizó por la paz divina, la reunión de ellos todos juntos, y la presencia del Señor. Los apóstoles iban ser testigos oculares, y Él les muestra Sus manos y Su costado, evidencia irrefutable que era verdaderamente el mismo Jesús que ellos habían conocido, y ellos se regocijan cuando le ven. Entonces ellos iban a ser Sus misioneros o apóstoles (enviados), y Él establece la paz divina como el punto de partida: "Paz a vosotros," Él les dice; "Así como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros." (v. 21 - VM). Luego, así como Dios sopló en la nariz del hombre el aliento de vida, el Hijo divino, el mismo Dios - siendo aquí un Hombre resucitado - "sopló sobre ellos, y les dice: Recibid el Espíritu Santo." (v. 22 - VM). Aunque simbolizando el don del Espíritu Santo, Él no había sido enviado aún, pues Jesús aún no había ascendido a lo alto; pero Él fue comunicado como poder de vida por el Salvador resucitado, vida divina - vida conforme a la posición en que Él estaba, y la cual era su poder. Ellos vivían mediante la vida divina del Salvador, y conforme al estado que Él había tomado al resucitar. El Espíritu Santo, descendido del cielo, les iba a revelar los objetos de la fe, y los iba a guiar. Aquí, lo que ellos reciben es la capacidad espiritual y subjetiva para disfrutar estos objetos de la fe, haciéndolos personalmente capaces de correr la carrera en la cual el Espíritu Santo había de guiarles. Ellos estaban preparados para el servicio de su misión: Aquel que los había de guiar era el Espíritu Santo, quien iba a descender del cielo.

 

         Esta diferencia se halla en Romanos 8. Hasta el versículo 11, el Espíritu Santo en el creyente, es el espíritu de vida y de libertad, de poder moral en Cristo. Después de eso (a partir del versículo 11) es el Espíritu Santo personalmente, actuando como una Persona divina. Esto continúa hasta el versículo 27 de Romanos 8.

 

         Sin embargo, en este cuadro, el cual es el resumen de la posición completa, este hecho (el Señor soplando sobre ellos) señala  hacia el don del Espíritu Santo. Ahora bien, la misión de ellos, la salvación que Jesús había recién consumado, se caracterizaba en su primera aplicación por la remisión de pecados, la primera necesidad de un pecador, si es que él se ha de reconciliar con Dios; Lucas 1:77; Mateo 9:2. Aquí no se trata de la eficacia de la obra de Cristo en sí misma, sino de la aplicación de su eficacia aquí abajo, como una cosa presente, actual. Al examinar el significado de esta obra, nosotros encontramos que los adoradores, una vez limpiados, ya no tienen más conciencia de pecados; pero aquí se trata de la aplicación en ese momento en esta purificación. La eficacia eterna de la obra no es el tema del Evangelio de Juan, el cual no habla de ello; sino que se trata de su aplicación administrativa.

 

         Los versículos 19 al 23 de nuestro capítulo reanudan la posición de servicio, en la cual el Señor coloca a Sus discípulos, así como la reunión de los hijos de Dios. Noten aquí que Él dijo, en Su vida en la tierra antes de la resurrección, "No temáis": y si, como Emanuel, el Mesías, Él dispuso todo en favor de los Suyos cuando envió a Sus discípulos, aquí, al contrario, ellos temen a los Judíos, y el Señor no les quita ese temor, sino que reemplaza el poder de Su presencia como Emanuel el Mesías, por Su presencia en medio de ellos, y por la paz que Él había hecho y que Él les confirió. Tomás no estaba allí. Ocho días después, es decir, al siguiente día del Señor, Tomás estaba con los otros, y Jesús se puso en medio de ellos. Respondiendo a las dudas que Tomás había expresado antes que Jesús viniera, el Señor le convence, mostrándole y haciéndole tocar Sus manos y Su costado. Las dudas de Tomás desaparecen. Es la expresión, en este notable currículo o bosquejo de las dispensaciones de Dios, de la posición del remanente Judío en los postreros días. Ellos creerán cuando le vean, y Jesús hace la diferencia entre creyentes que no le han visto - nuestra posición - y aquellos que creerán cuando le vean. La bendición reposa sobre nosotros. La confesión de Tomás, verdadera y justa como ella fue, me parece que muestra la posición Judía. No se trata del Hijo del Hombre glorificado, Jesús en lo alto, sino que se trata de lo que los Judíos reconocerán cuando Él regrese; es decir, de que el Jesús a quien ellos habían rechazado era Señor y Dios de ellos, el Libertador y Salvador de ellos, el Jehová quien los había de liberar. El testimonio de los demás no los habrá convencido. Ellos verán y mirarán a Quien traspasaron. Así encontramos, en este capítulo, además de la resurrección de Jesús, el epítome (o, compendio) de la dispensación de la gracia desde ese suceso hasta el regreso del Salvador: antes que nada, el remanente Judío, representado por María Magdalena, pero introducido por un Cristo resucitado en los privilegios de la posición y los privilegios Cristianos - privilegios que ella anuncia a los discípulos. A continuación de esta comunicación, los discípulos reunidos encuentran al Señor en medio de ellos, pronunciando sobre ellos la paz que Él recién había hecho: luego Él los envía, fundamentando la misión de ellos en la paz dada, y poniendo en sus manos la administración del perdón de pecados, comunicándoles el Espíritu Santo. Finalmente, el remanente Judío al fin, el cual cree cuando ve, pero que no goza de los mismos privilegios de quienes creen durante Su ausencia, en una época cuando nosotros no vemos. Tomás (el remanente) no recibiría el testimonio que se le había dado de la resurrección de Jesús.

 

CAPÍTULO 21

 

         Este último capítulo es deliberadamente misterioso, y nos presenta lo que tendrá lugar cuando Jesús regrese; pero además, nos presenta la restauración del alma de Pedro después de su caída. Los versículos 1 al 14 muestran lo que sigue a continuación del regreso de Jesús, la tercera vez que Él se presenta. La primera vez es el día de Su resurrección; la segunda vez, una semana después, cuando Tomás estuvo allí; estas dos ocasiones presentan al remanente llegado a ser la iglesia, y el remanente al fin. Aquí, en este capítulo, es lo que se denomina el milenio. Es la tercera vez que Jesús se presenta a ellos, cuando ellos están juntos; en figura ello fue antes que nada para los Cristianos, luego para el remanente Judío, y finalmente para el mundo Gentil. Esta es la razón por la cual ya tenía aquí algo de pescado sobre el fuego, es decir, el remanente Judío. Pero, lanzando la red en el mar de naciones, los discípulos reúnen un montón de peces sin, no obstante, que la red se rompa. En el principio (Lucas 5) ellos habían tomado una muchedumbre, pero entonces la red se rompe. La orden administrativa que contuvo los pescados no pudo guardarlos conforme a esa orden, pero aquí la presencia del Salvador resucitado cambia todo. Nada se rompe, y Él se asocia nuevamente con los Suyos, y en el poder del fruto de Su obra.

 

         (Vv. 15 y sucesivos). Después de esta misteriosa escena, Él restaura a Pedro, pero lo hace sondeando su corazón, dándoselo a conocer a él mismo. Esto es lo que el Señor siempre hace. Pedro había dicho que si todos le negaban, él no lo haría. El Salvador le pregunta si él le amaba más de lo que le amaban los otros. Pedro apela al conocimiento que el Salvador tenía; Jesús le confía Sus corderos. Una vez humillados, y habiendo perdido toda confianza en nosotros mismos, el Señor nos puede confiar aquello que es muy apreciado para Su corazón: Él le dice, "Apacienta mis corderos." Fíjense bien que Jesús no le reprocha a Pedro nada de lo que él ha hecho, sino que Él va, para su bien, al fondo mismo de su alma, incluso hasta esa falsa confianza en sí mismo que había causado su caída. Luego, repitiendo Su pregunta incluso hasta tres veces, lo cual debería haberle recordado a Pedro su negación, repetida tres veces, Él ensancha la esfera de Su confianza, y le dice, "Pastorea mis ovejas." Pedro había reforzado la expresión de su afecto*, diciendo, "Tú sabes que te amo." (v. 16). El Señor responde a la palabra, y dice, "¿me amas?" Pedro se turbó porque el Señor puso otra vez en duda su afecto, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo." (v. 17). Él apela a ese conocimiento que sondea todos los corazones, pero esto fue para confesar que necesitaba eso para saberlo; pues, conforme a todas las apariencias, cuando fue puesto a prueba, él se mostró infiel en el momento que exigió devoción de su parte, y los hombres podrían haber dicho que Pedro había probado ser un hipócrita. Pero, gracias a Dios, a pesar de toda nuestra debilidad, existe Uno que conoce lo que Él mismo ha colocado en el fondo de nuestros corazones, y si Él nos busca y nos obliga a conocer tanto a nosotros mismos como a la raíz del mal en nosotros, Él reconoce aún más a fondo eso que Él ha creado allí; bendito sea Su nombre; y Él colma con la gracia aquello que Su gracia ha colocado allí, y confía, una vez que nosotros estamos lo suficientemente humillados, esta gracia en nosotros, mantenida, no obstante, por el flujo continuo de Su gracia.

 

{* Las primeras dos veces, Jesús dice a Pedro: "¿me amas? utilizando la palabra Griega agapao. Pedro siempre responde utilizando la palabra Phileo: "Tú sabes que te amo"; y esta última es la palabra que Jesús emplea la tercera vez.}

 

         Vemos, además, en este pasaje, cuán apreciadas son Sus ovejas para Jesús. Él piensa en ellas al marcharse, para proveer su comida y el cuidado que ellas necesitan. Pero hay más en esta gracia hacia el pobre Pedro. Él había perdido la buena oportunidad que había tenido. Para salvar su vida él había negado al Salvador, y lo que la falta de fe había perdido no siempre se devuelve, incluso si se nos da algo mejor. Si nosotros cruzamos el Jordán*, no podemos subir el monte del Amorreo nunca más, nosotros deambulamos en el desierto estéril. Sólo que Dios lleva a cabo Sus consejos. Pero aquí, habiendo sido probado que la fortaleza de la voluntad de Pedro era debilidad delante del poder del enemigo, se le concede la inmensa bendición de sufrir e incluso de morir por el Señor (vv. 18, y 19); y eso habría de ocurrir cuando ya no sería un asunto de su voluntad, sino de sometimiento al poder de otros, donde su fidelidad habría de ser puesta en una luz clara. Otro le ataría, y le llevaría donde no querría ir. Él habría de morir, después de todo, por el Señor. Es entonces, cuando ya no hay más de nuestra voluntad, no hay más fuerza, que nosotros podemos seguir al Señor.

 

{* Lean y comparen con Números 13 y Deuteronomio 1.}

 

         Después, en términos deliberadamente misteriosos, se indican el ministerio y la obra de Juan. Los corderos y las ovejas de Jesús eran los creyentes Judíos confiados de este modo a Pedro. El testimonio iba a ser rechazado por la nación, e iba a finalizar con la muerte de Pedro. Pero habría de ser de otro modo con el de Juan. Pedro, quien le ve siguiendo también a Jesús, le pregunta al Señor qué iba a suceder con él. "Si quiero que él quede hasta que yo venga," dice el Salvador, "¿qué a ti? Sígueme tú." (v. 22). Él no dijo, como se supuso, que él no moriría; sino, de hecho, que su ministerio da a conocer los caminos de Dios hasta el final. Todo es dejado en suspenso después de él, hasta que Jesús venga, mientras que la esfera del ministerio de Pedro ha desaparecido de la tierra.

 

         Observen, también, que no hay nada referido al ministerio de Pablo. Pedro tuvo el ministerio de la circuncisión; la tierra fue la escena de ello, y las promesas fueron su objeto, conduciendo al mismo tiempo individualmente al cielo. Juan, mientras revela la Persona del Hijo y la vida eterna descendida del cielo, se ocupa también con lo que está en la tierra, luego con el gobierno y el juicio de Dios en la manifestación del Salvador aquí abajo. Pablo se ocupa de los consejos de Dios en Cristo, y de Su obra, para introducirnos en la misma gloria celestial en que Él está delante del Padre, siendo ya Sus hermanos aquí abajo. Pero esto no es el tema de nuestro Evangelio.

 

J. N. Darby

 

Traducido del Inglés por: B.R.C.O. - Traducción completa finalizada en Octubre 2007.-

Título original en inglés:
ON THE GOSPEL OF JOHN, by J.N.Darby 
Collected Writings Vol. 33, Miscellaneous
Traducido con permiso
Publicado por:
www.STEMPublishing.com
Les@STEMPublishing.com

Versión Inglesa
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