Presencia del Espíritu Santo
“Pero todas estas cosas las hace uno
y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.”
1 Corintios 12:11
PREFACIO
La presente carta forma parta de varias cartas que fueron dirigidas, hace varios años, a una asamblea o congregación
de cristianos, con los cuales el autor mantenía estrecha relación, tanto por su ministerio en medio de ellos como por el afecto
que les manifestaba. Esto le dio pie para tratar con ellos con mucha libertad temas de trascendental interés mutuo. Repetidas
veces desde entonces se le ha pedido publique dichas cartas; pero siempre se negó a ello, temiendo que lo conveniente a determinada
asamblea, en cierto estado espiritual, no se adaptase a las necesidades de otras asambleas cristianas, cuya condición pudiera
ser muy diferente.
Temía además el autor de tener la apariencia de ocupar, entre sus hermanos en general, una posición que
él no se hubiera otorgado en su misma localidad, pero que le era gozosamente concedida, por aquellos en cuyo medio había tenido
el privilegio de trabajar para el Señor.
Estos dos reparos se desvanecieron de hecho, al saber que copias manuscritas de estas cartas circulaban en varios
lugares; publicidad velada que podía, con razón, dar lugar a muy graves objeciones. Las facilidades que brinda semejante modo
de circulación a la difusión clandestina de mortíferos errores bastan, por cierto, para despertar el celo de difundir la verdad
en aquellos que han de cuidar a las almas.
Este es, pues, el motivo de que la presentes carta se llegase a imprimir. De esta manera, su circulación ha sido
pública y sus afirmaciones podrán someterse al crisol de la Santa Palabra de Dios.
PRIMERA CARTA
Muy amados
hermanos:
Hay varios puntos, relacionados con nuestra posición de creyentes congregados en el solo nombre de Jesús, acerca
de los cuales siento la necesidad de hablarles. Escojo este medio de hacerlo porque les ofrece mayor facilidad para examinar
y meditar detenidamente lo que les será anunciado a Vds., del que hubieran probablemente tenido en una charla o libre
discusión a la cual asistirían todos. Estaría muy agradecido si semejante discusión pudiera llevarse a cabo, en caso de que
el Señor dispusiese sus corazones a ello, y cuando hayan Uds., examinado y considerado, en Su presencia, las cosas que he
de someterles a consideración.
Una palabra, al principiar, para reconocer la misericordia de Dios hacía nosotros, congregados en el solo nombre de
Jesús. No me queda más remedio que inclinar la cabeza y adorar, al recordar los numerosos momentos de verdadero refrigerio
y gozo sincero que juntos hemos experimentado en Su presencia. El recuerdo de estos momentos, al llenar el corazón de adoración
delante de Dios, nos hace inefablemente queridos aquellos con los cuales hemos gozado de tales bendiciones. El vínculo del
Espíritu es un vínculo real, y es en la confianza que me inspira en el amor de mis hermanos, que quisiera como su
hermano y siervo por el amor de Cristo, expresarles sin reserva lo que
me parece ser de gran importancia tanto para la continuación de nuestra felicidad
y de nuestra común ventaja, como para lo que es mucho más precioso aún:
la gloria de Aquel en cuyo Nombre somos congregados.
Cuando en el pasado mes de julio fuimos animados por el Señor - como lo
creo - a sustituir la predicación del Evangelio, el domingo por la noche, que se había verificado hasta entonces por reuniones
con libertad del Espíritu, ya me imaginaba todo lo que pasaría después. Les confieso que el resultado no me
ha sorprendido en lo más mínimo. Hay enseñanzas acerca de la guía práctica del Espíritu Santo que no pueden aprenderse sino
por la experiencia; y muchas cosas, que ahora por la bendición de Dios pueden Uds. apreciar por su entendimiento
espiritual y sus conciencias, les hubieran resultado entonces completamente ininteligibles, de no haber aprendido a conocer
la clase de reuniones a las cuales dichas verdades se refieren.
Dice el refrán que la experiencia es la madre de la ciencia. Muchas veces podríamos con razón dudar de ello, pero no
podríamos dudar de que la experiencia nos haga sentir una necesidad que sólo la enseñanza divina puede crear en nosotros.
Ya me creerán Uds., si les digo que el hecho de ver a mis hermanos mutuamente descontentos de la parte que toman (unos y otros)
en las asambleas, no es para mí un motivo de gozo; pero si este estado de cosas contribuirá, como confieso que lo
hará, a abrir todos nuestros corazones a las enseñanzas de la Palabra de Dios - cosas que de otro modo no hubiéramos
podido aprender tan bien -, dicho resultado sería por lo menos motivo de agradecimiento y de gozo.
La doctrina de la morada del Espíritu Santo en la Iglesia sobre la tierra, y por consiguiente de Su presencia y guía
en las asambleas de los santos, se
me presenta desde hace muchos años, si no como la gran verdad
de la actual dispensación, por lo menos como una de las más importantes verdades que distinguen a esta dispensación.
La negación teórica o real de dicha verdad constituye uno de los rasgos más serios de la apostasía que se ha manifestado.
Este sentimiento, lejos de menguar en mí, aumenta más bien a medida de que pasa el tiempo.
Les confieso abiertamente que, reconociendo plenamente que hay amados hijos de Dios en todas las denominaciones que
nos rodean y por más
que desearía ensanchar mi corazón a todos, ya no me sería posible estar en comunión
con un cuerpo y organización cualquiera de cristianos profesantes quienes adoptarían formas clericales de cualquiera clase
antes que descansar y ser conducidos por la soberana guía del Espíritu Santo. Como tampoco, si hubiese sido israelita,
hubiera podido tener comunión con los que levantaron un becerro de oro en lugar del Dios vivo.
Que esto se haya verificado en toda la cristiandad y que el juicio se avecina sobre ella a causa de este pecado, como de
muchos otros, es cosa que
no podemos reconocer sino con dolor, humillándonos de ello ante Dios,
como habiendo participado todos en ello y como siendo un solo cuerpo en Cristo con gran número de cristianos
quienes, hoy en día todavía, permanecen en este estado de cosas y se
glorían de ello. Pero las dificultades que entrañan la separación de este mal, dificultades que se hubieran tenido, por
cierto, que prever y que empezamos todos a notar, no pueden debilitar mis convicciones en cuanto a ese mal del cual Dios,
en Su gracia nos ha hecho salir; y no despiertan en mí el más mínimo deseo de volver a esta clase de posición y de autoridad
humana y oficial; posición y autoridad que se atribuyen cierta clase de personas, lo que caracteriza a la Iglesia profesante
y contribuye a apremiar el juicio que caerá pronto sobre ella.
Pero, amados hermanos, si nuestra convicción
de la verdad e importancia de la doctrina de la presencia del Espíritu Santo no es demasiado profunda, esto no resta nada
para que la presencia del Espíritu Santo en las asambleas de los santos sea un hecho, acompañado del hecho de la presencia
personal del Señor Jesús (Mateo 18:20). Lo que necesitamos es una fe sencilla en esto. Estamos propensos a olvidar. Y el olvido,
o ignorancia, de estos hechos es la principal causa de que nos reunimos sin sacar de ello ningún provecho para nuestras almas.
¡Si sólo nos reuniésemos para estar en la presencia de Dios! ¡Si sólo, al estar reunidos en uno, creyésemos que el Señor está
realmente presente! ¡Qué efecto tendría este convencimiento en nuestras almas! El hecho es que así como tan verdaderamente
presente estaba Cristo con sus discípulos en la tierra, tan verdaderamente Él está ahora presente, así como su Espíritu,
en las asambleas de los santos. Si dicha presencia pudiera de algún modo manifestarse a nuestros sentidos -
si pudiésemos verla como los discípulos veían a Jesús -, ¡cuán solemnes sentimientos experimentaríamos y cómo estarían
dominados nuestros corazones por ello! ¡Qué calma más profunda, respetuosa atención y solemne confianza en Él resultaría de
ello! Sería imposible el que hubiera alguna precipitación, algún sentimiento de rivalidad, de agitación, si la presencia de
Cristo y del Espíritu Santo fuese así manifestada a nuestra vista y a nuestros sentidos. Y el hecho de esta presencia
¿tendría acaso menos influencia porque se trata de un asunto de fe y no de vista? ¿Acaso Cristo y el Espíritu son menos realmente
presentes por ser invisibles?
Es el pobre mundo incrédulo que no recibe
estas cosas porque no las ve. ¿Vamos pues a tomar el lugar del mundo y abandonaremos el nuestro? "PORQUE DONDE ESTÁN DOS O
TRES CONGREGADOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTOY YO EN MEDIO DE ELLOS" dice el Señor (Mateo 18:20), y también: "Y YO ROGARÉ AL PADRE,
Y OS DARÁ OTRO CONSOLADOR, PARA QUE ESTÉ COPN VOSOTROS PARA SIEMPRE: EL ESPÍRITU DE VERDAD, AL CUAL EL MUNDO NO PUEDE RECIBIR,
PORQUE NO LE VE, NI LE CONOCE; PERO VOSOTROS LE CONOCÉIS, PORQUE MORA CON VOSOTROS, Y ESTARÁ EN VOSOTROS." (Juan 14: 16-17).
Estoy cada vez más persuadido de que lo que
más nos falta, es la fe en la presencia personal del Señor, y en la acción del Espíritu Santo. ¿No hubo épocas en que esta
presencia se manifestaba en medio de nosotros como un hecho cierto? y ¡cuán benditos eran aquellos momentos!
Podía haber entonces momentos de silencio,
y los había, pero ¿cómo eran utilizados? En depender verdaderamente de Dios. No se pasaban aquellos momentos en una inquieta
agitación para saber quién oraría o quién hablaría; ni tampoco en hojear las Biblias o los himnarios para encontrar algo que
pareciese conveniente leer o cantar.
Tampoco transcurrían en ansiosos pensamientos
acerca de lo que pudieran pensar de este silencio aquellos que estaban allí como meros asistentes. Dios estaba allí. Cada
corazón se ocupaba de Él. Y si alguien hubiera abierto la boca con el único fin de romper el silencio, se hubiera notado que
se trataba de una verdadera interrupción. Cuando se rompía el silencio, era por una oración que encerraba los deseos
y expresaba los anhelos de todos los presentes; o por un cántico al cual cada uno podía unirse de todo corazón; o por una
palabra que hacía mella poderosamente en nuestros corazones. Y aunque varias personas pudiesen ser utilizadas para indicar
aquellos himnos, pronunciar estas oraciones o aquellas palabras, era tan patente que un SOLO Y MISMO ESPÍRITU les guiaba en
todo esta reunión que el desarrollo de la misma parecía haber sido determinado de antemano y que cada uno tuviese su parte
en ella. Ninguna sabiduría humana hubiera podido establecer semejante plan. La armonía era divina. Era el Espíritu Santo quien
obraba por medio de los distintos miembros, en sus diversos lugares, para expresar la adoración o para responder a las
necesidades de todos los presentes.
Y ¿por qué no sería siempre así? Amadísimos
hermanos, vuelvo a repetir que la presencia y la acción del Espíritu Santo son hechos concretos y no
una mera teoría doctrinal. Y desde luego que, si de hecho, el Señor y el Espíritu están presentes con nosotros cuando estamos
reunidos en asamblea, ninguna cosa puede alcanzar igual importancia. Dicha presencia es el hecho transcendental, que
prima sobre los demás; el hecho que debería caracterizarlo todo en la asamblea.
Aquí no se trata sólo de una negación. Dicha
presencia no significa solamente que la asamblea no ha de ser regida por un orden humano y forjado de antemano; significa
más que esto: si el Espíritu Santo está allí, es preciso que dirija la asamblea (o Iglesia local). Su presencia no significa
tampoco que todo el mundo tiene la libertad de participar en el culto o las reuniones. No, DICHA PRESENCIA SIGNIFICA TODO
LO CONTRARIO.
Es verdad que no debe haber la menor restricción
humana; mas si el Espíritu está presente nadie debe participar de modo u otro en la reunión, salvo en aquello que le indica
el Espíritu y para lo cual éste le califica. La libertad del ministerio se origina en la libertad del Espíritu Santo de repartir
a cada uno particularmente como quiere (1.a Corintios, 12:11). Mas nosotros no somos el Espíritu Santo y si resulta
intolerable la usurpación de su lugar por un solo individuo, ¿qué diremos de la usurpación de Su sitio por determinado número
de personas, obrando porque hay libertad para actuar, y no porque saben que sólo se conforman a la guía del Espíritu Santo
obrando como lo hacen? Una fe verdadera en la presencia del Señor pondría orden a todo esto.
No se trata de guardar silencio, o de abstenerse
de obrar únicamente a causa de la presencia de tal o cual hermano. Preferiría que hubiese toda clase de desórdenes a fin de
que se manifestase el real estado de cosas, antes que sentirlo oprimido por la presencia de un individuo. Lo deseable es que
la presencia del Espíritu Santo sea realizada de tal modo que nadie rompa el silencio más que bajo Su dirección; y que
el sentir de Su presencia nos guarde así de todo cuanto es indigno de Él y del Nombre de Jesús que nos reúne.
Bajo otra dispensación
leemos la siguiente exhortación: "Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; …No te des prisa con tu
boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; …por tanto, sean pocas tus palabras." (Eclesiastés
5: 1, 2).
Y por cierto,
si la gracia en la cual estamos nos ha dado libre acceso a la presencia de Dios, no debemos usar dicha libertad como excusa
para la falta de respeto y para la precipitación. La presencia real del Señor en medio nuestro, debería ciertamente ser motivo
de más santa reverencia y piadoso temor que el pensamiento de que Dios está en el cielo y nosotros en la tierra. "Por lo cual, recibiendo nosotros un reino que no puede ser movido, tengamos gracia, por medio de la cual sirvamos
a Dios, de un modo que le sea acepto, con reverencia y temor filial: porque el Dios nuestro es un fuego consumidor."
(Hebreos 12: 28, 29 - VM).
Esperando
volver a tratar este tema, quedo, amados hermanos, vuestro indigno siervo en Cristo.
William
Trotter
Apéndice a la
primera carta.
Por importante que sea la doctrina de la
presencia y obra del Espíritu Santo en la Iglesia, no hay que confundirla sin embargo con la de la presencia personal del
Señor Jesucristo en la asamblea de los dos o tres reunidos en (o hacia) Su nombre.
Pensarán algunos que el Señor está presente
en la asamblea por su Espíritu, no distinguiendo entre la presencia personal del Señor Jesucristo y la del Espíritu Santo.
Éste administra y dirige; no es soberano. Es el Señor quien es soberano.
Jesucristo dijo del Consolador,
el Espíritu de verdad: "no hablará de sí mismo…Él me glorificará…tomará de lo mío, y os lo
anunciará", etc. (Juan 16: 13, 14). Pero el Señor promete estar, Él mismo, allí
donde dos o tres están reunidos en Su nombre. Está en medio de aquellos para los cuales se entregó a sí mismo, mientras que
el Espíritu Santo ha sido dado y no se entregó a sí mismo.
Es de suma importancia retener la verdad
de la presencia y obra del Espíritu Santo en la asamblea. Este hecho ha sido perdido de vista por la Iglesia y es lo que motivó
su ruina; ella ha colocado al clero en lugar de la presencia y acción del Espíritu Santo.
Ed.