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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que,
además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso.
VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada
por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)
Perdonar
como Dios perdona
La Biblia nos exhorta a perdonarnos los
unos a los otros, «como Dios también nos perdonó en Cristo» y «de la manera que Cristo nos perdonó.»
(Efesios 4:32; Colosenses 3:13). Estas expresiones nos dan la medida del perdón: es un perdón
completo, sin reserva alguna, y que no deja permanecer en nuestro corazón el menor residuo, el más ínfimo recuerdo del agravio
que se nos ha hecho, a imitación de Aquél que declara "Y nunca más me acordaré de
sus pecados y transgresiones" (Hebreos 10:17). También nos enseñan cuál es el carácter del perdón que hemos de
conceder.
En realidad, ocurre a menudo que comprendemos muy mal lo que es el perdón que debemos otorgar y faltamos en este aspecto,
tanto en lo que se refiere al carácter del perdón como en cuanto a su medida. Por lo respecta a su medida, si bien consentimos
en declarar «yo perdono», ¿acaso no añadimos muchas veces - con el pensamiento, si no
en voz alta - «pero no lo olvidaré nunca»"? Esto no es perdonar
como el Señor nos exhorta a hacerlo en los versículos ya citados. Pero el extremo opuesto sería también peligroso: no
hemos de creer que, en todos los casos y seguidamente, debemos ir hacia quien nos perjudicó, pecando contra
nosotros, para otorgarle un perdón sin reserva, cualquiera que sea el estado moral en el cual se halle. Tampoco esto sería
perdonar como hemos de hacerlo, pues sería desconocer la esencia y el verdadero carácter del perdón, e incitar al culpable
a considerar con ligereza el mal, en vez de ayudarle a examinarse y a juzgarse a sí mismo.
No olvidemos que cualquier pecado se comete primero contra Dios,
como nos lo enseñan el versículo 4 del Salmo 51 y otros pasajes. Por lo tanto, perdonar a quien no ha comprendido
cuán grave es el pecado que ha cometido contra Dios, no sería buscar su bien. No sería manifestarle el verdadero amor. Eso
nos explica porqué a continuación de Colosenses 3:13, viene la exhortación del versículo 14: "soportándoos unos a otros,
y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.
Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto." El amor procura siempre el bien de la persona
amada de acuerdo con el pensamiento de Dios, y no según nuestra manera de pensar. En cada caso, sabrá sugerir
los medios oportunos para tocar el corazón y alcanzar la conciencia del que haya cometido la falta, de tal modo que la confiese con rectitud de corazón y se humille. Solo entonces se le podrá perdonar.
¿De qué manera nos perdonó Dios en Cristo? Cuando le confesamos nuestros pecados, demostrando un sincero arrepentimiento. Dios puede perdonar a todo pecador,
en virtud de la obra perfecta de la cruz, estando Su justicia plenamente satisfecha por el sacrificio expiatorio de Cristo;
pero este perdón, sólo lo puede otorgar a un pecador que se arrepiente, porque aquel que no realiza y siente la necesidad
de ser perdonado, ¿cómo podrá confesar su maldad y esperar el perdón del Señor?
Este principio es de suma importancia, se trata del perdón otorgado
al pecador arrepentido que se allega a Dios, hallando en Cristo la salvación de su alma, o bien del perdón que implora un
creyente confesando que ha cometido una falta y que sufre las consecuencias de
su desobediencia bajo el justo gobierno de Dios.
Consideremos el caso de David. ¿En qué momento pudo decir a Jehová:
"Tu perdonaste la maldad de mi pecado" (Salmo 32:5)? Tan sólo cuando hubo
«declarado su pecado» y «confesado sus rebeliones» (Salmo 32:5). Antes de gozar del perdón, mientras seguía ocultando su crimen,
experimentaba lo que declara en los versículos 3 y 4 del Salmo 32: "se gastaron mis huesos con mi continuo gemido", (Salmo
32:3 - VM), pues ignoraba el gozo que produce el perdón. El único hecho, o motivo, que le hizo pasar del estado descrito
en los versículos arriba mencionados al que cita al final del versículo 5 ("perdonaste la maldad de mi pecado"), fue - notémoslo
bien - la confesión: "Mi pecado te declaré, y no
encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová." (Salmo 32:5).
Asimismo, el principio enunciado conserva toda su fuerza cuando se trata del pueblo
de Dios, y ya no sólo de un creyente considerado individualmente. Leamos, por ejemplo, la oración de Salomón cuando la
consagración del templo, y mayormente 1 Reyes 8: 45-53. Citemos, también, una parte de la contestación de Jehová a esta súplica,
tal como la tenemos en 2 Crónicas 7: 13-14, "Si yo
cerrare los cielos, de modo que no haya lluvia, o si mandare la langosta que consuma la tierra, o si enviare peste entre mi
pueblo; si entonces se humillare mi pueblo, que es llamado de mi nombre, y oraren y buscaren mi rostro, y se convirtieren
de sus malos caminos, yo también oiré desde el cielo, y perdonaré su pecado…" (2 Crónicas 7: 13-14; VM). Bien se trate
de una falta individual, o bien del pecado del pueblo, el camino o remedio es siempre el mismo: humillarse,
confesar el pecado delante de Dios y abandonar el mal. Sólo entonces Dios puede perdonar y se complace en hacerlo.
Volvemos a encontrar la misma enseñanza en el Nuevo Testamento: "Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad." (1 Juan 1:9 - VM).
¡Cuánto deseaba Moisés que Jehová perdonara el pecado del pueblo cuando éste levantó el becerro de oro! ¡Qué intercesión
más fervorosa fue la suya cuando volvió a Jehová: "Te ruego,… que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora
de tu libro que has escrito."! (Éxodo 32: 31, 32). Mas no podía Jehová
contestar favorablemente la oración de su siervo: "...el día que yo los visite, los castigaré por su pecado." (Éxodo 32:34 - LBLA). Y, ¿por qué no perdonó
Jehová en aquel entonces? Fue porque el pueblo no había confesado
su pecado y no se había arrepentido. Sin embargo, para
incitarlos a hacerlo públicamente, Moisés había quemado el becerro de oro, lo había molido hasta reducirlo a polvo que luego
esparció sobre las aguas que dio a beber a los israelitas. Mas ni siquiera manifestó el pueblo el menor sentimiento de arrepentimiento.
El mismo Aarón - el más culpable sin duda alguna, ya que, con Hur, él estaba encargado del pueblo mientras Moisés estaba
en el monte: - el mismo Aarón desconocía por completo su propia responsabilidad, echando sobre el pueblo toda la culpa: "tú
conoces al pueblo, que es inclinado al mal" (Éxodo 32:22), dándole a Moisés un relato muy inexacto de lo que había ocurrido,
a fin de disculparse.
Si comparamos los mismos hechos con la versión que Aarón da de ellos, no dejamos de asombrarnos: "Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras
mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían
en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro
de fundición…" (Éxodo 32: 2-4). Ahora bien, en su relato, Aarón declara: "Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro." (Éxodo 32:24). Según su relato, Aarón
pretende que no hizo más que «echar en el fuego» el oro que el pueblo
le había traído; en cuanto al becerro de fundición, Aarón habla como si no tuviera responsabilidad alguna: "... salió este
becerro..."
Hermanos, ¿no ocurre también, a veces, que procuramos encontrar
disculpas para nuestras faltas, a semejanza de Aarón, en vez de confesarlas con rectitud de corazón? Meditémoslo, y no imitemos
su actitud. Ningún sentimiento de culpabilidad, ninguna confesión del pecado, ningún arrepentimiento hallamos, ni en
el pueblo, ni en Aarón a quien Moisés se lo había confiado; por lo tanto, Jehová no podía perdonar.
Las distintas porciones de la Palabra que acabamos de considerar nos enseñan cuál es el carácter del perdón que debemos
otorgar si queremos ser "imitadores de Dios" (Efesios 4:32; Efesios
5:1). Esta enseñanza se halla confirmada por las declaraciones del Señor en los evangelios: "Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día
pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale."
(Lucas 17: 3-4).
Desde luego, debe haber en nuestros corazones
sentimientos de gracia y deseos de perdonar a aquel que nos ofenda o perjudique; no obstante, el perdón sólo se conoce después de la confesión o reconocimiento
del pecado y del arrepentimiento.
Por cierto, la confesión
resulta, muchas veces, difícil y penosa; difícil y penoso también es el arrepentimiento. A un incrédulo no le gusta tomar
semejante postura delante de Dios; desde luego, consentirá a veces y de buena gana, en escuchar himnos, pero le es sumamente
difícil pasar de los versículos 3 y 4 del Salmo 32, al versículo 5; es decir confesar
su falta. Para un creyente que ha pecado, la dificultad viene a ser casi siempre la misma, pues el corazón humano
sigue siendo el mismo, y le cuesta trabajo confesar su falta con rectitud, y arrepentirse.
Para llegar a este resultado, debe ser ejercitada la conciencia del culpable, y sólo Dios puede obrar en ella.
Lo que acabamos de decir no significa que si el culpable no se
humilla ni arrepiente, el que haya sido perjudicado deba permanecer siempre en una actitud indiferente, sin intentar
alguna intervención oportuna. Adoptar dicha actitud sería falta de amor, del mismo modo que lo sería el hecho de conceder
un perdón completo al culpable no arrepentido.
Bien es verdad que sólo Dios puede obrar en las almas; sin embargo, en numerosos casos, Él se complace en valerse
de Sus hijos como instrumentos suyos. Nuestra incapacidad no ha de ser pretexto para que perdamos de vista la responsabilidad
que es nuestra en un servicio que nos incumbe. Este servicio debemos llevarlo a cabo, no pretendiendo obrar nosotros mismos
en el corazón del culpable, sino con la seguridad de que Dios mismo obrará en «Su» momento, contestando así a la esperanza de la fe.
El amor, del cual debemos "vestirnos" (Colosenses
3:14), llevará aquel que está dispuesto a perdonar - pero que todavía no puede hacerlo - hacia el culpable cuya conciencia
ha de ser ejercitada. Este amor manifestado en la verdad, sabrá hacer mella en el corazón; obrará con perseverancia,
sin dejarse entibiar o desalentar por cuanto podría desanimarla, y dicho servicio sólo terminará cuando el culpable
- ganado por la poderosa gracia divina - se arrepienta y confiese su pecado con
rectitud de corazón y profunda humillación. Entonces, cuando Dios habrá obrado plenamente, los resultados serán
manifiestos, y el perdón podrá ser otorgado sin restricción ni reserva alguna. Tanto en su medida, como
en su carácter, será verdaderamente un perdón según Dios.
Si entendiéramos mejor estas enseñanzas, veríamos entre los creyentes
un feliz desenvolvimiento de las relaciones fraternales, y muy pronto desaparecerían las nubes y nubarrones que, a veces -
demasiadas veces -, las enturbian.
Desgraciadamente, debemos confesar
que faltamos a menudo en este aspecto. Unas veces (y eso ocurre bastante a menudo) dejamos de ocuparnos de disensiones o de
faltas graves, evitando así en ambas partes los ejercicios y las actividades a las cuales la Palabra de Dios nos exhorta.
Otras veces, faltamos, otorgando el perdón sin demora, sin procurar reproducir la confesión
o el arrepentimiento. Desde luego, eso resulta mucho más cómodo, pues no exige ningún verdadero ejercicio de corazón, ninguna
muestra de sincera solicitud, pero es una actitud que estorba la restauración del culpable. En ambos casos, hay una pérdida
para los interesados, como también para la asamblea. No lo olvidemos, hermanos, y pidamos al Señor que nos ayude para
poner en práctica las enseñanzas de su bendita Palabra.
Paul Fuzier
Revista
"Vida Cristiana", Año 1956, No. 24.-
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