EL HOMBRE PERFECTO
(Enseñanzas sobre las relaciones mutuas)
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que,
además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada
con permiso
Hay, en el carácter del Señor, numerosos detalles que deben llamar nuestra atención. Como se ha dicho, «ninguno entre los hombres manifestaba más gracia y misericordia,
ni era más accesible a todos.» Considerémosle a continuación; se nota,
en Su manera de ser una mansedumbre y una bondad que el hombre es incapaz de manifestar, y, sin embargo,
se siente que era siempre un "extranjero" sobre la tierra; era un extranjero, alejado moralmente de la humanidad rebelde,
pero se acercaba a ella compasivamente cuando el sufrimiento o las necesidades le reclamaban. La distancia moral en
la cual se mantenía, y la intimidad que manifestaba, eran ambos perfectos. El Señor hacía más que considerar
la miseria que le rodeaba, participaba de ella con una simpatía que tenía su fuente en sí mismo; hacía más que rechazar la
corrupción que le rodeaba; mantenía la separación de la misma santidad con todo contacto con el mal o pecado.
El capítulo 6 del evangelio según Marcos nos lo enseña manifestando esta combinación de distancia y de
proximidad. Los discípulos vuelven hacia El después de un largo día de servicio; simpatiza con ellos, pues los
ve cansados; se ocupa de ellos proveyendo a lo necesario: "Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco."
(Marcos 6:31). Pero la multitud vio que se iban y los siguió, y Jesús volviéndose hacia ella con el mismo amor, compasivo,
se informa de su estado, y después de haberse ocupado de ellos como de ovejas que no tienen pastor, les enseña. En todo esto,
vemos a Jesús ir al encuentro de las necesidades que se presentan a Su alrededor; ya sea que se trate del cansancio de
los discípulos, del hambre o de la ignorancia de la multitud, Él está presente para proveer... Pero los discípulos, descontentos
al ver los cuidados de Jesús para con la multitud, le aconsejan que la despida; pero el corazón del Señor está lleno
de pensamientos muy distintos, y, al instante, se establece entre El y Sus discípulos una distancia moral que se deja ver,
poco después, por la orden que les da de subir en el barco y de ir al otro lado, entre tanto que despedía a la multitud
(Marcos 6: 45-47). Esta separación tiene como resultado suscitar nuevas inquietudes en los discípulos. El viento y las olas
del mar les son contrarios, y reman con ansia, pero, en su angustia, Jesús se halla de nuevo a su lado para socorrerles
y animarles.
¡Qué armonía más admirable en esta combinación de santidad y de gracia! Jesús está cerca de nosotros cuando estamos
fatigados, cuando tenemos hambre, cuando estamos en peligro; pero está muy alejado de nuestras inclinaciones naturales y
de nuestro egoísmo. Su santidad hizo de Él un extranjero en un mundo corrompido por el pecado; Su gracia le mantuvo
siempre activo en un mundo de sufrimiento y de miseria. La vida del Salvador aparece, pues, bajo un aspecto muy notable
de gloria moral ya que, obligado a mantenerse separado, a causa del carácter de la esfera corrompida en la
cual se movía, la miseria y la aflicción que en ella reinaban, le llevaban siempre a obrar. Y esta actividad se ejercía
para con toda clase de personas, y en consecuencia, revestía formas muy diversas. Cristo se hallaba frente a Sus adversarios,
frente al pueblo, a un grupo de discípulos (los doce), y a hombres individualmente, y todos le mantenían en una actividad
no sólo continua, sino también diversa. Y Él sabía perfectamente cómo debía obrar en cada caso.
Consideremos ahora otras escenas llenas de enseñanza para nosotros. En ciertas ocasiones, vemos a Jesús sentado
a la mesa de varios señores, y nos aparecen entonces nuevos rasgos de Su perfección. Cuando está invitado a la
mesa de un fariseo, no aprueba ni censura la escena de familia: pero, invitado bajo el carácter de maestro, que
ya había adquirido y sostenido en público, obra en conformidad con este carácter. No es simplemente un convidado, que
goza de las atenciones y de la hospitalidad del amo de la casa: ha venido en Su propio carácter de maestro, y, por consiguiente,
puede enseñar o reprender. Él es siempre la Luz, y obra como la luz; pone en evidencia las tinieblas que hay dentro
de la casa, como lo había hecho fuera. (Compárese la escena de Lucas 7: 36-50, y la del capítulo 11: 37-54, donde reprende
a los fariseos y a los doctores de la ley repitiendo varias veces "¡Ay de vosotros!").
Pero si el Señor entraba y obraba como maestro en casa del fariseo, reprobando el estado de cosas que encontraba,
era como Salvador que entraba en casa del publicano. Leví le hizo un gran banquete en su casa, e hizo sentar
juntamente con Él a publicanos y pecadores. Naturalmente, los jefes religiosos murmuraban y censuraban; entonces, Jesús
se revela como Salvador, diciéndoles: "Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended
lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento."
(Mateo 9: 12-13; Marcos 2). ¡Qué palabras más sencillas, pero notables y significativas a la vez! Simón, el fariseo, desaprobaba
que una pecadora entrara en su casa y se acercase a Jesús; Leví, el publicano, reúne a pecadores como esta mujer para ser
convidados con el Señor. En consecuencia, el Señor manifiesta Su reprobación en casa del uno, mientras que en casa del
otro se muestra en las riquezas de gracia de un Salvador.
Vemos a Jesús sentado también en otras mesas. Sigámosle a Jericó y a Emaús, con el relato de Lucas 19 y 24.
En ambos casos fue acogido por los deseos de los corazones, deseos despertados, sin embargo, bajo influencias diferentes.
Zaqueo había sido hasta entonces un pecador, un "hombre natural", y, como tal, corrompido en sus móviles y en su actividad.
Pero, precisamente en aquel momento el Padre, había obrado en él, y Jesús venía a ser el objeto de su alma. Deseaba verle,
y en su anhelo había pasado a través de la multitud y se había subido a un sicómoro para tratar de verle a su paso. El Señor
le vio, y El mismo se invitó a su casa, de modo que se nos presenta este caso muy notable: Jesús, convidado, no invitado,
porque se invitó a Sí mismo a la casa del publicano de Jericó.
Los primeros movimientos de la vida divina en un pobre pecador, los deseos despertados por el Padre estaban allí,
en esa casa, para acoger a Jesús; y el Señor, de modo tan benévolo como significativo, se invita a Sí mismo y entra. Entra
en el carácter que conviene, y satisface la necesidad del momento, para avivar y fortalecer la vida recientemente recibida,
la cual se manifiesta bajo una forma, o un fruto, de su poder, "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y
si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado." (Lucas 19:8).
En Emaús es un caso diferente: no es el deseo de un pecador recientemente atraído por la gracia, sino el deseo de
creyentes restaurados en su caída. Los dos discípulos habían sido incrédulos: regresaban a su casa con la dolorosa impresión
de que Jesús había defraudado sus esperanzas. El Señor viene a su encuentro en el camino, y les reprende, pero lo hace
de tal manera que su corazón ardía dentro de ellos; y cuando llegan a la aldea donde iban, Él hace como que iba más lejos.
No quería invitarse a Sí mismo, como lo había hecho en Jericó, porque estos discípulos no se hallaban en la condición
moral de Zaqueo; sin embargo, cuando le invitan a entrar, entra, pero solamente para fortalecer el deseo que les había llevado
a invitarle, y para satisfacer plenamente este deseo. Y los discípulos, impulsados por el gozo, vuelven aquella misma noche
a Jerusalén, a pesar de la hora avanzada, para contarlo todo a sus hermanos.
¡Qué variedad de hermosura y de perfección en estos escenas, donde vemos a Jesús huésped del fariseo, del publicano,
de los discípulos, convidado unas veces, invitándose Él mismo en otras, siempre en el lugar que le corresponde, siempre el
hombre perfecto! Podríamos considerarle sentado en otras mesas; pero nos limitaremos a una sola: Jesús en Betania. Allí
Le vemos asociándose a una escena de familia. Si hubiese desaprobado la idea de una familia cristiana, no hubiera
podido hallarse en Betania, como la Palabra nos lo enseña; y esta escena nos revela en Él un nuevo rasgo de Su belleza moral.
Jesús está en Betania como un amigo de la familia, hallando en este ambiente lo que nosotros también hallamos: una casa
propia. Bien nos lo dicen las palabras: "Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro." (Juan 11:5). El afecto de Jesús
por la familia de Betania no era el de un Salvador, ni de un Pastor, aunque sabemos que era lo uno y lo otro para ella:
era el afecto de un amigo de la familia. Pero aun siendo un amigo, un íntimo amigo, que podía, cuando lo deseaba, hallar
una cordial acogida bajo este techo hospitalario, no le vemos nunca intervenir en los asuntos domésticos. Marta
era la que se ocupaba de los quehaceres de la casa, la persona más ocupada de la familia, útil e importante en su lugar,
y Jesús la deja allí donde la encuentra. No le correspondía modificar o arreglar esas cosas. Lázaro toma su sitio al lado
de sus huéspedes, en la mesa de la familia; María está absorbida y retirada en su dominio de actividad, en el reino
de Dios, en su corazón, Marta está atareada y sirve: está bien. Jesús deja todo esto tal como lo encuentra. Aquel
que no quería entrar en casa ajena sin ser invitado, al entrar en la casa de aquellas hermanas y de su hermano, no quería
intervenir en el orden y en los arreglos que reinaban en ella, y esto es de una perfecta conveniencia moral. Pero cuando
uno de los miembros de la familia, en vez de estarse en su lugar en el círculo familiar, sale de él para enseñar en presencia
de Jesús, Jesús debe reivindicar, y reivindica sus derechos superiores, y restablece las cosas divinamente; aunque
quería ocuparse de ellas sin tocar el orden doméstico de la casa. (Lucas 10).
Meditemos ahora la actitud del Hombre Perfecto en otras ocasiones. Jesús no se dejaba llevar al terreno sentimental
cuando la ocasión requería firmeza y fidelidad, y, no obstante, pasó por muchas circunstancias que la sensibilidad humana
hubiese sentido, y que el sentido moral del hombre hubiera juzgado bueno sentir. Jesús no quería atraer a sus discípulos
por los miserables y humanos recursos de un carácter amable. Tanto la "miel" como la "levadura" eran excluidas de las ofrendas
encendidas. No había miel en las ofrendas de Levítico 2:11; y Jesús, la verdadera ofrenda, tampoco la tenía. No
eran simplemente palabras amables o corteses las que los discípulos oían de la boca de su Señor; no había en El aquella
cortesía que consulta con las preferencias ajenas y procura satisfacerlas; Jesús no buscaba el ser agradable, y no obstante,
cautivaba los corazones, suscitando profundos afectos, y esto es una muestra evidente de poder. Es siempre una prueba
de fuerza moral, cuando la confianza es ganada sin ser buscada, porque entonces el corazón ha comprendido la realidad del
amor. Como dijo alguien «todos sabemos
distinguir entre el afecto, el amor, y lo que no es más que amabilidad en forma de adulación, y bien puede haber
en un hombre muchas manifestaciones de cortesía, de adulación, sin que haya nada de afecto verdadero.» Se me contestará que las maneras o actitudes
amables deben ganar la confianza; pero bien sabemos que sólo el amor, el afecto verdaderos pueden hacerlo. La amabilidad,
si no es más que amabilidad, es miel, y hemos de confesar que este ingrediente no falta en nosotros. Somos propensos
a creer que todo está bien en muchas circunstancias en las cuales no hacemos más que quitar la levadura, impregnando de miel
la masa. Si somos amables, si desempeñamos convenientemente nuestro papel en la escena bien ordenada, civilizada y cortés
de la sociedad, buscando agradar a los demás, y haciendo lo posible para que estén satisfechos de sí mismos, estamos contentos
y satisfechos, y los otros lo están de nosotros. Pero, pensémoslo, ¿es esto servir a Dios?, ¿es esto una ofrenda a Dios?,
¿tiene acaso algo que ver con la gloria moral del Hombre Perfecto? ¡por cierto que no! Tal vez, podríamos estimar que esta
manera de obrar es la que conviene, la mejor para alcanzar el objeto deseado, de paz y armonía; no obstante, acordémonos que
uno de los secretos del santuario es que no se usaba miel para dar un olor agradable a la ofrenda.
* * *
Deseo presentar ahora algunas consideraciones más, que nos harán volver a las escenas de Lucas 7 y 11, cuando el
Señor está en la mesa de los fariseos. Estas Escrituras nos enseñan que el Señor no juzgaba a los otros, en relación con Sí
mismo, falta en la cual caemos todos. Somos naturalmente llevados a juzgar a los otros según su manera de portarse para con
nosotros, y el interés que les llevamos es para nosotros la medida de su carácter y de su valor. El Señor no obraba así. Dios
es un Dios de conocimiento, y pesa las acciones; comprende plenamente cada una de ellas, y sus motivos. Y nuestro
Señor Jesucristo, imagen del Dios de conocimiento, obraba de la misma manera durante Su ministerio. El capítulo 11 de
Lucas nos da un ejemplo significativo. Había, en el fariseo que le rogó que comiera en su casa, una apariencia de cortesía
y de buena voluntad; pero Jesús era el "Dios de todo conocimiento", y, como tal, pesaba esta acción según su verdadero carácter.
La miel de la cortesía, que es el mejor ingrediente para la vida social del mundo, no podía pervertir el juicio de
Cristo, ni tampoco su apreciación de las cosas. Jesús aprobaba las cosas excelentes; pero la cortesía o urbanidad que le invitaba
no podía influenciar el juicio de Aquel que llevaba los pesos y las medidas del santuario de Dios. La cortesía, la amabilidad
del mundo se encuentra en esta escena con el Dios de todo conocimiento, y no puede subsistir ante Él. ¡Qué lección más profunda
para nosotros!
Esta invitación del fariseo ocultaba un intento premeditado: tan pronto como el Señor entró en su casa, el dueño
obró como fariseo, y no como simple invitante; se maravilla de que su convidado no se había lavado antes de comer,
y este carácter del fariseo aparece en toda su fuerza al fin del relato. El Señor obra, pues, en consecuencia, como lo muestran
Sus palabras (Lucas 11: 37 al 52). Estimarán algunos que la atención de que era objeto al ser invitado, hubiera debido imponerle
silencio, pero Jesús no podía considerar este fariseo solamente en relación con Sí mismo. El halago no podía hacer desviar
Su juicio: Jesús pone al descubierto y censura. Y el fin de la escena le justifica. "Cuando salió de allí, los escribas y
los fariseos comenzaron a acosarle en gran manera, y a interrogarle minuciosamente sobre muchas cosas, tramando contra El
para atraparle en algo que dijera." (Lucas 11: 53, 54 - LBLA).
En Lucas 7, el Señor obra de modo muy diferente en casa de Simón, otro fariseo que también le había invitado a su
mesa, pues Simón no tenía un designio oculto al invitar a Jesús. Es verdad que parece obrar también como fariseo, hablando
dentro de sí para acusar a la pobre pecadora, y para censurar a su invitado, que permitía que se acercara a él; pero las apariencias
no pueden servir de base para un justo juicio, y muchas veces las mismas palabras, pronunciadas por labios diferentes,
tienen un sentido muy diferente. Por eso, el Señor, el juez que pesa todos los motivos según Dios, al reprender a Simón y
mostrarle lo que es, le conoce y le llama por su nombre, y deja su casa, como un huésped debe hacerlo. Distingue entre el
fariseo de Lucas 7 y el de Lucas 11, aunque se haya sentado a la mesa de ambos.
Otros dos casos son de mucha edificación para nosotros, al considerar cómo obraba el Hombre perfecto. Por ejemplo,
en el capítulo 16 de Mateo, vemos a Pedro lleno de un tierno afecto hacia su Maestro: "Señor, ten compasión de ti; en ninguna
manera esto te acontezca." (Mateo 16:22); pero Jesús juzga las palabras de Pedro solamente por su valor moral. A nosotros
nos es difícil obrar de esta manera hacia los que buscan agradarnos. Una naturaleza simplemente amable no hubiese dicho:
"Quítate de delante de mí, Satanás"; se hubiera expresado de otra manera. Pero, lo repito, el Señor no escucha las palabras
de Pedro simplemente como siendo la expresión de una bondad y de un afecto personales hacia Él; las juzga, las pesa en la
presencia de Dios, y discierne inmediatamente que proceden del enemigo; porque aquél que puede transformarse en "ángel
de luz" se esconde a menudo bajo palabras llenas de suavidad y de amabilidad.
El capítulo 20 de Juan nos muestra que el Señor obró del mismo modo para con Tomás. Tomás venía de rendirle homenaje,
le había dicho: "Señor mío y Dios mío". Pero, aun palabras como estas no podían hacer descender a Jesús de la altura moral
en la cual estaba, y desde la cual oía y consideraba todas las cosas. Sin duda alguna, las palabras pronunciadas
por Tomás eran verdaderas, y provenían de un corazón que, después de haber sido iluminado por Dios, se había arrepentido,
y había vuelto al Señor resucitado, abandonando sus dudas para adorar. Pero Tomás se había mantenido alejado tanto
como había podido; había ido demasiado lejos en su incredulidad. Todos los discípulos habían sido incrédulos en cuanto a la
resurrección, pero Tomás había declarado que persistiría en la incredulidad hasta que la vista y el tacto vinieran a
convencerle. Tal había sido su condición moral. Y Jesús la juzgaba así, y pone a Tomás en su verdadero sitio, como lo
había hecho con Pedro: "Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron." (Juan 20:29).
En semejantes casos, ¿no hubieran sido atraídos por sorpresa nuestros corazones? ¿Hubiesen resistido a los asaltos
del afecto de Pedro o alabanza y del homenaje de Tomás? Pero el Hombre Perfecto, nuestro Maestro estaba allí por Dios y por
la verdad, y no para agradarse a Sí mismo. Pensemos en el caso de los Israelitas, cuando honraban al Arca del Pacto y
le llevaban a la batalla (1º. Samuel 4), como para obligarle, por su presencia, a darles la victoria. Pero no se puede obligar
de este modo al Dios de Israel. El pueblo es vencido por los Filisteos, a pesar de la presencia del Arca. Y Pedro y Tomás
se ven reprendidos, aunque Jesús – que es siempre el Dios de Israel – haya sido honrado por ellos.
¡Sí!, todo era perfección en los modos de obrar del Hijo del Hombre. Meditemos esas escenas que destacan Su hermosura
y Su gloria moral.
J.
G. Bellett
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1964, Nos. 71 y 72.-
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