REFERENTE A LA PIEDAD
Todas las
citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de
la Versión Reina-Valera
Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las
comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
LBLA = La
Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation,
Usada con permiso.
VM = Versión
Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por
Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
El hombre piadoso es aquel cuyo
andar es del agrado de Dios, porque este no tiene otro motivo que complacer a
Dios, el cual conocido por la fe.
La "apariencia de piedad"
señala al hombre religioso, y si solamente existe la apariencia, o la forma, esta
es una de las condiciones más peligrosas: se profesa conocer la verdad, se la tiene
entre las manos, pero aun poseyendo todo esto, uno se sustrae a su acción.
Sabiendo lo que agrada a Dios, se obra complaciendo al corazón natural. Así era
con los paganos de Romanos 1:18, y así es también acerca del estado, cuanto más
grave, de los "hombres" de los tiempos peligrosos de los postreros días,
que en posesión de la verdad cristiana, tienen la "apariencia de
piedad", pero han 'negado la eficacia de ella' (2ª. Timoteo 3:5). En
realidad son "impíos" (2ª. Timoteo 3:2).
La piedad es algo
personal, tal como lo son las otras cualidades que
el creyente es llamado a añadir sucesivamente a la fe (2ª. Pedro 1:7). La
piedad supone que existen unas relaciones directas entre un alma y Dios (alma
en la que haya la vida divina) y que estas relaciones sean constantes (que la
fe sea sincera y activa). Recordemos que estas benditas relaciones, son ante
todo, de un carácter de santo temor, confianza, reconocimiento y obediencia.
El manantial de donde se desprende su vitalidad brota interiormente, pues es
algo individual: es el reconocimiento personal de Cristo, tal y como nos lo
revela la Palabra. La Piedad es real en proporción al lugar que tiene en el
corazón y en la vida del creyente este "misterio de la piedad", que
es el secreto por el cual toda piedad es producida y se traduce en fuerza y en
poder. ¡"E indiscutiblemente,
grande es el misterio de la piedad"! (1ª. Timoteo 3:16).
Es de la misma grandeza de este
misterio que la Asamblea adquiere su función eminente. ¡Cuán débilmente la
desempeña!; pero esto corresponde al
hecho de que aquellos que la componen no asignan al misterio de "Dios
manifestado en carne" el lugar correspondiente. El grado de piedad
individual determina su conducta en la "casa de Dios", y de la
conducta de todos depende el orden interior y el testimonio fuera de esta casa,
que es "(la cual es la
iglesia del Dios vivo) columna y apoyo de la verdad." (1ª.
Timoteo 3:15 – VM).
En esto existe
una corriente cuyo sentido no puede invertirse. La
piedad no fluye de la Asamblea, o Iglesia, al individuo. Por precioso que sea
el hecho de la existencia de la Iglesia, ésta no comunica ni la piedad
ni la fe. Tampoco la garantiza. No podrá tampoco substituir la comunión personal
con Cristo. El
conjunto es proporcional al valor de los que lo componen. Sea cual fuere la
influencia que ella pueda ejercer sobre la conducta de los individuos, sólo lo
será de una forma exterior y por mejor decir, indirectamente. Puede exhortar,
disciplinar, etc., pero por sí misma, la
iglesia no puede producir la piedad. No dispensa gracias, sino al
contrario, las recibe de lo alto, pues ese es el objeto de parte de Dios;
Cristo las asegura y el Espíritu Santo las distribuye y regula su empleo en
operaciones diversas, para la utilidad común; pero el trabajo se opera en
los individuos. La piedad se manifiesta
en la adoración, en las buenas obras, en santidad práctica, pero estas manifestaciones,
si bien confieren a
la Asamblea su nivel en un momento dado, son producto de la piedad personal, y
no puede ser de otra manera.
Ahora bien, cuando sólo existe
la "apariencia de piedad", sin su eficacia, vemos al individuo
atrincherarse, por así decir, tras la colectividad o el grupo. ¿Qué es, en
efecto, guardar toda esta forma y negar su poder, sino reclamar pertenecer a un
cuerpo religioso que profesa el nombre de Cristo, y vivir según los pensamientos
de su propio corazón, dejando a este cuerpo la responsabilidad de las relaciones
con Dios? ¡Que cuiden los ministros de mi religión de hacer lo necesario para
mi suerte en el más allá! El cuerpo en cuestión, que a la vez toma tales
responsabilidades y acepta estos servicios exteriores, no guarda en sí
mismo, en estas condiciones, más que la apariencia de la vida, sean
cualesquiera, por otra parte, sus actividades y sus pretensiones.
En esto reconocemos la condición
general de la cristiandad entre la que nos hallamos, en marcha hacia la
apostasía, que será consumada cuando la misma profesión será abandonada. Entretanto
los cuerpos religiosos
permanezcan bajo una u otra forma, el individuo toma de ellos su calificación
religiosa. Bendito sea Dios que distingue, en el seno de este estado de cosas
a muchas almas piadosas, que tal vez sólo Él conoce; el Señor dará su
recompensa a los que "no han
conocido lo que ellos llaman las profundidades de Satanás" y "no han
manchado sus vestiduras" (Apocalipsis 2:24 y 3:4); pero, cuán
diferente es el tener
conciencia de participar como elemento viviente en un cuerpo que vive,
porque sus miembros viven por el Espíritu de Dios.
La piedad formalista (o, la
forma de la piedad), siendo la negación de la piedad genuina, se concibe mal
fuera de una profesión religiosa colectiva; sin ella no tendría mucha razón de
ser. Un vestido no se tiene en pie de por sí; la profesión tiene necesidad de
reposar sobre algo, bien que sea sobre un esqueleto. Para el simple profesante
el cuerpo religioso al que pertenece no es otra cosa más que un órgano
honorable de la sociedad del mundo. Por
el contrario, la verdadera piedad no precisa del apoyo terrestre, pues
subsistirá en las condiciones más diversas, más penosas y aún en las más
aisladas. Conduce al creyente a
separarse del mal, aunque deba quedarse sólo; en el pasado
dio a la multitud de
fieles la fuerza para sufrir el odio, ser cortados de la sociedad de los
hombres, perseguidos y puestos a muerte. Pero a menudo el Señor concede a los
que tienen a pecho Su Nombre, el favor de reunirse, y aunque sean dos o tres,
su profesión colectiva será cierta, según
sea verdadera la piedad de cada uno de ellos. Si invocan al Señor "de
corazón limpio", ¡qué grande bendición les será dispensada! A pesar de la
ruina gustarán que los recursos están siempre allí ya que tomando todo de la
Cabeza, que es Cristo glorificado, "de quien todo el cuerpo (estando bien ajustado
y unido por la cohesión
que las coyunturas proveen), conforme al funcionamiento adecuado de cada
miembro, produce el crecimiento del cuerpo para su propia edificación en amor."
(Efesios 4:16 – LBLA). Pero si los que han sido
conducidos a 'separarse de la iniquidad'
para reunirse al sólo título de la unidad del cuerpo de Cristo, abandonan 'la eficacia
de la piedad', vuelven a
caer en una profesión formalista más culpable que cualquier otra.
No hay necesidad de subrayar la
gravedad de todo esto. El creyente no
debe esperar a ser 'formado' por la
Asamblea. Su formación se desprende de su comunión con Cristo, una comunión
personal e intransferible, y es responsable de concurrir, en su medida, a que
la Asamblea responda a su vocación.
Que el Señor nos infunda
estas cosas en
el corazón. "Pero tú…", decía el apóstol Pablo a Timoteo (2ª. Timoteo
3: 10, 14; 2ª. Timoteo 4:5). "Pero vosotros…", decía Judas "a los llamados,
santificados en Dios Padre, y
guardados en Jesucristo." (Judas 1, 17).
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1965,
No. 76.-